Dedicado a todos aquellos, pacientes y personal de salud, que atravesaron ese lunes lejano de trauma, decisiones y fuego. En todo momento de nuestra vida estamos tomando decisiones.
Siempre me pareció que levantarse temprano era una buena forma de aprovechar la mañana y el día. Comenzar antes del amanecer y en medio del silencio con la rutina de una lectura pendiente y acompañar ese ritual con unos mates daba una cierta sensación de seguridad, de preparativo minucioso, antes de cualquier jornada de curso incierto como solían ser los días de un cirujano de urgencias. Se sabía cómo comenzaba el día, pero no como terminaría, y estar preparado mentalmente para cualquier incidente demostraría ser, con el paso del tiempo, una actitud que protegía a nuestros pacientes y a nosotros mismos.
Luego, el hecho de llegar temprano al Hospital Municipal, el HMR, era otro hábito que también otorgaba la tranquilidad de poder controlar de antemano muchos detalles de la asistencia quirúrgica, de manera que nada nos tomara desprevenidos. De ese modo, minutos después, estaba en los vestuarios de los quirófanos del tercer piso cambiándome con la ropa de operaciones, antes de que llegara el paciente de la primera de las tres cirugías programadas para esa mañana.
Pero no alcancé a ingresar en el área de las salas quirúrgicas. Cuando ya tenía el ambo puesto, irrumpió en el vestuario Oscar M., el jefe del servicio de emergencias, quien anunció sin soltar el picaporte de la puerta de los vestuarios:
—Vamos a parar el plan quirúrgico programado… Llamaron recién avisando de un choque vehicular múltiple en la ruta. Bajemos a la guardia.
Un Código Rojo.
Pero además un desafío doble, por ser un Código Rojo múltiple.
Decidir que hacerles a varios traumatizados graves, pero antes de eso decidir a quién atender primero, en base a su gravedad y a su posibilidad de supervivencia.
Oscar era un cirujano experimentado, y también expeditivo y drástico para tomar decisiones en los momentos críticos. Descendí los tres pisos por detrás de él en las escaleras y noté que mientras lo hacía me sentía cada vez más liviano. Algo que me tornaba más fuerte estaba sucediendo en ese momento, y me sorprendía una vez más cómo nuestra jornada laboral podía dar un giro completo de un momento para otro.
Al entrar en la sala de guardia vi el habitual movimiento de esas circunstancias. Habían despejado toda el área, transfiriendo los pacientes que estaban allí a los consultorios externos, y los enfermeros preparaban todo lo necesario para asistir a un incidente con víctimas múltiples. Como siempre, el entusiasmo y la preparación del excelente plantel de enfermería del HMR alentaba a todos a trabajar en comunión. El día lunes y el horario en que todo eso estaba sucediendo también era algo a favor, dada la gran disponibilidad de médicos y del plantel completo del servicio de cirugía. Entonces entendí porque me sentía más fuerte a la hora de decidir y de hacer, con el aval de una urgencia ineludible y con la necesidad vital de un trabajo en equipo que se avecinaba.
Sin embargo, también pensé que podría tratarse de demasiado personal actuando a la vez y que eso podría entorpecer el manejo más dinámico de los traumatizados. Oscar pensó en lo mismo, y de inmediato dijo:
—Vamos a organizar cuatro equipos de Trauma. Los cirujanos van a ser los líderes —y designó en ese rol a Diego R., a Fernando P. y a mí, mientras él también ocupó ese puesto en un cuarto equipo.
Los equipos de Trauma estaban constituidos en el HMR por cuatro integrantes: un líder, que era uno de los cirujanos, otro médico y dos enfermeros. Cada equipo tenía como objetivo asistir a un paciente y realizar en el mismo la revisión en base a las normativas del curso ATLS, una de las sistemáticas del manejo inicial del traumatizado más difundidas en todo el mundo. Dado que en ese momento había suficiente personal y recursos para asistir a varios traumatizados de modo simultáneo, iba a correr con ventaja el proceso del llamado triage, que definiría en qué orden atender a los pacientes en base a sus prioridades. Pero también sabíamos que nunca se debía subestimar al Trauma, y menos aún al Trauma que nos traía varios lesionados al mismo tiempo.
Llegaron tres ambulancias, el sonido ambiental se incrementó y todo empezó a moverse en cámara rápida. Dos camillas entraron juntas, casi colisionando entre sí como autos chocadores. Una de ellas traía a un muchacho corpulento, quien se encontraba lúcido e intentaba tranquilizar a todos afirmando:
—Estoy bien, yo estoy bien…
Lucía una amputación traumática en la mitad del muslo izquierdo, y ese muñón sin sangrado parecía un florero del cual salían unos yuyos verdes, los cuales se habían incrustado en esos tejidos. Los paramédicos le habían colocado una vía venosa para darle morfina y un torniquete ancho cerca de la raíz de ese muslo. Respiraba bien y parecía no tener nada más. Lo traía Esteban, uno de los paramédicos, quien al ingresar exclamó:
—Moto… ¡Muslo con torniquete desde hace veinte minutos, resto bien!
La otra camilla traía a una chica alta y delgada, muy rubia y pálida, con el rostro contraído por evidente dolor. Con ella venía Andrés, otro paramédico:
—Auto con cinturón… ¡Satura 90, sistólica de 80!
Nuestros paramédicos eran grandes aliados para nosotros. En pocos segundos, con esos telegramas escuetos que ellos nos enviaban y con la visión veloz de ambos pacientes, ya teníamos información para empezar a decidir. Yo estaba en el centro del corredor que llevaba a la sala de shock y cuando las dos camillas se detuvieron a mis pies, me puse delante de la camilla del muchacho y le dije a Andrés:
—¡La chica al shock room!
Andrés siguió de largo y Diego tomó el comando del manejo del motociclista, a quien desvió hacia uno de los boxes laterales. La guardia lucía extraña con tantos médicos y enfermeros junto a pocos pacientes, teniendo en cuenta lo que era habitual. Eso daba confianza para actuar, pero no debíamos olvidar que solo teníamos dos camas con respiradores mecánicos en la sala de shock. Debíamos elegir a través de un triage cuidadoso a quién poner allí y una de esas camas ya estaba ocupada por la chica.
Allí fui. La paciente se quejaba con mucho dolor ante las manipulaciones y estaba claramente en estado de shock. La dejaron en la tabla de transporte y con el collar cervical colocado, pero le cortaron todas las ropas por delante, las cuales empezaron a caer hacia los costados en varias capas. Tenía las dos marcas rojas del cinturón de seguridad y una de ellas, la marca abdominal transversal, se hallaba a la altura del ombligo.
—¡Satura 85, 70 de sistólica! —disparó uno de los enfermeros de la sala de shock.
La chica dejó de responder ante los estímulos y se veía más pálida que nunca. Le quité el collar cervical y palpé aire bajo su piel. Tomé el estetoscopio y noté que no entraba aire en su pulmón izquierdo.
—¡Dame un catéter 14 con una jeringa! —le pedí a uno de los enfermeros.
Clavé ese catéter en el segundo espacio intercostal izquierdo y surgieron burbujas de aire en la solución salina que la jeringa portaba. Le había drenado un neumotórax con mucha tensión y ahora la saturación se había elevado a 90. Le practiqué una incisión en la zona lateral de ese hemitórax y le coloqué un drenaje pleural que evacuó más aire y sangre. La saturación subió a 95, pero igualmente a la chica no le sobraba nada y continuaba obnubilada. El abdomen estaba tenso y distendido.
—Una bandeja de lavado peritoneal —le dije al enfermero, quien enseguida me abrió ese set.
En esa semana no disponíamos del ecógrafo en la guardia y se había producido entonces el regreso de un caballito de batalla de los ‘90: el lavado peritoneal diagnóstico. Una pequeña incisión longitudinal por debajo del ombligo y la rápida colocación de una sonda nasogástrica orientada hacia la pelvis ayudaban mucho a saber qué estaba pasando dentro del vientre. Apenas ingresada esa sonda en la cavidad abdominal de la joven se llenó de sangre roja rutilante.
—No me digas que la tenés que abrir a esta chica… Es una muñeca esta piba —de pronto me habló al oído, desde detrás, uno de los cirujanos más antiguos del servicio de cirugía, quien había bajado a colaborar en la guardia.
Miré el monitor: 70 de sistólica de nuevo, a pesar del Ringer que fluía a chorro por las dos vías de ambos miembros superiores.
No debería morir nadie hoy.
Hagamos lo que sea necesario.
Una frase se escapó de mi boca, como si estuviera pensando en voz alta:
—Una mediana…. Una mediana para la princesa.
La conducta con esa paciente estaba definida. Le indiqué a un enfermero que pidiera unidades de sangre y de plasma a hemoterapia y avisara a quirófano que íbamos a subir para una laparotomía. En ese momento me sobresaltó el ruido de otra camilla de transporte que entró violentamente a la sala de shock y golpeó contra la camilla de al lado, esa que reservábamos para otro paciente grave.
—¡Está en paro! ¡Venía con shock! —gritó Adrián, el paramédico que la traía y que se notaba exaltado.
—¿Tenía signos vitales en el viaje? —le pregunté.
—Hasta hace 2 minutos, ¡sí!
Era otra mujer joven, inconsciente y con la piel de color ceniciento. Uno de los emergentólogos le practicó sin dificultad una intubación oro traqueal, mientras le quitábamos la ropa. Tenía otra marca gruesa y roja de cinturón de seguridad, pero en su caso era única y estaba muy por encima del ombligo. Recordé que algunos autos llevaban cinturones con una sola banda horizontal en el asiento posterior central. Pensé que esa banda habría roto algo grande dentro del abdomen y que la paciente podía estar exsanguinada. Alguien había comenzado a realizarle un masaje cardíaco con compresiones torácicas, pero yo sabía que eso no sería tan efectivo para su parada cardíaca por un Trauma como un masaje directo y abierto.
—¡Cuidado! —le advertí al clínico que masajeaba a la paciente para apartarlo, y con una hoja número 24 de bisturí abrí el tórax de la mujer justo por debajo de su mama izquierda. La maniobra fue muy rápida, favorecida por la delgadez de la paciente, y sorprendió a todos los demás que se quedaron paralizados. Seccioné dos cartílagos costales y pude colocarle el separador intercostal de Finocchieto al cual abrí rápidamente. El pulmón izquierdo emergía por la herida con cada compresión de la bolsa ventilatoria que ejercía el emergentólogo.
—¡Hay que clampearle la aorta, está exsanguinada! —exclamé, mientras buscaba esa arteria para apretarla contra la columna vertebral y detener así el flujo de más sangre hacia la hemorragia abdominal que sospechaba.
Al entrar al tórax no hallé otras posibles causas de paro, como un taponamiento cardíaco o una hemorragia masiva allí mismo. Era un tórax blanco, como le decíamos a esas cavidades torácicas sin lesiones en las cuales ingresábamos a través de una toracotomía de reanimación, realizada en un contexto de grave hemorragia abdominal.
Oscar envió a Diego con la chica de al lado al quirófano y se puso frente a mí, que a mi vez con una mano masajeaba el corazón y con la otra comprimía la aorta torácica contra la columna dorsal.
—¡Hacele un lavado peritoneal, Oscar! —le pedí, sin darle tiempo a que dijera algo.
Su maniobra rápida con ese test abdominal volvió a ser positiva para sangre, pero esa vez evidenciado sangre negra que comenzó a fluir por dentro de la sonda colocada.
Los quirófanos del HMR estaban ubicados en el tercer piso y esa distancia me pareció un abismo para el traslado de esa paciente in extremis. Otra vez una maniobra automática se escapó de mí, y con la misma hoja de bisturí y una tijera fuerte le abrí esa vez el abdomen, practicándole una larga incisión mediana, mientras Oscar me reemplazaba en la reanimación cardiaca y Fernando se sumaba para ayudarme en el abdomen. Brotó por esa laparotomía un torrente de sangre oscura que rebalsó la camilla por ambos flancos y cayó al piso como dos cataratas, una cada lado. En medio de toda esa sangre apareció flotando un órgano suelto. Pensé que se trataba del bazo, arrancado de su pedículo a raíz del trauma brutal. Lo tomé, y cuando lo giré vi que detrás tenía la vesícula biliar adherida: era una gran parte del lóbulo derecho hepático, casi su totalidad. Entendí que ese lóbulo había sido cizallado por el único cinturón de seguridad que la paciente llevaba ajustado, con una ubicación alta y horizontal contra su abdomen.
Ese pedazo enorme de hígado flotando en la sangre era el signo del témpano y el de una lesión letal, ominosa. Cuando la vi, detuve la reanimación.
—No podemos hacer nada… —solo atiné a decir y levanté la mirada.
En ese momento me di cuenta que todos los demás me estaban mirando a mí y no a la paciente. Nadie se movía y se abatió un silencio denso en la sala. Esa muerte que estaba ahí al lado nos mostraba el tipo de enemigo poderoso contra el cual luchábamos y que acababa de dañarnos de modo irreparable. Ese día ya era trágico, y mucho más que solo una guardia agitada. Pensé en la chica que habían subido al quirófano y temí que también muriera.
Si no actuamos rápido, habrá más muertos hoy.
—Subo a ayudarle a Diego— dije.
Cuando me iba miré hacia atrás y observé la sangre negra en el suelo, la cual ocupaba casi la mitad del piso del shock room. Sentí como si la atmósfera me aplastara y me pregunté si todo eso no había sido demasiado. Me crucé en el pasillo con dos médicos que habían presenciado esa asistencia y escuché que uno le comentaba al otro, entre las muchas personas que en ese momento estaban ahí:
—Che, si yo me accidento que no me traigan acá, eh…
Había visto antes de reojo a ese médico, el cual había observado nuestra actuación pero no había colaborado asistiendo a ningún paciente. Estuve a punto de volverme para enfrentarlo, pero decidí guardar solo para mí lo que pensaba de su actitud en ese momento.
Pelotudo.
No esperé el ascensor y subí corriendo por las escaleras hacia el quirófano. Estaba furioso, y debí detenerme en un rellano cuando noté que me faltaba el aire y me latía fuerte el pecho. Aguardé unos segundos realizando respiraciones profundas y diafragmáticas, un recurso que empleaba en ese tipo de circunstancias, y luego continúe subiendo, un poco más calmado.
Entré al quirófano donde estaban con la chica y en ese momento, Hernán E.R., uno de los anestesistas, decía con nerviosismo mientras observaba los monitores:
—¡Metanle, che, que está mal!
Dada la emergencia del caso, no lavé mis manos y me puse directamente el camisolín. Diego empezaba a realizarle una incisión mediana a la joven. Me pareció pequeña esa herida para la gravedad del caso y le pedí que la extendiera ampliamente por debajo del ombligo. Colocamos un gran separador autoestático, ingresamos en la cavidad, evisceramos el intestino delgado y evacuamos casi dos litros de sangre derramada. El bazo estaba destrozado y había también un gran desgarro en el mesenterio, el sector grasoso por donde corría la circulación sanguínea del intestino delgado. La esplenectomía fue rápida, extrayendo de a pedazos el bazo, y dejamos colocadas grandes gasas en el espacio subfrénico izquierdo. Manejamos la hemorragia del mesenterio con pinzas y en ese momento nos detuvimos, ya con los sangrados controlados, dándole tiempo a Hernán para completar la reanimación. Ya le estaban transfundiendo sangre y plasma a la paciente, y recién en veinte minutos comenzó a mejorar lentamente su condición hemodinámica.
En ese lapso con pinzas y compresas colocadas dentro de la cavidad abdominal y con la reanimación hemostática en marcha, aprovechamos para informarnos. Preguntamos cómo iban en el quirófano vecino y nos comentaron que los traumatólogos habían concluido la amputación del muchacho motociclista sin mayores incidentes. Desde la guardia nos llegó la noticia de que habían ingresado cuatro pacientes más del choque múltiple y que uno de ellos estaba subiendo al quirófano. El panorama se completaba con un fallecido que había ingresado directamente a la morgue, la cual se hallaba en un edificio contiguo al HMR dentro del mismo predio.
Con la joven ya estabilizada, descartamos que no tuviera otras hemorragias y revisamos la vitalidad del intestino delgado, la cual afortunadamente no se había alterado por el desgarro del mesenterio adyacente. Cerramos su abdomen luego de colocarle drenajes, y enseguida me pasé al quirófano de al lado. Allí Fernando preparaba la siguiente cirugía de otro de los traumatizados. Se trataba de otra mujer joven, también con un traumatismo abdominal asociado al cinturón de seguridad, aunque compensada hemodinámicamente a diferencia de la traumatizada anterior. Su abdomen presentaba un cuadro de peritonitis, pero no tenía otras lesiones asociadas. Nuevamente el abordaje para operarla fue otra clásica incisión mediana amplia, que en ese caso también halló un gran desgarro de mesenterio, aunque mayor aun que el de la chica que acabábamos de operar. Era una de esas lesiones que llamábamos en asa de balde, dado que el intestino delgado quedaba suelto y se podía tomar y levantar como si fuera eso literalmente. No había sufrido una gran hemorragia, pero sí una clara perdida de la irrigación sanguínea de un sector del intestino delgado, el yeyuno distal. No encontramos otras lesiones intraabdominales en la revisión cavitaria y entonces la cirugía se completó sin incidentes, realizándose una resección del segmento intestinal que se había necrosado y su correspondiente anastomosis.
Los tres traumatizados operados quedaron internados en la unidad de cuidados intensivos, que se hallaba en el mismo tercer piso junto al quirófano. La más comprometida era la chica de la esplenectomía, debido al shock hipovolémico padecido y a la presencia de una contusión pulmonar izquierda, como vimos en la radiografía de control luego de su drenaje pleural. Debió conservarse en ella la asistencia respiratoria mecánica y todavía estaba recibiendo la última transfusión sanguínea cuando llegó a la unidad de cuidados intensivos.
Bajé a la guardia y encontré a mucha gente trabajando con los últimos tres traumatizados que habían ingresado. Todos ellos tenían fracturas de miembros y demandaban mucha labor de los traumatólogos, aunque no presentaban otras lesiones con riesgo inmediato para sus vidas.
Un enfermero me comunicó que el médico de Policía me había dejado un mensaje y que se encontraba en la morgue. Jorge F. era un forense entusiasta y conocía mi interés por las patologías traumáticas. Siempre que tenía autopsias de ese tipo de pacientes solía avisarme para que las presenciara. Salí al jardín que separaba al edificio enorme del Hospital del edificio pequeño de la Morgue. Antes de ingresar a este, me detuve y me senté en el escalón de la entrada. El sol del mediodía daba de lleno ahí y eso me relajó. Necesitaba al menos por un momento cambiar de aire y recibir luz. De pronto, un cansancio intenso vino a mí y deseé que no hubiera más pacientes para operar. Me concentré en mi respiración y traté de que mi mente no pensara en nada, aunque fuera solo por unos minutos. Al cabo de un par de ellos me sentí mejor, y entré en la Morgue. El ambiente ahí lucía muy diferente al de la sala de emergencias, y todo parecía atenuado, con menor luz, en silencio y con los movimientos en cámara lenta del forense, que estaba vestido con largo delantal de lona.
—Doctor! Qué trabajo han tenido... Mirá, yo sé que esto te interesa, por eso te avisé. Mirá qué lesión.
Me aproximé a la mesa donde Jorge trabajaba con el cadáver de un hombre joven. Me señaló un tórax abierto donde se veía el corazón con un impresionante desgarro, a raíz de un trauma cerrado sobre su ventrículo derecho. La cavidad pleural de ese lado estaba llena de grandes coágulos negros. Jorge acotó:
—Qué bárbaro. Murió en el acto, seguro. Iba sin cinturón, creo que esta lesión fue por el impacto tremendo contra el volante…
Cuando me comentó eso, miré el rostro sereno del cadáver y pensé que esa persona ya no estaba ahí. Bruscamente, me sentí agradecido de no ser yo el que estuviera en su lugar. Y pensé luego que habríamos hecho si ese herido hubiera llegado con vida al hospital.
Crucé algún comentario más con Jorge F. y volví a la luz intensa de la sala de guardia, donde parecía que finalmente todo estaba bajo control y que no necesitaban más mi ayuda. Fernando era el cirujano que estaba de guardia en ese lunes y preparaba a una niña para intervenirla por una apendicitis aguda.
Eran cerca de las 2.00 p.m. y de pronto experimenté hambre y el deseo de una ducha caliente. Saludé a todos y fui por mi auto para irme del hospital.
Cuando estaba llegando a mi casa, sonó mi teléfono móvil. Era Diego. Se lo escuchaba alarmado.
—¡Se está incendiando el hospital!
—…
— El fuego empezó en quirófano. Están evacuando a todos. Voy para allá —terminó de decirme.
Doblé antes de llegar a mi destino y retorné hacia el hospital. A las pocas cuadras comencé a ver en el cielo como se elevaba una densa humareda negra, muy grande. Pensé en todos los pacientes internados y sobre todo en nuestros operados, los de ese mismo día y los de los días anteriores. Me imaginé al personal sacando esos pacientes a la rastra, desde un hospital en llamas.
No puedo creer lo que está sucediendo.
Parece una película.
Las calles estaban cortadas por la Policía y los bomberos desde dos cuadras a la redonda del HMR. Dejé mi auto estacionado y llegué caminando. A medida que me aproximaba, se percibía más el olor a humo y el aire se tornó nublado. Los bomberos me reconocieron y me dejaron entrar a un área que habían delimitado como segura. El incendio había comenzado en quirófano y aún estaba localizado ahí, por lo cual la prioridad número uno era evacuar a los pacientes de cuidados intensivos, área que compartía ese piso con los quirófanos. Me reencontré con Oscar, cuyo rostro mostraba cansancio e iba de un lado para otro con el guardapolvo desprendido. Junto con él organizamos un nuevo triage, en ese caso para definir el orden de evacuación de todos los pacientes internados en el hospital. Lo más complicado fue realizar un descenso veloz de los pacientes por las escaleras, dado que los ascensores no funcionaban. Una vez más, los paramédicos dieron una gran mano con esa tarea desafiante, como lo fue transportar a pacientes críticos o dependientes de la ventilación asistida o de drogas vasopresoras por las escaleras estrechas. Mientras tanto, abajo las ambulancias pronto empezaron a salir llevando a esos pacientes a las dos clínicas privadas de la ciudad. Los médicos nos distribuimos entre los traslados y acompañé a varios pacientes, comenzando con la chica de la esplenectomía, a la cual debí aportarle la ventilación asistida con la bolsa. Tenía el rostro muy hinchado por el suministro de fluidos, pero se mantuvo compensada durante su viaje. En ese trayecto, atravesando el centro de la ciudad y mientras apretaba la bolsa de la ventilación, observé a través de los vidrios de la ambulancia como el resto de la ciudad parecía continuar con su ritmo imperturbable.
En dos horas todos los pacientes del hospital habían sido evacuados, a la vez que los bomberos habían controlado el incendio en el tercer piso. Solo había quedado ocupado y funcionando el servicio de emergencias en la planta baja. Luego que se retiraron los bomberos y la gente de defensa civil, y que finalizaron todas las tareas para reacondicionar la guardia, me fui a la sala de médicos del sector y me arrojé en un sofá grande que había allí. Aunque creía que ya no me necesitaban, sentí deseos de permanecer donde habíamos combatido durante todo el día. No había nadie en ese momento en la sala, y me pareció que mi cuerpo flotaba en ese sofá. Estaba atardeciendo, y entonces pensé en cuántas cosas habían ocurrido en apenas doce horas. De golpe me sentí aturdido y vinieron a mi cabeza todos los triages en los que había participado y todas las decisiones que había tomado durante esas horas. Los casos que habíamos asistido pasaron como relámpagos por mi mente, y por entre las sombras del fondo se insinuaron algunas dudas acerca de lo actuado. ¿Habríamos hecho algo diferente en cada paso de la asistencia del siniestro? Pensé en los dos fallecidos del día, los cuales portaban lesiones letales, prácticamente insalvables, y un consuelo frágil y opaco se sumó a esas reflexiones.
Y agradecí. Agradecí por esa oportunidad, de presentación traumática y de tamaño tan enorme como el incidente en sí, de poner nuestro oficio al servicio de personas desafortunadas que tanto nos necesitaban. Ellas y nosotros nos habíamos cruzado en el tiempo y el espacio, y nosotros habíamos aprovechado esa ocasión con el máximo de nuestras posibilidades.
Nos habían dado el privilegio y la responsabilidad de decidir por la vida de otras personas, de un modo repentino y crucial.
Nos habían dado el permiso para ingresar de inmediato en los cuerpos de esos pacientes, si lo creíamos necesario.
Y siempre, al volver de esa línea de fuego, nos asaltaban en nuestra intimidad preguntas acerca de nuestra actuación, de haber dado la talla, de haber cumplido con el deber, de haber agotado realmente todos los recursos disponibles.
Entonces, pensé en la gente del hospital que había trabajado dándolo todo durante esa jornada, en como ese incidente con víctimas múltiples había sacudido nuestro día transformándose en lo más importante para nosotros, y en como al menos por ese momento todos los incendios parecían controlados.
El autor |
Es miembro de la Asociación Argentina de Cirugía y de la Sociedad Panamericana de Trauma, e instructor del curso internacional ATLS (Apoyo Vital Avanzado en Trauma), programa de entrenamiento orientado a médicos para el manejo inicial de los pacientes traumatizados. |
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