Historias de un cirujano de trauma

2 litros en el sifón

Un trauma cerrado de tórax con PCR; una decisión dramática que desafía el nihilismo médico

Autor/a: Guillermo Barillaro

4.00 a.m.

Me despertó el grito de ¡cirujano! ¡cirujano! que provenía desde el pasillo oscuro del subsuelo, al cual daban las habitaciones en las que dormía el personal de guardia.

A pesar de la cefalea y del malestar instantáneo que experimenté, eso no impidió que visualizara una hipótesis de lo que podía estar sucediendo.

Un paciente muy grave.

A tal punto que el residente no pudo bajar a avisarme.

—¡Voy! — grité, y me  puse los zapatos.

Salí al pasillo donde vi como un enfermero se alejaba corriendo en la oscuridad, hacia la luz que llegaba desde la sala de médicos. Comencé a correr detrás de él y crucé la sala, que estaba desierta  aunque con su  televisor  encendido. La escalera circular me llevo directamente a un shock room ruidoso, donde había mucha gente en torno a la camilla central, esa en la que solían colocar a las urgencias más importantes.

Carlos 9, R2, y el Flaco Madero, R1,  estaban insertando un drenaje pleural en el hemitórax izquierdo de un joven pálido e hirsuto, mientras el emergentólogo Lucas N. le estaba realizando la intubación orotraqueal.

—¡¿Que le pasó?! — pregunté.

—Un accidente de moto— respondió Lucas mientras  aseguraba el tubo orotraqueal—…. ¡Tenía signos vitales cuando ingresó!

El tubo de tórax que habían introducido los residentes  comenzó  a drenar sangre roja con un flujo alarmante, como si fuera una catarata, hacia el frasco sifón que estaba en el suelo.

2 litros en el sifón.

Casi la mitad del alma del paciente ya está en ese frasco inerte.    

Un  residente de imágenes, Ariel, se había aproximado con la intención de realizar una ecografía abdominal, pero tomé de su mano al transductor y lo puse sobre el tórax del paciente. Vi al corazón con escasos latidos, que parecían en cámara lenta.

Se está parando. Somos testigos de este paro.

Y esa bocha roja en la que se ha transformado el sifón, ahí  abajo, en el piso, nos indica que hacer.

Hay que entrar, masajear al corazón, y meter alguna pinza para detener este sangrado torrencial.

Y lo más probable que se necesite será clampear el pedículo pulmonar, para detener la hemorragia desde algún vaso lacerado por desaceleración.

—¡Vamos, Carlos, toracotomía!

Le quité la tapa a la caja de  toracotomía que estaba a nuestras espaldas y la arrojé por arriba del biombo. Como era habitual en esos casos comenzamos a desplegar sobre el paciente  las bandejas de instrumental  y a romper el papel que las envolvía.

—¡Flaco, ponele un tubo del lado derecho! —al Flaco  Madero.

—¡Señora, llame a hemoterapia y que nos  traigan seis unidades de sangre 0 negativo! —a una enfermera que estaba a los pies de la camilla. 

En un traumatismo cerrado con detención cardiaca podían existir otras causas para esa parada,  además de un shock hipovolémico. Era un escenario mucho más complejo que el del paro asociado a un trauma penetrante, en el cual las causas de ese colapso solían estar en el trayecto del elemento agresor. En un traumatismo cerrado de gran magnitud  podían estar presentes todo tipo de lesiones, distribuidas en un abanico difícil de descifrar en la emergencia. Ingresar en ese tórax era como adentrarse a toda velocidad en un terreno desconocido, y eso podía tener consecuencias impredecibles. Así, podría ocurrir que solo fuéramos espectadores de como  el joven terminaba de exsanguinarse, sin que pudiéramos hacer nada. Pero estaba claro que  no había otra opción, si realmente pretendíamos ofrecer alguna remota chance de supervivencia  a ese pobre muchacho.

Lejos en el tiempo quedó ese sentimiento frágil, en el cual habitaba el temor paralizante de sufrir una frustración.

“¿Para que lo vas a abrir? Todos esos pacientes con trauma cerrado y paro cardiaco mueren”.

Una frase nihilista que le habíamos escuchado decir a muchos y que parecía anticiparse para definir el destino. Una afirmación de otros que había generado  en un comienzo una idea de resignación en nosotros.  Hasta que el desfile incesante de traumatizados que presenciamos  en ese recorrido terminó cambiando en nosotros ese temor por otro: el de no hacer todo lo que estuviera a nuestro alcance para ayudar al herido.  

Decidí hacer yo esa toracotomía de reanimación y no dejársela a Carlos, dado lo complejo del cuadro de un traumatismo cerrado.  Me coloqué un barbijo, un camisolín y un doble par de guantes, gestos mecanizados y frenéticos antes de realizar ese procedimiento. La pasada del bisturí mostro planos exangües, hasta que ingresé en la cavidad pleural. Completé la apertura del espacio intercostal con tijera, y luego de nuevo con el bisturí seccioné cartílagos costales a ambos lados de la herida. Entonces coloqué el separador intercostal de Finochietto y comenzamos a ver el interior del tórax.

No provino desde esa cavidad ningún torrente de sangre. El tubo colocado por Carlos parecía haber sido muy efectivo para drenar todo el hemotórax masivo. Y el drenaje pleural derecho  colocado por el Flaco Madero no tenía ningún débito.

No tiene más sangre en la circulación. 

O no sangra porque está en paro cardíaco.

El saco pericárdico no mostraba ninguna lesión, así como tampoco el pedículo pulmonar izquierdo. Realicé un rápido masaje cardiaco para no perder tiempo  y noté que había algunos latidos espontáneos. Tomé el saco pericárdico entre dos pinzas y lo incidí con tijera, para luego ampliar de modo longitudinal esa pericardiotomía. No había sangre dentro del saco y el corazón lucía pequeño y colapsado. Comencé a masajearlo con las dos manos, con la maniobra que denominábamos ”el aplauso cardiaco”, y entonces percibí que el dorso de la mano que tenía debajo del corazón tomaba contacto con una masa.

Un hematoma en el mediastino posterior.

Está rota la aorta descendente.

Clásica lesión por desaceleración.

Increíble que haya llegado vivo al hospital.

No creo que se salve.

Pero hagamos todo lo que se puede hacer.

Y lo primero será no clampear la aorta, para no exacerbar esta hemorragia. No cerrar la compuerta del dique, para que sus aguas no rebalsen.

—¡Llená el tórax con gasas! ¡Atrás, contra  la columna! Me parece que tiene rota la aorta…—a Carlos.

—Progresale el tubo así se mete en el bronquio derecho, estamos comprimiendo el pulmón izquierdo…—a Lucas.

Como otras veces cuando realizábamos esa toracotomía en la sala de emergencias, se abatía de pronto un silencio denso alrededor  y mi voz dando indicaciones comenzaba a oírse más claramente. Nuestro emergentólogo introdujo aún más el tubo orotraqueal, de modo  ventilar solo el pulmón derecho. Esa maniobra era nuestra intubación selectiva de emergencia cuando realizábamos una toracotomía izquierda, y desinflaba el pulmón de ese lado  para darnos más campo operatorio. Entonces Carlos pudo  colocar el taponamiento con gasas de un modo más ajustado contra el mediastino posterior, ahí donde yo pensaba que estaba ese foco hemorrágico casi letal.

Luego de un minuto de masaje el corazón comenzó a latir por sí mismo, mientras Lucas infundía Ringer lactato a chorro por gruesas vías venosas que habia en el miembro superior derecho y en la vena femoral derecha.

Ahora o nunca.

—¡Avise a quirófano que subimos!— le indiqué a una enfermera, mientras comenzamos a mover la camilla junto con el Flaco y Carlos.

Lucas  se dedicaba solo a ventilar  y yo levanté los recipientes de Ringer sobre mi cabeza con una mano mientras con la otra empujaba la camilla.En ese viaje veloz por el pasillo nos topamos con la técnica de hemoterapia, quien al vernos cambió su  dirección y nos acompañó  hacia el quirófano, junto con las preciadas bolsas de sangre que traía. Una enfermera  custodiaba la puerta abierta del ascensor y eso nos permitió llegar de inmediato al quirófano. Dada la gravedad del caso la marcha siguió detenerse hasta la misma mesa de operaciones, adonde  transferimos al paciente. El anestesiólogo Vercauteren, compañero de mil guardias, y su residente comenzaron a monitorear todo lo relacionado con el paciente y continuaron con la reanimación, mientras la instrumentadora Karina C. ya estaba armando la mesa.

—¡Instrumental vascular! ¡Todo! — a Karina.

—¡Llamá al cirujano vascular de guardia!— al Flaco.

Celia era la otra instrumentadora y comenzó a oficiar como personal circulante en la sala. Colocamos  un realce detrás del lado izquierdo del tórax, de modo de tener un mejor acceso al mediastino posterior. La toracotomía resuscitativa anterolateral que ya habíamos hecho no era la mejor vía para esa región, la zona sospechada de tener la explosión,  pero la grave condición hemodinámica del joven impedía colocarlo en otra  posición. Nos cambiamos junto con Carlos y fuimos a examinar de cerca al packing torácico. Su color era rosado, lo cual alentaba a pensar que no estaba siendo desbordado por un sangrado fulmíneo.

—¿Verca, como estamos? …Creo que es la aorta desgarrada, pero este packing parece efectivo. Vamos a aprovechar unos minutos  para que ustedes lo reanimen con sangre y para que  consigamos más vías venosas… Nosotros vamos a canalizarle la safena en la ingle, un buen caño.

Vercauteren era enorme y silencioso, una torre  que se erguía en la cabecera del paciente, como si fuera parte de las fortificaciones defensivas en las que resistíamos el asedio de un enemigo poderoso. Un castillo dentro del cual en esa instancia ya teníamos a un soldado  moribundo. Pero había algo de gran valor en ese combate: estar junto con Vercauteren. Porque él y yo  compartíamos la misma filosofía de trabajo, a ambos lados de esa tela que se levantaba  encima del cuello del paciente. Los dos, sin hablar entre nosotros, íbamos a hacer todo lo que se pudiera hacer, e íbamos a continuar hasta que desaparecieran los signos en el monitor. Yo no tendría que preocuparme acerca de la reanimación o de que realmente agotáramos todos los recursos: descontaba que eso estaría sucediendo por parte de anestesiología, mientras nosotros lucháramos en un campo sangriento.

Vercauteren y su residente colocaron una vía venosa en la subclavia derecha, aprovechando que el tórax estaba también drenado de ese lado. Al mismo tiempo, nosotros pusimos una guía de suero directamente dentro de la vena safena en la ingle izquierda, uno de mis accesos favoritos dado el gran flujo de hemoderivados que permitía.  Con esas dos nuevas vías aumentamos el caudal de la transfusión masiva que se le estaba dando al paciente, mientras el residente de anestesiología solicitaba más unidades de plasma y de plaquetas.

Estaba satisfecho de tener accesos venosos gruesos para reanimar a un paciente casi exsanguinado, pero también estaba muy inquieto con respecto al tórax. Sabía que a medida que la perfusión mejorara también aumentaría la presión arterial, y entonces pronto  resangraría la lesión original.

Una bomba con una detonación inicial, y luego con otra detonación retrasada.          

Volvimos enseguida a la zona de fuego, mientras el Flaco Madero se cambiaba luego de comunicarse con el cirujano vascular.

— ¿Quién viene? —le pregunté al R1.

—Angelicca.

Tome un respiro y celebré que  Lucio Angelicca viniera en camino. Era un excelente cirujano vascular, le interesaba mucho el trauma y éramos contemporáneos, todo lo cual ya quería decir mucho a la hora de manejar  traumatizados graves. Sumar eso a que el paciente continuara  vivo y a  que nosotros ya estábamos  abordándolo en el quirófano,  me dio bruscamente energías y esperanzas, en medio de una acción que nunca había emprendido: operar un desgarro de la aorta torácica a raíz de un traumatismo torácico cerrado.

Hasta que el cirujano vascular llegara, ganaríamos la mayor cantidad posible de lo más valioso para ese paciente: tiempo. Y en ese lapso llegaríamos hasta donde se pudiera. Sentía que estaba flotando encima del traumatizado y que todo eso podía finalizar abruptamente, de un momento a otro. Pero estaba ansioso por actuar y que se definiera la situación lo antes posible.

Nunca había visto operar una lesión de ese tipo, la cual por otro lado era una rareza en un paciente que llegara vivo a un centro de urgencias: la gran mayoría de esos pacientes solían morir en las calles. Pero conocía las técnicas de reparación de ese tipo de lesiones,  y había practicado mucha disección cadavérica en mi pasado como docente de anatomía. No le temía tanto al daño local del traumatismo como sí a un colapso sistémico inminente. Me coloqué a la izquierda del paciente, y le indiqué  a Carlos que se quedara frente a mí y al Flaco Madero a mi derecha, para que pudiéramos interactuar mejor.

Este abordaje no es lo mejor para la aorta, pero no hay otro posible ahora.

Vamos, se juega todo acá.

Ampliar el campo, clampear donde termina el cayado de la aorta, clampear por arriba del diafragma, y entrar en el hematoma.

— ¡Cizalla!

Seccioné el esternón y volví a girar la  manivela del Finochietto. El campo se amplió notablemente, y entonces  ligamos los cuatro cabos de las arterias mamarias cortadas en la sección del hueso. Percibí arritmias en el monitor y silencio agitado en los anestesistas. Comenzamos a irrigar con suero caliente al packing voluminoso que habíamos colocado en el hemitórax izquierdo, y a retirar esas gasas lentamente. Los residentes se llevaron el pulmón izquierdo hacia la derecha y pude comenzar a ver el hematoma mediastínico que rezumaba sangre roja. Me dirigí  hacia el vértice de la cavidad torácica,  en ese camino de cornisa donde podíamos desbarrancarnos en cualquier momento, a buscar en el terreno el primer jalón que nos orientara: la arteria subclavia izquierda. Abrí la pleura mediastínica sobre la silueta borrosa de esa arteria, y la rodeé con una disección con tijera primero y luego ya con una lazada de silicona para conservar su reparo. Seguí el trayecto de ese vaso hacia el cayado aórtico, y entonces encontré otras siluetas poco definidas en medio de una infiltración rojiza de los tejidos: el propio cayado aórtico y el tronco de la arteria carótida primitiva izquierda. Disequé los tejidos en torno a esos vasos, los cuales aparecieron con una forma más definida. Entonces coloqué un clamp de Glover angulado a ese nivel del cayado, entre el nacimiento de la carótida y el de la subclavia. Ya teníamos el control proximal asegurado, y en ese momento noté que estaba respirando rápidamente, que estaba operando con cierto nervio y apuro, con temor de que todo eso que estaba viviendo se acabara bruscamente.  Fui a la base del tórax y los residentes me siguieron con su separación.  Busqué a la aorta descendente distal atrás, contra la columna dorsal. Palpé la sonda nasogástrica que Vercauteren había colocado en el esófago  y ubiqué por detrás a una aorta pequeña, a la cual rodeé y volví a ajustar con otro clamp de Glover. Ese control vascular me tranquilizó un poco, y nos arrojamos sobre el foco hemorrágico, con una disección que combinó el uso de la tijera y de mis dedos.  Esa exploración drenó sangre y  coágulos, y acabó mostrando un hallazgo brutal: los dos cabos anfractuosos de la aorta descendente totalmente seccionada, separados entre sí por cinco centímetros. Algo que nunca había visto en un traumatizado vivo.  Admiré fugazmente la tenacidad que había tenido ese  hematoma previo para preservar la vida, una reacción defensiva del organismo para la supervivencia con milenios de antigüedad.  Pensé que nosotros debíamos estar a ese mismo nivel de lucha por la vida, y le pedí una prótesis de dacron a Karina para realizar una interposición como método de reparación arterial. Temía preguntarle a Vercauteren acerca de como estaba el paciente. No quería pensar en otra cosa que no fueran todos los pasos que restaban para concluir la intervención. Y pensar en como llevar a cabo cada uno de ellos del mejor modo y lo más rápido posible era nuestro refugio en ese momento.

— ¡Vamos! ¡Tiene que zafar!

Arengué a los residentes porque  necesitaba de ellos la máxima concentración para lo que seguía. Vi lo que nos rodeaba: el numero 90 de la presión arterial sistólica en el  monitor, las bolsas de sangre y plasmas colgadas y goteando, y la bomba de drogas vasoactivas funcionando. Y como nosotros estábamos apretados en medio de todo eso. Solo había una dirección posible y era hacia delante. Coloqué más arriba en la aorta descendente al clamp distal, desbridé los bordes de ambos cabos, corte la prótesis y comencé a pasar puntos entre el cabo aórtico proximal y la prótesis. Utilicé una sutura de polipropileno con dos agujas y comencé en el lado opuesto, de  modo de finalizar de nuestro lado, más cómodamente.  Fui pasando  los hilos sin ajustar las suturas, a las cuales dejé suspendidas con la  técnica que llamábamos “del paracaídas”, de forma de disponer de más espacio para ver mejor y suturar mejor ambos bordes. A medida que me fui acercando por ambos lados hacia el sector más superficial de la sutura, comencé a ajustar a la misma, y la anastomosis proximal se concretó.

— ¿Qué es esto? —preguntó  Lucio Angelicca, asomándose al campo operatorio entre el Flaco y yo.

—Rotura de aorta descendente— le respondí de inmediato, con cierta excitación —cambiate por favor.

Lucio observó  el campo operatorio, luego el monitor, después el rostro del paciente, y finalmente de nuevo el tórax abierto. Pareció dudar durante unos segundos,  pero no pronunció ni una palabra y fue a lavarse.

Experimenté una vaga y transitoria alegría por esa presentación que le estaba realizando al cirujano vascular. Siempre deseaba realizar una consulta a esos especialistas de esa manera: en la sala de operaciones, con los clamps colocados  y con el cuadro listo para tomar decisiones acerca de la reparación arterial. Pero esa vez  pensé que él no creía lo que yo le estaba contando.                                                             

Mientras se lavaba, coloque otro clamp en medio de la prótesis y aflojé levemente el clamp del cayado aórtico, para chequear la hermeticidad de la anastomosis que habia hecho. Brotaron chorros de sangre en dos sectores y reajusté el clamp.

—No se puede creer, nunca vi un paciente así …—Lucio ya estaba en el campo, con sus lupas puestas, y entonces me pasé al otro lado de la camilla, para dejarle el lugar del cirujano—...Operé solo dos y  48 horas después, que habían entrado compensados, porque no habíamos podido conseguir la endoprótesis…¿Cómo está? —y miró a Vercauteren.

—Mas o menos, inestable—le contestó el anestesista, que no dejaba de colgar bolsas de sangre y plasma  en los múltiples accesos venosos que ya tenía el paciente.

—Sangró en dos puntos recién, cuando le solté el clamp..

—Esta prótesis es algo grande…

—Pensé que estaba colapsada la aorta y que luego tendría más diámetro — acoté, preocupado por su comentario.

—No importa, vamos a meterle… ¿Cuánto lleva de clampeo?

—15 minutos, más o menos…

Lucio quedó en el centro, con el Flaco a su derecha y con Carlos y conmigo enfrente. Optimizamos todo en el campo operatorio: la separación, la luz y las ayudantías. Con la experiencia del vascular en su especialidad y con la mía  como primer ayudante, la intervención tomó un ritmo vertiginoso. Traté de no pensar que ese paciente ofrecía solo una pequeña y frágil oportunidad de supervivencia, la cual dependía de sus reservas y de nuestra perfección para terminar de operarlo. Y que todo eso podía esfumarse en cualquier momento.

Lucio agregó varios puntos en la anastomosis que yo había realizado y esa hemorragia se detuvo. Pasó al sector distal de la prótesis y confeccionó rápidamente la otra anastomosis. Antes de finalizarla, soltó el clamp proximal y dejó que saliera algo de sangre por esa brecha. Luego de completada la sutura vimos que había algunos sectores donde brotaba sangre, lo cuales necesitaron puntos adicionales. Pensé en la coagulopatía visible en el terreno húmedo y rojo de toda  la cirugía, y si sería necesario colocar un taponamiento con gasas. Siempre era más difícil e infrecuente tomar la decisión de un control de daños en el tórax que en el abdomen. Miré hacia arriba y volví a ver las banderas de sangre y de plasma enarboladas, los estandartes de ese pequeño ejército que habíamos sido en el combate.

— ¡Vamos, dos drenajes y a cerrarlo! Lucio, anda a escribir lo tuyo si querés…

Lucio se apartó, se quitó el camisolín, y mirando a todos con detenimiento dijo:

—Quiero felicitarlos a todos… Este caso es durísimo, y es increíble el esfuerzo de todos ustedes. Como lo encararon, desde la guardia, y la anestesia, Verca, una anestesia de puta madre…

Su reconocimiento pareció ubicarnos en lo que estaba pasando, y  nos dio un breve aliento en esa carrera loca por sacar vivo al paciente del quirófano. Continuamos, y cerramos el tórax a toda velocidad. El paciente no mostró signos de mayor falla cardiaca o ventilatoria en esa culminación. Quería que cuanto antes estuviera en Cuidados Intensivos. Mientras aún recibía sangre, plasma y plaquetas,  preparamos su salida y envié al Flaco Madero a la UCI para que avisara que íbamos para allí.  A su regreso le solicité que se quedara custodiando la puerta abierta del ascensor, de modo que no perdiéramos ni un segundo en el traslado.

No encontramos ningún familiar fuera del quirófano y en pocos minutos llegamos a la UCI. Lo transferimos a una cama y el  residente de Cuidados  Intensivos comenzó a regular el funcionamiento  del respirador y de las bombas de las drogas vasoactivas. Me quedé unos minutos al lado de la cama para controlar el débito de los drenajes pleurales, el cual era serohemático y abundante. Esperaba eso, y esperaba  una coagulopatía rebelde. Y distress, y fallas orgánicas. Toda una tormenta que ya se avecinaba. El objetivo de sacarlo vivo de quirófano se había cumplido. Pero a partir de ese momento  faltaba la otra mitad, el segundo tiempo. Si el primero lo habíamos jugado dentro de la cancha y había transcurrido en forma volátil y ardorosa,  al segundo lo viviríamos desde el banco de suplentes y sería más lento y angustioso. 

Lucio me sacó de esos pensamientos.

—Che, tuve que separar a Verca y al terapista... ¡Se fueron a las manos!

—….¡¿Qué?!

—Sí, parece que el terapista le recriminó mal, dijo que no le habían avisado que el paciente venia…

Vercauteren era muy callado, hablaba sobre todo a través de sus gestos y sus acciones de practicidad efectiva. Todo lo que hacía estaba rodeado por un halo de respeto, y nunca lo había visto reaccionar de un modo agresivo. Pero imaginaba tensiones inevitables  que podían hacerlo estallar, tanto como en mi propio caso. Era imposible no atravesar turbulencias emocionales en ese ambiente, donde el personal en instantes debía tomar decisiones y sortear obstáculos con pacientes que estaban al límite. Límite de vida o muerte. Después, cada uno lo manejaba a su manera, y ese modo no siempre resultaba igual, pudiendo colisionar con el de los otros. Era en ese desafío y en esa lucha cotidiana donde se gestaba un desgaste personal inevitable y silencioso, el cual podía crecer lentamente hasta de pronto emerger a la vista de todos.    

Pasé por la sala de médicos de Cuidados Intensivos, y vi a través de la puerta entreabierta al médico de guardia, sentado en soledad, con la cabeza gacha  y tomándose el cuello con  una mano. Estuve a punto de entrar y hablarle, pero decidí no hacerlo. Fui a buscar a Vercauteren y no lo encontré, ni en quirófano ni en su habitación del subsuelo. Iba a llamarlo por teléfono, cuando en la pantalla del móvil aparecieron mensajes  de Carlos 9 acerca de nuevos traumatizados que habían ingresado. Esa información me distrajo y cambié mi dirección hacia el shock room. El final de esa guardia y el amanecer nos encontrarían en el tomógrafo, viendo las imágenes de un par de jóvenes que habían volcado con un auto.

La euforia  y la excitación que me habían llegado luego de aquella cirugía aórtica y luego de aquella inesperada sobrevida inicial, comenzaron a diluirse lentamente en los días siguientes. El paciente empezó a desmoronarse y sus órganos a fallar. Fue una especie de muerte lenta en la que hubo algo de tiempo para adaptarnos y resignarnos. La desilusión llegaría, aunque quizás algo más amortiguada que si el paciente hubiera fallecido en el día de su ingreso al hospital. No tuvo la dureza de una muerte en quirófano, con su testimonio directo de que habíamos fracasado para controlar la hemorragia. El joven había claudicado lentamente por agotamiento, y eso resultaba menos difícil de aceptar.

En esos días de reflexiones, acerca de los  límites de nuestras capacidades y acerca de  sensaciones de derrota, me sorprendió un llamado telefónico. En esa oportunidad de otro anestesiólogo amigo, para contarme que a Vercauteren lo habían hallado con un cuadro severo  de descompensación hemodinámica y de trastornos  hidroelectrolíticos. Había sucedido varios días atrás, debieron hospitalizarlo, y luego ya lo habían derivado a un centro de rehabilitación en la Capital. La noticia me sacudió y me quedé sin poder emitir ninguna opinión. Durante varios días pensé mucho en mi antiguo compañero de guardias y traté de comunicarme con él, pero eso no resultaría posible, ni en esa semana ni en los meses siguientes,  dado que lo habían aislado de su medio laboral como parte de un largo y difícil tratamiento.

No pensé en los motivos que podían haberlo llevado a Verca a caer en ese pozo. Solo pensé en la barrera invisible que había estado entre él y yo durante tanto tiempo, y que me había impedido darme cuenta que algo no andaba bien. Lo había visto trabajar  desde muy cerca, siempre en forma incansable y en silencio, sin queja alguna, y había celebrado ese hecho como a una virtud. Entonces pensé en lo que realmente podía ocultarse detrás de esas imágenes que retornaban a mí desde el pasado. Una navidad sangrienta, en la cual habíamos operado  durante toda la madrugada a cuatro apuñalados, a los cuales él fue anestesiando uno tras otro, sin inmutarse, trabajando sin parar, solo,  sin residentes a su lado. Noches extensas en las cuales dejábamos de operar solo cuando ya no había más  pacientes para operar. Y  tantos otros momentos similares, donde no había tiempo para conversar entre nosotros acerca de algo que no fuera el trabajo que hacíamos. 

Supe reconocer cuando el alma de un paciente se iba por un drenaje pleural. Pero no supe darme cuenta  que un compañero, a quien admiraba y quería, estaba dejando su alma en ese ambiente, que él también estaba dejando más de dos litros de sí, ahí mismo donde trabajábamos sin pausas. No dispuse de esa habilidad, como si toda nuestra atención y energía hubiera sido succionada, tabicada,  por la obligación de brindarnos a los pacientes que aparecían por todos lados. En medio de ese torbellino, había carecido de la suficiente empatía y  conciencia como para  ver que mi compañero había dejado de ser libre y feliz; me había faltado la capacidad para percatarme de que estaba siendo secuestrado por fuerzas  extrañas y poderosas que lo alejaban de todo.

3 años después. 10.00 p.m.

No reconocí el número del teléfono desde el cual me estaban llamando. Pensé que podía tratarse de algún paciente conocido, que cursara un postoperatorio, o bien  de una nueva urgencia. Tomé el llamado, y cuando oí la voz no la reconocí tampoco.

Debió decirme quien era.

Era Vercauteren.  

Fue como si un rayo hubiese caído en mi casa en ese momento, y electrificara  todo lo que me rodeaba y a mí mismo. Y que con una luz muy potente iluminara un carretel de recuerdos que pasaron a gran velocidad.

Su voz de a poco comenzó a parecerse a aquella que yo conocía, con la misma serenidad y el mismo tono bajo. Me contó  todo, sin vueltas, como la misma claridad con la que siempre lo había visto trabajar. Que estaba de regreso, luego de un largo viaje de oscuridad y dolor. Que había logrado salir finalmente de una prisión enloquecedora donde las promesas y el sufrimiento se iban turnando. Y que había comenzado de nuevo, lejos, en otra ciudad. Como si le fuera necesario otro espacio y otro tiempo  para resetearse por completo.

En ese momento solo deseé que tuviera paz.

Ya no me importaba si volvería a trabajar conmigo,  si seguiría trabajando fuera del área de la cirugía y de la anestesiología, o si ni siquiera trabajaría como médico. Solo quería que de algún modo  lograra ese bienestar íntimo, esa calma que todos buscábamos.

Todos.

Lucio, Carlos 9, el Flaco Madero, Vercauteren, el intensivista que se  peleó con Vercauteren, yo.

Todos lo intentábamos a nuestra manera. Siempre. Aunque a veces nos quedáramos ciegos y perdiéramos  noción de los demás. Aunque a veces perdiéramos conciencia de como cuidarnos, y entonces dejáramos dos litros de nosotros en un colector.


 
  El autor
 
Guillermo Barillaro
Médico. Oriundo de Tandil, provincia de Buenos Aires
Ha dedicado toda su carrera profesional al área de la Cirugía de Urgencias, del Trauma y de los Cuidados Críticos, tanto en la faz asistencial como en la docente y académica.

Es miembro de la Asociación Argentina de Cirugía y de la Sociedad Panamericana de Trauma, e instructor del curso internacional ATLS (Apoyo Vital Avanzado en Trauma), programa de entrenamiento orientado a médicos para el manejo inicial de los pacientes traumatizados.