Historias de un cirujano de trauma

La noche bajo agua

El hospital inundado pero el trabajo continúa

Autor/a: Guillermo Barillaro

La misión: llevar al paciente de regreso a su casa, sano y salvo.

La cámara que introdujimos en el abdomen por un pequeño orificio nos mostró lo que aquel paciente realmente tenía: una severa peritonitis, un mar de pus en su interior. Celebré en ese momento que la intervención se realizara antes de la medianoche, que no se hubiera pospuesto para el día siguiente. Igual a como sucedía con el Trauma, en los procesos infecciosos el tiempo también era un enemigo del paciente. Y cuanta más ventaja le sacáramos al tiempo, mejor podría ser el resultado final.

En el inicio de esa cirugía experimentamos alivio. Primero, al comenzar con la aspiración de pus; luego, al confirmar que el origen de la infección era una apendicitis perforada.  Afortunadamente la implantación de ese apéndice en el resto del intestino estaba en buen estado y eso nos permitió un cierre seguro del muñón apendicular. Con esa cuestión allanada y con el lavado peritoneal en progreso, el procedimiento quirúrgico se tornó más fluido y hasta placentero. De tantas oportunidades en que habíamos operado peritonitis, conocíamos de memoria el camino para llegar a cada uno de esos sitios en los que se acumulaba pus. Y ese tour lo hacíamos siempre por la misma ruta, de modo que ninguna colección de pus quedara sin drenar. Procedíamos como si estuviéramos recorriendo todas las habitaciones de una casa para realizar una buena limpieza hogareña. Aspirábamos el pus, irrigábamos con suero tibio y volvíamos a aspirar hasta que el líquido recogido fuera claro y cada espacio quedara seco y limpio. Desde hacía muchos años el advenimiento de la cirugía laparoscópica había tornado muy prácticos y efectivos a esos lavados de las peritonitis, a la vez que menos mórbidos al compararlos con su práctica a través de una cirugía abierta. Sin embargo, a pesar que el abordaje hubiera pasado a ser mucho menos invasivo, una frase de viejos maestros seguía resonando en nuestras cabezas al intervenir sobre esas infecciones abdominales.

Usted lave…Hasta que se pueda tomar esa agua.

La dilución es la solución para la contaminación.

El aseo de la cavidad nos llevó mucho más tiempo que la apendicectomía. Terminamos con la cirugía pasada la medianoche. Mientras mi compañera Sandra escribía el parte operatorio, me quedé junto al anestesiólogo Fredo Mediana para ver la recuperación del paciente.

— ¿Qué te parece a las 6 para hacer la otra cirugía? —me preguntó Fredo en ese momento, mientras observaba como el paciente comenzaba a reaccionar.  

Poco antes de ingresar al quirófano habíamos evaluado a otro paciente que acababa de ingresar por la sala de guardia de esa institución privada. Era también joven y presentaba un cuadro similar de abdomen agudo inflamatorio. El diagnóstico presuntivo volvía a repetirse: peritonitis apendicular. Pero observé el reloj y vi que ya era la 1.00 a.m. Había sido un largo día quirúrgico, con muchas cirugías programadas y de urgencias. Pensé en todo el personal de quirófano y en nosotros e imaginé un cansancio uniforme en todos. El horario para nuestra segunda cirugía me pareció adecuado. Esas pocas horas vendrían muy bien para hidratar al paciente, infundirle antibióticos endovenosos y descomprimirle su estómago con una sonda nasogástrica. Por otro lado, parte del personal sería reemplazado por un equipo más fresco y nosotros podríamos descansar al menos unas horas. La experiencia con cuadros inflamatorios como aquellos nos había demostrado que esas decisiones eran acertadas y que luego los resultados eran mejores para el enfermo. En cambio, cuando ese tipo de pacientes era llevado al quirófano de un modo demasiado apresurado, sin la preparación adecuada o asistido por un equipo cansado, aumentaba la posibilidad de eventos adversos.

Acordamos con Fredo el horario de las 6.00 a.m. para la siguiente cirugía. El paciente que acabábamos de intervenir se había recuperado de la anestesia general y dimos el parte a sus familiares. En el momento en que hablábamos con sus allegados en la sala de espera me percaté que llovía torrencialmente. Era febrero y supuse una tormenta pasajera de verano. Esa noche Sandra y yo habíamos llegado por separado, cada uno en su auto, y así retornamos a casa. Las calles estaban cubiertas por agua que oscilaba de vereda a vereda, cuando poco antes de llegar recibí una llamada de Sandra a mi teléfono móvil. Su auto estaba inundado casi hasta el nivel de las ventanillas y su motor había dejado de funcionar. Debió abandonarlo a 2 cuadras de casa y continuar caminando. Su aviso evitó que me sucediera lo mismo y dejé mi auto estacionado a 3 cuadras de nuestro destino. Tomé una linterna que siempre llevaba en el baúl y comencé a caminar por esa calle sin luz. Pronto el nivel del agua superó la altura de mis rodillas y se tornó más dificultoso avanzar. El silencio en la noche solo se interrumpía por voces lejanas y por el sonido del agua desplazada por mis pasos. A medida que me acercaba lo más rápido posible pensaba acerca de cómo podría estar nuestro barrio. De pronto comencé a escuchar mejor las voces de los vecinos en la oscuridad y divisé a Sandra junto a la puerta de calle de nuestra casa.

Abrimos esa puerta y la luz de la linterna nos mostró el interior de la casa como una continuación de lo que veíamos en la calle. El mismo nivel de agua, con el agregado de varios muebles flotando. Y el mismo nivel de agua hasta la pared del fondo del patio.

Nos detuvimos y nos sentamos en la mesa de la cocina. No costaba creer lo que estábamos viendo, pero nos resignamos a esperar que las aguas bajaran. Al cabo de un rato, que no se cuánto fue, ese nivel comenzó a descender como si alguien hubiera quitado el tapón de una bañera. Cuando el agua se escurrió totalmente miré el reloj: eran las 2.15 a.m. Recorrimos de nuevo todas las habitaciones para hacer un inventario de los daños y comenzamos a pasar un secador por los pisos. Pronto nos dimos cuenta que sería una tarea muy larga la limpieza de todos los compartimientos. No queríamos encender las luces eléctricas luego de esa inundación y se notaba la presencia de mucho barro. Decidimos que sería mejor aprovechar para dormir algo antes de operar de nuevo. Quitamos al colchón empapado de nuestra cama y lo cambiamos por otro que estaba guardado y se había mojado en un extremo. Le pusimos a este último una gran bolsa de nylon encima y nos acostamos ahí. Eran las 3.00 a.m. y puse la alarma a las 5.40. Lo último que pensé antes de dormirme fue acerca de la fortuna que habíamos tenido. Primero, porque era verano y no hacia frio; segundo, porque el agua ya había descendido; y tercero, porque su nivel alcanzado fuera de 80 centímetros y no de un metro con 80 centímetros.

Cuando sonó el reloj me pareció que solo hubiéramos dormido 15 minutos. Pero un poco de agua fresca y el retorno de la conciencia de una cirugía pendiente nos despabilaron enseguida. Con las primeras luces del día vimos mejor las secuelas del paso del agua y a su marca constante en todas las paredes, el testimonio de la altura que había alcanzado. Fuimos caminando hasta donde yo había dejado mi auto y a las 6.10 estábamos de nuevo en el quirófano. Fredo volvió a realizar la anestesia y la cirugía laparoscópica del segundo paciente resultó un calco de la anterior: peritonitis apendicular con un profuso lavado de toda la cavidad abdominal. La noche terminaba como había comenzado: bajo agua. Pero realizar otra cirugía poco después de asistir a una inundación nos distrajo de las preocupaciones que esta había traído. Una vez más, la presencia del paciente nos enfocaba en lo más importante: aquello que estaba en el centro y sobre lo cual podíamos influir con nuestro trabajo. 

Cuando el segundo operado estaba despertando de la anestesia nos llamaron desde sala de guardia por una nueva interconsulta: otro abdomen agudo. Bajé a Emergencias, mientras Sandra completaba los registros en la historia clínica y organizaba nuestro desayuno en el office del quirófano. Mientras descendía por la escalera pensaba como algunos días eran demasiado tranquilos y otros tenían demasiada acción. Y pensaba como la práctica de la cirugía lograba, con su magnetismo de rueda que no se detiene, abstraernos de problemas personales. En eso momento en el cual estábamos trabajando habíamos olvidado por completo las incomodidades y las pérdidas que nos había provocado la inundación.

Cuando examiné al nuevo paciente en un consultorio de la guardia confirmé que a veces las patologías de urgencia similares no solo podían venir de a dos, sino también de a tres. Ese paciente también tenía una peritonitis apendicular y requirió otra apendicectomía y lavado peritoneal laparoscópicos, lo cual llevamos a cabo un rato después de desayunar.

Mientras escribíamos en la historia clínica del último paciente, Sandra concitó el interés de las enfermeras e instrumentadoras que estaban allí al contarles de nuestro incidente barrial con detalles. Afortunadamente el resto de los presentes no había tenido problemas en sus domicilios con la intensa lluvia caída.

Mientras volvíamos a casa cerca del mediodía, comencé a notar el peso del cansancio sobre mi espalda. Pasamos por la calle donde Sandra debió abandonar a su auto y lo encontramos lleno de barro. Intenté varias veces que su motor arrancara, pero no hubo ninguna respuesta. Nos dirigimos a casa y desde allí llamé para organizar su traslado con una grúa hasta un taller mecánico. Ya con más tiempo disponible, confirmamos que el inventario de materiales dañados era mucho mayor que lo visto durante la noche: la computadora, muebles, ropas, libros. Volví a la calle, donde los vecinos no paraban de extraer basura y objetos dañados desde cada una de sus casas. Las veredas estaban repletas de barro y de todos esos elementos y oí conversaciones que giraban en torno a lo mismo. El sol del mediodía ya pegaba duro contra el asfalto sucio y un vapor maloliente se elevaba contra el brillo de la luz. Un camión de la municipalidad había cortado el tránsito en nuestra cuadra y me detuve en medio de la calle. Miré hacia el horizonte urbano y vi un reflejo plateado sobre el pavimento.

Entonces agradecí...

Agradecí que el desastre natural que habíamos padecido no nos hubiera impedido cumplir con nuestro trabajo y con nuestras obligaciones. Las pérdidas materiales que nos rodeaban nos preocupaban menos que lo que estaba en el centro de nuestra mente: la evolución de nuestros pacientes operados. Los habíamos intervenido del modo que deseábamos y ningún factor externo había podido alterar el curso de nuestras acciones.

El centro de la rueda volvía a enfocarnos en lo más importante.

Y agradecí la compañía de Sandra en otra travesía de riesgo. Una vez más me daba muestras de su fortaleza, su templanza y su silenciosa tenacidad para enfrentar cualquier adversidad, como solía hacerlo en cualquier orden de la vida, del mismo modo con el que ya había comenzado a limpiar nuestra casa, pocas horas después de lavar la cavidad abdominal de varios pacientes.             


El autor: Dr. Guillermo Barillaro: Médico. Oriundo de Tandil, provincia de Buenos Aires, Argentina. Ha dedicado toda su carrera profesional al área de la Cirugía de Urgencias, del Trauma y de los Cuidados Críticos, tanto en la faz asistencial como en la docente y académica. Es miembro de la Asociación Argentina de Cirugía y de la Sociedad Panamericana de Trauma, e instructor del curso internacional ATLS (Apoyo Vital Avanzado en Trauma), programa de entrenamiento orientado a médicos para el manejo inicial de los pacientes traumatizados.