Lo llamaban el circo romano y se había transformado en uno de los entretenimientos predilectos de los reclusos. Combatían entre sí con armas que ellos mismos habían confeccionado de un modo artesanal, con paciente y silenciosa dedicación, para condensar en ellas el mayor poder destructivo posible. Poder que era luego desplegado, a través de esas pequeñas obras de arte, en luchas preliminares con eliminación directa y rumbo a una final. Un público fervoroso los seguía en ese espectáculo sangriento que venía creciendo en magnitud, como luego nos contaría con detalles el personal de seguridad carcelario y como nosotros también habíamos sospechado, al haber notado desde cierto tiempo un aumento del ingreso de heridos por armas corto punzantes desde el Penal vecino.
Esos contendientes habían sido antes guerreros urbanos, y ya en la cárcel pertenecían al subgrupo más peligroso: los condenados por homicidios.
Era solo cuestión de tiempo para que se repitiera una tragedia.
Y así ocurrió, un sábado a la tarde, igual que en las arenas romanas. Avisaron desde el Penal que nos traían tres detenidos con heridas punzocortantes, y uno de ellos muy grave.
Chequeamos que estuviera todo listo en la sala de shock y me quedé con los guantes puestos junto a una de las ventanas laterales de la sala, la que daba a la rampa de entrada de los vehículos.
Cuando la sirena, al principio lejana, aumentó luego la intensidad de su volumen, salimos a la entrada de la guardia. En ese momento noté que estaba lloviznando y hacía frío.
El móvil policial frenó bruscamente y vimos entonces que el herido estaba en la caja de esa camioneta de chapas oxidadas. Respiraba ruidosamente y arrojaba sangre por su boca. Dos policías fornidos le sujetaban el torso y uno de ellos comprimía un apósito contra el lado izquierdo de su cuello. El herido estaba fuera de sí y se revolcaba en una mezcla de barro y sangre que llenaba la caja de la camioneta. Era como un animal salvaje, apresado y malherido, que peleaba por sobrevivir con movimientos instintivos. En ese instante, y ante esa visión, me invadió fugazmente una profunda tristeza, como cuando uno ve a un animal indefenso y herido a punto de morir.
Los policías lo cargaron y lo pusieron en la camilla que nosotros les ofrecimos. Lo ingresamos rápidamente a la sala de shock dejando un sendero de sangre en el trayecto.
Yo estaba en esa guardia con los Marcelos: el Rengo, residente de segundo año de cirugía, y el Negro Medina, residente de tercer año. Y la situación con ese herido era muy clara: su vía aérea estaba amenazada y había que realizarle una intubación orotraqueal, a la vez que tenía un gran sangrado externo desde una herida que aún comprimía uno de los policías.
—¡Pónganse gafas y barbijo! ¡Vamos a intubarlo!
Le pedí al policía que tenía el apósito contra la herida que me dejara reemplazarlo en esa función.
—Es peligroso, cuidado… —me advirtió el uniformado- … Y tiene hepatitis C.
— ¡Che, guarda todos! ¡BSM! —disparé al aire a su vez, haciendo referencia con esa sigla a la necesidad de una bioseguridad máxima para el manejo de ese paciente. Todos comenzaron a colocarse gafas y algún que otro barbijo.
Apenas retiré un poco la gasa para ver qué tipo de lesión tenía, cuando un chorro de sangre de tipo arterial y con sonido propio salió violentamente desde allí. El sangrado impactó de lleno a la altura de los genitales en el ambo de una enfermera desprevenida, que se retiró espantada.
Volví a comprimir fuertemente contra su mandíbula.
—¡Marcelo, apretá acá! …¡Y no te muevas!
Marcelo R2 tomó la posta en esa laboriosa compresión hemostática. La laceración era vertical y medía 4 o 5 cm de longitud. Estaba debajo de la oreja izquierda y justo por detrás de la rama vertical del maxilar inferior.
—Sangró muchísimo allá… y en el traslado —acotó el otro policía que lo había sujetado en el viaje desde el Penal, mientras respiraba con agitación.
—¡¿Pero con qué le dieron, con un machete?! …Dale, Marcelo, prepará para intubar, yo te hago Sellick —le dije a Marcelo R3 haciendo referencia a la maniobra de Sellick, con la cual comprimíamos el cartílago cricoides contra el plano posterior y acercábamos la vía aérea a la visión de quien iba a intubar.
Pero no iba a ser sencillo todo eso. El paciente estaba muy excitado y combativo, y sus fauces estaban inundadas de sangre. Con la ayuda de los dos policías y de varios enfermeros logramos sujetarlo de modo que otro enfermero pudiera colocarle una vía venosa. Con ese acceso para drogas pudimos medicarlo con nuestro dúo de batalla para dominar esas situaciones difíciles: midazolam y succinilcolina. Un sedante y un relajante. Fresco y batata, como les decíamos.
Pero tampoco iba a alcanzar sólo con eso. Brotaba sangre permanentemente desde la boca y era imposible, aun con la aspiración, poder ver claramente las cuerdas vocales. Todos ya estábamos con los ambos manchados con sangre y empecé a notarme nervioso. Me preocupaba que ese paciente se ahogara con su sangre, al estar ya sin reflejos por las medicaciones recibidas, y también el riesgo que todos estábamos corriendo ante tanto sangrado portador de un virus contagioso.
—¡…Satura 60 %! —anunció un enfermero.
La tensión del momento me hizo tomar una medida drástica y en el momento de indicarla sentí un raro alivio.
—¡Vamos a hacerle una crico! —le dije a Marcelo R3, a la vez que comencé a rellenar la cavidad bucal del herido con gasas, para cohibir allí esa hemorragia rebelde.
No hay camino de retorno.
El paciente ya estaba relajado y estábamos sellando en forma obligada su vía oral con gasas. Entonces debíamos acceder muy rápido a la vía aérea, y esto solo podría concretarse a través de un camino quirúrgico en el cuello. La cricotiroidotomía, una apertura de la membrana cricotiroidea entre los cartílagos cricoides y tiroides de la laringe, era el procedimiento de elección en esos casos.
Su cuello era delgado y eso me permitió ubicar fácilmente el sitio de la membrana, donde haría la incisión cutánea. En ese momento me di cuenta de que la tráquea estaba desviada hacia la derecha por la presencia de un hematoma, que no creía haber visto antes. Pusieron una caja de instrumental encima del pecho del paciente y comencé a cortar la piel con el bisturí en mi mano derecha, mientras con mi mano izquierda le sujetaba la tráquea para que no se desplazara. Accedí rápidamente a la dura membrana y la seccioné transversalmente. En ese momento salió aire con mucha presión desde la vía aérea, lo cual sumado a una hemorragia venosa persistente en la incisión provocó un efecto de spray hemático, que bañó a los más cercanos y dejo a mis gafas goteando sangre.
Introduje una pinza de Crile en la abertura de la membrana, la dilaté, y por allí metí un tubo orotraqueal número 5. Controlada la vía aérea volvimos a la cuestión del sangrado, mientras Marcelo R3 ventilaba al paciente con la bolsa.
Le pedí a Marcelo R2 que aflojara un poco la presión del apósito y así me permitiera, por un resquicio, introducir una sonda Foley para inflar su balón en el seno de esa hemorragia. Había pensado en ese recurso mientras hacia la cricotiroidotomía, recordando muchos otros casos de heridas en el cuello donde ese balón nos había prestado gran ayuda. El balón se infló una vez más, pero la hemorragia no se detuvo por completo y fluía sangre alrededor de la sonda. Retomamos la vigorosa compresión y la misma misión recayó en Marcelo R2.
Cambié gorro, gafas y barbijo, y seguimos con el plan:
— ¡Llame a hemoterapia: que la sangre y el plasma los lleven a quirófano! —le indiqué a un enfermero que estaba a mi lado.
— ¡Vamos a quirófano! —les anuncié a los muchos policías que ya se habían acumulado dentro de la sala de shock.
A pesar de ese vértigo y de esa emergencia brutal, yo trataba siempre de mantener la docencia con los residentes. Esas sesiones muy breves, que yo llamaba “docencia a la pasada” o “revoleando tips”, eran muy útiles para ellos porque los obligaba a pensar muy velozmente y “en vivo”.
—¡Rengo! …¿Qué está lesionado acá? —le pregunté casi gritando para superar el gran ruido ambiental que había en la sala en ese momento, justo cuando estaban ingresando los otros dos reclusos heridos.
—Un caño grande, no sé… La carótida o la yugular —Marcelo R2 siempre sonreía levemente cuando respondía algo.
Jesús, el Profesor, el otro cirujano de guardia, se hizo cargo de los dos nuevos ingresos con su habitual y pacífica parsimonia, esa que parecía felizmente haber heredado de los Incas.
—Vayan ustedes a quirófano, yo me fijo en estos.
—Jesús, por favor, llamá al vascular: decile que venga a quirófano, que tenemos una herida vascular en el cuello.
En esa época los dos quirófanos del servicio de emergencias estaban en la misma sala de guardia y a solo treinta metros del shock room. En un minuto ya estábamos dentro de un quirófano, sin cambiarnos ni lavarnos. Un Marcelo ventilaba, el otro Marcelo apretaba el cuello del herido, y enseguida se nos unió un residente de tercer año de anestesiología que conectó el respirador mecánico. Los policías nos seguían todos los pasos y ya estaban allí también, con sus chalecos antibalas, sus armas largas y sus borceguíes embarrados.
Sabrina B.A. era la instrumentadora. Experimentada y responsable, le había sido avisado de antemano de la gravedad de esa lesión, y en silencio ya había preparado su mesa en la que no faltaba instrumental vascular. La conocía desde cuando yo era R1 y siempre trabajaba con mucha tranquilidad. Eso, sumado al entusiasmo del R3 de anestesiología que estaba presente, eran cosas a nuestro favor en ese difícil arranque. En contra: una lesión exsanguinante en la zona 3 del cuello, celebérrima por su temible acceso.
Con Marcelo R2 sin dejar de apretar contra la herida con su Foley colocada, posicionamos el cuello del paciente girándolo hacia la derecha, lo pintamos con iodopovidona y pusimos los campos. Reemplacé al R2 en esa compresión y él a su vez también se cambió. El R3 de anestesiología había solicitado de nuevo las unidades de sangre y plasma, las cuales aún no llegaban a quirófano.
—¿Cómo le entramos a esto? —le pregunté a Marcelo R3.
—…
—Va a estar muy duro, muy poco espacio para clampear. Hasta que llegue el vascular por lo menos… —le dije rápidamente.
No pude evitar cierta inquietud progresiva, relacionada con ese tipo de lesión que había leído pero que nunca había visto. Había venido a mi cabeza una imagen de un texto al respecto donde mostraban la subluxación de la mandíbula como un recurso para ampliar ese reducto mortal.
—Vamos a luxar la mandíbula —les anuncié a los Marcelos, que levantaron sus miradas hacia mí al mismo tiempo.
—¿Cómo hacés eso? —preguntó sorprendido Marcelo R3.
—Mirá, aprendí esto con Miriam, la traumatóloga.
Marcelo R3 abrió aún más sus ojos:
—¿Miriam? ¿Cómo?
—Ella reduce siempre las luxaciones de mandíbula. Se acolcha los pulgares con gasas enrolladas, y se los mete sobre la arcada dentaria de abajo —les expliqué, mientras les daba la vuelta a mis pulgares con gasas.
Los Marcelos se quedaron atentos mirando la maniobra, que parecía la de un boxeador preparando su vendaje para una pelea.
—Aquí la maniobra es al revés, para luxar...Los dos pulgares bien atrás, en la última muela. Empujar hacia los pies primero… ¡Y hacia el techo después! —agregué haciendo fuerza sobre esos molares.
Mi maniobra fue entusiasta, sentí un ¡plac!, y el maxilar inferior se desplazó un poco hacia adelante.
—¡Cuidado, me van a sacar el tubo! —de pronto exclamó el R de anestesiología.
—¡Tené la mandíbula traccionada así! —le pedí al Marcelo R2, para que no perdiéramos ese espacio extra de 2 o 3 centímetros que trabajosamente habíamos ganado.
Ese pequeño avance me dio coraje y de pronto me sentí poseído por una inusitada furia para ir a controlar ese sangrado demencial. Era una lucha cuerpo a cuerpo con esa lesión casi letal, y entonces nosotros debíamos ser muy agresivos si pretendíamos ganarle. Amplié la herida hacia caudal por delante del músculo esternocleidomastoideo y hacia craneal sobre la apófisis mastoidea, y seccioné sobre esta la inserción del esternocleidomastoideo. Retiré la Foley, volvió a salir otro chorro arterial y volví a comprimir localmente, esa vez ya con una gasa montada y de un modo más preciso. Le pasé esa gasa montada a Marcelo R2 y fui a buscar arteria la carótida primitiva para tener un control proximal. Coloqué un clamp en la misma y volví a la zona de la herida. Pero allí el sangrado, ahora mitad venoso y mitad arterial, se reiniciaba al retirar la compresión y a pesar del clampeo proximal. El espacio seguía siendo muy reducido para ver y trabajar, a pesar de todas nuestras maniobras, y sospeché de un sangrado retrógrado desde la arteria carótida interna.
Me quedé unos minutos interminables apretando fuertemente allí y pensando cuál debía ser el mejor paso siguiente.
El anestesista de planta en esa guardia era el experimentado M.R. Nunca me había resultado sencilla la comunicación con él, en parte por su particular personalidad y en parte por la brecha generacional que nos separaba. Mientras supervisaba atentamente a su residente, había observado en silencio todos nuestros esfuerzos en aquel escenario. De pronto, se acercó a mis espaldas y me habló al oído, mientras yo continuaba inmóvil comprimiendo a aquel géiser rojo.
—Pensar que no sería raro, que este tipo te pudiera matar en la calle por dos mangos…
Su frase me sobresaltó, y me sorprendió durante unos segundos. Estuve a punto de decirle algo, pero me contuve para no distraerme. En ese momento no quería pensar en otra cosa que no fuera el control de la hemorragia.
Los Marcelos se quedaron mudos y yo percibí en mí un sentimiento extraño. Era una mezcla de bronca y frustración por la dificultad para dominar la situación, pero también era la sensación de que dependía exclusivamente de mi mano que la vida de esa persona no saliera por allí. Como si yo fuera el emperador romano para el cual esos gladiadores combatían, y que con mi pulgar hacia arriba o hacia abajo fuera a decidir por sus destinos.
—…70 de sistólica, pero con muchos inotrópicos. —anunció el R3 de anestesiología —¡¿Está sangrando?! —preguntó mirando por arriba del campo de la cabecera.
De pronto, fastidiado ya con la situación, les dije a los residentes de cirugía:
—Está rejugado este paciente… ¡Vamos, vamos a ligar todo!
Sospechaba que realmente no había otra opción en ese terreno. Ni para nosotros ni para nadie, incluido el cirujano vascular que llegaría de un momento a otro. Bruscamente me sentí contento de avanzar en alguna dirección, así fuera a campo traviesa y por un terreno minado. Quería irme cuanto antes de quirófano y con esa hemorragia controlada de cualquier manera. Aunque eso significara ligar vasos y lesionar nervios de manera inevitable, en medio de toda esa anatomía deformada y desafiante.
—¡Vamos a organizarnos!... Rengo, aspirame a fondo con una mano y con la otra andá retirando la gasa para que pueda ver todo lo que sangra… Negro, no le aflojés al maxilar, traccionalo bien y tomá este separador para llevártelo más todavía — de pronto, con esas indicaciones simples y con volver a ponernos en movimiento me sentí más animado.
En el camino aparecieron varios sangrados venosos que fuimos ligando o suturando groseramente, hasta que vimos la vena yugular interna, abierta su luz de paredes claras. En ese momento me di cuenta de que estaba a mi lado, ya cambiado, el cirujano vascular de guardia pasiva. Mauro era joven y llevaba pocos meses en el HGU. Había llegado luego de una especialización en cirugía vascular en un centro privado, con mucho volumen de cirugías pero sin trauma vascular. Cuando le conté todo lo que habíamos hecho y lo que habíamos visto, se impresionó y lo noté rápidamente desalentado:
—Nunca vi una lesión de estas... Es casi imposible acceder ahí —se quedó pensativo y luego agregó— Dejame ver... Tratemos de reparar la yugular primero, para ver mejor.
Comenzó a disecar.
—Esta es la yugular.
La tomó entre pinzas, pero esa vena estaba maltrecha y se desgarró más aún. Decidió cerrarla con suturas en ambos cabos. La maniobra se tornó laboriosa, pues el campo se estrechaba por una gasa que yo sostenía con mucha presión al lado y con la cual deteníamos aquel sangrado arterial profundo y alto, ese que nunca había cesado del todo desde que el paciente había ingresado al hospital.
Con las suturas el sangrado venoso cedió. Entonces volví a sentirme inquieto, y le dije:
—Dejame tratar de acceder ahí, y te dejo la arteria para ver qué podés hacer…
Mauro no se opuso. Comencé a disecar en torno a un hisopo que le pasé a él para que continuara apretando hacia la profundidad. Recordé de inmediato mis años como ayudante de anatomía, cuando disecaba cadáveres en el anfiteatro, y esos recuerdos vinieron a ayudarme. Identifiqué el músculo digástrico y lo seccioné. Palpé la apófisis estiloides y pedí una gubia. Con ese instrumental arranqué a esa apófisis de su inserción en la base del cráneo de modo de ganar espacio.
El cuchillo se ensañó con él.
Y ahora yo me ensaño con su anatomía, persiguiendo sangre.
Introdujimos los separadores más profundamente, traccionamos más del maxilar inferior hacia adelante, y entonces sí, con liberaciones transitorias del hisopo pudimos ver parcialmente, allá arriba, la carótida interna destrozada. Mauro colocó un clamp en el cabo proximal, pero el cabo distal tenía una hemorragia retrógrada y se perdía junto al hueso en la base del cráneo. La visión se dificultaba cada vez más por un sangrado difuso que me pareció tenía ya un nuevo componente: coagulopatía. Cada nuevo intento de clampeo distal chocaba contra el hueso del cráneo y cada vez desgarraba un poco más la arteria.
El cirujano vascular estaba transpirando y había empapado su gorro.
—Pará, recoloquemos un packing con gasa…bien apretado —le dije para que se tomara un respiro.
—Gases horribles… 7.05 de PH —anunció el residente de anestesiología, quien no paraba de trabajar con las vías venosas e incluso había agregado una más en un miembro inferior.
Pensé en que pusiéramos un shunt con un trozo de catéter o sonda para reemplazar el tramo faltante de la arteria, a modo de control de daño vascular, pero descarté esa idea antes de proponerla. Las mismas dificultades que estábamos teniendo para tomar el cabo distal de la arteria, las íbamos a tener para asegurar ese mismo cabo del shunt de modo que no se desalojara luego. El packing, por otro lado, se embebía rápidamente de sangre de color rojo rutilante, un signo de alarma que conocíamos de larga data. Lo llamábamos Peligro Packing Rojo: un aviso de fracaso del método y de que debíamos emplear otro método para controlar la hemorragia.
—Está con 70 de sistólica, y altas dosis de inotrópicos… ¿Qué van a hacer? —preguntó inquieto el R de anestesiología.
Entonces bruscamente, Mauro dijo:
—Lo único que podemos hacer es meterle un catéter de Fogarty... Pero lo neurológico no sé cómo va a andar.
Su declaración me provocó una alegría un tanto inexplicable, teniendo en cuenta lo catastrófico que era todo eso. Pero de repente me sentí eufórico, y comencé a agitar mi cabeza:
—Buenísima, loco, metéselo… ¡Metéselo!
Tras algunos intentos infructuosos y algunas pérdidas más de sangre, Mauro consiguió embocar ese catéter dentro del cabo arterial distal de la carótida interna, e infló su pequeño balón.
Entonces, por primera vez en la tarde, ese sangrado arterial que nos había enloquecido se detuvo.
Solo quedó un sangrado más leve, difuso y sin coágulos.
—Bueno…Packing y vámonos ya, por favor —supliqué.
Miré al residente de anestesiología, que no había parado de colgar y descolgar bolsas de hemoderivados, sangre y plasma, y de infundir drogas vasoactivas. Le anuncié que nos íbamos, y agregué:
—¡Muy buena tu anestesia! …Te la bancaste, ¡te felicito!
Sentí que debía reconocer su entrega. El R3 de anestesiología me miró contento y orgulloso, señalando su monitor con 90 de sistólica. Para él había sido una enorme experiencia todo aquello, y también la oportunidad de mostrar un notable desempeño bajo la mirada distante de su superior.
Para nosotros, en cambio, esa herida por arma blanca en la base del cráneo había resultado ser una pesadilla.
Recolocamos el packing en todos los recovecos anatómicos que habíamos creado y en toda la incisión, y lo sujetamos con puntos de piel para que no se desalojara. En ese momento pensé en transformar la cricotiroidotomía en una traqueostomía, pero la coagulopatía que había surgido me hizo desistir entonces de ese gesto. El paciente lucía muy mal, sangraba por el tubo orotraqueal y su cara era la de un muñeco monstruoso e inflado, con una mezcla de aire subcutáneo y de hematomas más su cavidad bucal rellenada con gasas.
Cuando salimos con el paciente de quirófano, tomé noción de la verdadera cantidad de sangre perdida en el suelo, con más de veinte baldosas manchadas, así como también de la gran cantidad de bolsas vacías de sangre y plasma desparramadas por todos lados.
Lo que siguió a continuación fue un viaje a toda velocidad hasta la unidad de cuidados intensivos. En ese momento, en el cual ya no sangraba, yo solo deseaba ponerlo allí vivo. Cuanto antes. No pedía nada más.
En quince minutos lo acondicionamos en la cama de la UCI y dejamos a los intensivistas trabajando arduamente para reanimarlo, en un contexto sombrío. Si bien lucía más compensado hemodinámicamente, por otro lado estaba helado, tenía un color grisáceo y mostraba ambas pupilas dilatadas.
Cuando salí de la UCI pensé que era prácticamente imposible que sobreviviera.
Volví a la sala de guardia y en ese momento me crucé con Jesús, que ingresaba a quirófano con uno de los otros reclusos heridos. Ese paciente tenía una herida punzocortante en el hemitórax izquierdo bajo, por lo cual el Profesor le había colocado un drenaje pleural y se aprestaba para realizarle una video laparoscopia, de modo de descartar así a una lesión diafragmática.
Me cambié de nuevo para ayudarle, pero antes de hacerlo volví al quirófano de al lado, donde nosotros habíamos estado operando minutos antes. No lo habían limpiado aún, y cuando volví a entrar ahí tres flashes atravesaron mi cabeza. Tres luces veloces que me dejaron pensativo durante unos minutos.
Lo que habíamos visto un rato antes en ese mismo lugar, había venido a decirnos como un heraldo sombrío que ante el Trauma siempre debíamos estar preparados para cualquier cosa y preparados para lo peor.
Que lo que habíamos hecho un rato antes en ese lugar había mostrado una vez más que todos los pacientes eran iguales para nosotros. Que desplegábamos por igual en todos ellos la misma energía para intentar salvarlos. Ellos aparecían ante nuestros ojos como un conjunto de lesiones para reparar y nosotros solo queríamos sacarlos vivos del quirófano. A ese asesino igual que a cualquier víctima de una colisión de tránsito o cualquier otro traumatizado.
Y que aquello que había precipitado la historia de esa tarde era algo difícil de entender. Porque a pesar de todo lo que veíamos día a día, aún costaba creer en semejante escalada de violencia. Y en lo que había ocurrido: volver a matar. Esa vez, dentro de la misma prisión. Dentro de un mismo y pequeño apocalipsis marginal.
El autor: Dr. Guillermo Barillaro: Médico. Oriundo de Tandil, provincia de Buenos Aires, Argentina. Ha dedicado toda su carrera profesional al área de la Cirugía de Urgencias, del Trauma y de los Cuidados Críticos, tanto en la faz asistencial como en la docente y académica. Es miembro de la Asociación Argentina de Cirugía y de la Sociedad Panamericana de Trauma, e instructor del curso internacional ATLS (Apoyo Vital Avanzado en Trauma), programa de entrenamiento orientado a médicos para el manejo inicial de los pacientes traumatizados.