El hospital, sus historias de vida

Las cruces del camino

Nadie que hubiera pasado por un hospital podía salir indemne de cualquiera de sus experiencias

Autor/a: Dr. Guillermo Barillaro

Varios años después de haber dejado de trabajar en las guardias del HMR, me invitaron desde ese Hospital para que realizara una presentación en la sala de la biblioteca. El tema elegido tenía que ver con la atención del Trauma y correspondía a las lesiones traumáticas en las embarazadas. En los años transcurridos desde la última guardia en aquel centro, muchas veces me había encontrado en la calle con antiguos compañeros de ese lugar y todos ellos me habían manifestado su cariño, a la vez que recordaban mi predilección por la cirugía de las urgencias.

Los enfermeros y los paramédicos, en particular, eran los más efusivos a la hora de rescatar algún recuerdo y se quedaban más tiempo conmigo en medio de la calle. Y yo evocaba de inmediato esos determinados momentos de la línea del tiempo que ellos habían  elegido, sorprendido por el modo potente en que  esas vivencias que parecían olvidadas de pronto volvían a cobrar vida.

No eran casuales aquellos encuentros, ni el tema de conversación  que después tocábamos. Algo inconsciente y compartido nos hacía volver una y otra vez a lo que  había sucedido mucho tiempo atrás y seguía vivo dentro de nosotros.

Situaciones en las cuales ya no pensábamos retornaban para decirnos algo y lo hacían implacablemente, con fotos borrosas de personas que habían desaparecido físicamente, pero cuyos recuerdos persistían. Con el paso de los años esas circunstancias parecían haberse reducido solo a una dimensión estadística, pero cuando impresionaba que iban a hundirse  en la negrura, bruscamente resurgían como relámpagos enceguecedores en medio de la oscuridad del pasado o de nuestro inconsciente.

Tenían vida propia y se empecinaban con alcanzar otra dimensión, mucho más allá  del mero informe  de un recorte de diario: una dimensión perturbadora, que buscaba sacudir nuestra conciencia con intenciones defensivas, de que hiciéramos algo  para prevenir repeticiones de ese horror. Nosotros evocábamos aquellos sucesos, y luego esos recuerdos se rebelaban y contraatacaban.

A los flashes con imágenes brutales en las rutas, en el shock room o en la morgue, se les sumaban sonidos que  desgarraban el  silencio y que parecían rebotar de un lado a otro dentro de nuestras cabezas. Lamentos de agonía de los propios traumatizados, o gritos de dolor de sus allegados cuando eran notificados de los decesos. 

Me desperté sobresaltado en medio de la madrugada y por unos segundos experimenté un profundo alivio al comprobar que todo eso parecía haber sido un mal sueño. Pero eso sólo duró unos instantes. No tardé en sentí un enorme peso sobre los hombros, cada vez más denso: el peso de la certeza absoluta de que todo eso era real, y de un modo abrumador.

Empecé a girar para un lado y para el otro en la cama, y no pude volver a dormirme. Comenzaron a llegarme  velozmente las imágenes de todas aquellas personas que había conocido fuera de mi profesión y que habían fallecido a raíz de colisiones viales. Parientes, amigos, allegados, vecinos,  sin incluir a  traumatizados que había asistido como cirujano para que ese recuento no tuviera un sesgo profesional.

En pocos minutos ya llevaba 29 casos.

Comencé a vislumbrar a esas personas como las recordaba, como me parecía que eran físicamente hasta un segundo antes de su Trauma fatal. Una serie  sombría  comenzó a  apretujarse dentro de mi mente debido a la llegada incesante de más casos, y comenzó a estremecerme esa multitud que veía ahí, de pie y en silencio.

Recordé a Miguel Ángel, un viajante que vivía cerca del hogar de mi infancia. Tenía un Ford Falcón Sprint ruidoso, con el que consumía su pasión  por la velocidad aferrado al volante de madera  con sus guantes de cuero, hasta que un día mi madre me contó que se había matado en una ruta cerca de Carmen de Patagones.

A José María, un compañero de la escuela secundaria, afortunado en su adolescencia de poder disponer de la Coupé Chevy de sus padres y malogrado cuando volcó ese auto en las afueras de la ciudad, luego de haber asistido al sepelio de un joven amigo.

A un joven desconocido a quien vi en mi primera semana en La Plata como estudiante de medicina, cuando en un atardecer volvía a la casa que compartía con mis compañeros. Había una aglomeración de gente en medio de una calle cortada por la policía y cuando me acerqué  pude ver muy de cerca a ese muchacho, que estaba allí tendido en el piso con sus ojos abiertos mirando fijamente  hacia el cielo, su masa encefálica saliendo a través del cráneo destrozado y su motocicleta tirada a un costado.

A un compañero de los años de mi Residencia, que había realizado la formación en Traumatología, y que apenas finalizada esa etapa se había ido a trabajar a una ciudad del norte de la provincia de Buenos Aires. Volví a saber de él poco después, cuando me contaron que había muerto en una mañana soleada al colisionar frontalmente contra un camión en la ruta, en su regreso luego de cumplir con una larga guardia. 

Me levanté con un esfuerzo para no pensar más, en un intento ficticio para frenar todo aquello que en el fondo era imparable. Pero esas presencias eran pesadas, se resistían a ser  removidas y habían regresado, despiadadas, para cuestionar el modo en que explicábamos esa realidad.

¿Todos esos habían sido realmente accidentes?

Comencé a notar una acumulación de hechos, cuyo conjunto me impactaba  de un modo distinto a  cómo podía hacerlo cada uno de ellos en forma aislada. Me costaba asimilar la repetición histórica y absurda  del fenómeno de los llamados accidentes. Recordé a muchos que habían bregado por el abandono del uso de ese término  para rotular a los eventos, incidentes, traumatismos o lesiones no intencionales  provocadas por las colisiones de vehículos. 

Esos mismos autores postulaban que la producción de esos “accidentes” solía ser atribuida por la gente al destino o a un designio divino que habían precipitado un suceso desgraciado. Un evento sólo dependiente del azar, pues así lo indicaba el significado de la palabra accidente.  Y entonces, ese empleo del término impedía luego tomar conciencia de los factores determinantes de los eventos, así como dificultaba su prevención.

Detrás de esa reiteración de sucesos que algunos  consideraban inevitables, subyacían patrones de conductas que podían y debían ser modificados. Esos eventos entonces se perfilaban como potencialmente prevenibles,  lo cual luego  aportaba  un tono patético   que sumaba mayor angustia a esas tragedias.

  • La muerte en la colisión o vuelco de un vehículo conduciendo con un exceso de velocidad, y perdiendo el control.
     
  • Conduciendo con cansancio o deprivación del sueño, y perdiendo el control.
     
  • Conduciendo excesivamente  preocupados por algo que provocaba distracción, y perdiendo el control.
     
  • Impactando contra otro vehículo al cruzarse de carril en un adelantamiento temerario, sin buena visibilidad, en una loma en subida, en una curva cerrada o en un puente estrecho. 
     
  • Viajando sin el cinturón de seguridad colocado. O en una moto sin el casco. O en un vehículo sin sus condiciones mínimas de seguridad.

No podía creer que siguiéramos  siendo testigos de las mismas historias, una y otra vez. Si alguien me hubiera convencido de que todos esos fallecidos en realidad habían querido suicidarse, me hubiera costado menos entender lo que  pasaba. Y sentía que había algo de complicidad de  nosotros para que se perpetuara todo eso. No podía creer tampoco que siguiéramos conviviendo con esa suerte de amenaza latente que nosotros mismo habíamos creado. Sentía impotencia ante las dificultades para alterar el curso de esas historias. Ya no sabía si todo pasaba por un problema relacionado con la educación, con la cultura, o con el libre albedrío de las personas, pero si sabía que era algo que podía afectar a cualquiera y en cualquier momento. Y que no era necesario cometer un error grosero para quedar inmerso dentro de esa locura vial difusa. En todos esos años nos habíamos preparado del mejor modo posible para  asistir a los traumatizados, pero no habíamos reparado tanto en las causas que nos habían llevado a esa lastimosa condición. Vidas golpeadas en el mejor de los casos, o directamente amputadas.

Recordé conversaciones abreviadas con otros médicos que de inmediato eludían ese tema, como si esa actitud  les otorgara cierta protección ante esas eventualidades. El rápido pase a otro tema de conversación o un sutil desvío de la  mirada parecían dar una vaga sensación de que esas eran cosas que solo les podían ocurrir a otras personas.

Me noté confuso.

Agradecí que ninguno  de mis familiares más directos hubiera  sufrido un hecho semejante y volví a acostarme con la sensación de que no me sería fácil conciliar el sueño.

En la mañana siguiente, las cirugías programadas que iniciamos a las 7.30 a.m. y un día luminoso  parecieron despejar  mi mente de los fantasmas de la noche anterior.  Me ocupé de las obligaciones del día y a las 15.20 ya me dirigí al HMR para la presentación de Trauma, que sería a las 16 horas.

El Hospital ocupaba toda una manzana e ingresé por la calle que daba al sector de Emergencias, opuesto a la entrada principal. Crucé aquellos jardines y pasé a un costado del edificio aislado de la morgue. Esa misma disposición edilicia parecía reproducir los compartimientos de la conciencia, donde se intentaba  en la mayor parte del tiempo separar a la muerte  de nuestros pensamientos cotidianos, de un modo protector. Aunque en algún momento nosotros, en nuestra posición avanzada dentro del combate, no pudiéramos dejar de ver ni de entrar en esa construcción.

La miré de reojo, y continúe caminando sin detenerme hacia el centro del Hospital. Había llegado con cierta anticipación para organizar la presentación y no me crucé con nadie que conociera hasta ese momento. Quizás por eso no me distraje y así preste atención a una placa oscura que estaba en la pared desde muchos años atrás, al lado de la puerta de  la biblioteca.

Una placa recordatoria de tres médicos residentes del HMR: Marina, Cecilia y Pedro. Cuando volví a verla, pensé de inmediato que nadie que hubiera pasado por un hospital podía salir indemne de cualquiera de sus experiencias.

Tres médicos que habían sido mis compañeros de guardia y también  mis alumnos en otras presentaciones acerca del Trauma, en esa misma biblioteca años antes.

Los recordé sentados en esos mismos bancos de madera, como si los hubiera visto el día anterior formulándome preguntas o acotando acerca de casos de Trauma que les había tocado asistir, mientras corría la ronda del mate. Los evoqué súbitamente, de  una manera muy vívida, con sus distintas voces y personalidades, sus peinados, sus ambos de distintos colores, y llenos de detalles agudos que me arrojaron de nuevo a otra tarde soleada.

Un día muy claro, con un cielo celeste diáfano. No estaba de guardia activa en esa fecha, pero en la tarde aún debía operar a una paciente que había internado en el día previo. Yo seguía su caso y deseaba entonces completar su resolución con la intervención quirúrgica necesaria. Esa mujer había ingresado con un cuadro de suboclusión intestinal, que no se había resuelto con un tratamiento médico y en el cual sospechaba que la causa de la alteración del tránsito digestivo se debía a bridas o adherencias de cirugías previas.

Estaba en el office de quirófano escribiendo en la historia clínica de esa paciente, cuando recibí un llamado en mi teléfono celular. Era Viviana, una médica intensivista del HMR. La reconocí por su número en la pantalla del teléfono, pero no por su voz. Estaba muy alterada y hablaba entrecortadamente, entre llantos. Me costaba entender lo que decía, pero lo primero que asimilé fue que estaba en la ciudad vecina de Azul.

De inmediato recordé que ella y varios médicos residentes del HMR habían viajado ese día a una jornada que organizaba el Hospital de  Azul, acerca de la asistencia inicial de los traumatizados. Ese encuentro finalizaba por la tarde y Viviana me relató que en el viaje de regreso uno de los autos en los que habían ido había sufrido un grave choque en la ruta 226.

Entonces se produjo un silencio en la comunicación y en ese momento sentí que todo se detenía a mi alrededor. A Viviana le costaba continuar hablando de tanto que lloraba y noté su esfuerzo para seguir. Cuando pudo hacerlo, las siguientes palabras fueron para nombrar a quienes habían fallecido y a quienes estaban gravemente lesionados. Una residente de primer año y una residente de tercero habían muerto; otra residente de primero y uno de tercero estaban al borde de la muerte.

Me resistí a creerle.

Sentí que eso no podía ser cierto. No podía asociar  a esas palabras, que me sonaban huecas, con hechos reales. Me negaba a que no hubiera forma de modificar ese relato, como si ella estuviera contándome algo que fuera  una ficción. Pero una sensación comenzó a crecer  rápidamente detrás de mis espaldas, una mezcla de miedo y de  derrota inesperada. Un campo abierto y desolado, donde yacer luego de perder la batalla, quedando a merced de un enemigo despiadado y sanguinario, que coronaria su victoria con sacrificios humanos.

Odié al Trauma en ese momento. Profundamente. Como si fuera una entidad separada. Un rival artero. Por su poder, su frialdad mecánica, su astucia para emboscarnos, y en ese día en particular por su saña para golpearnos por detrás con una crueldad inaudita.

Cuando en realidad, el Trauma estaba dentro de nosotros. Y operaba desde el interior de las personas, porque ellas se lo permitían.

Entender brutalmente eso provocó que me sintiera arrasado por la realidad. Experimenté náuseas, cuando entonces el anestesiólogo vino a avisarme que la paciente ya estaba dormida, lista para iniciar la cirugía.

Traté de tranquilizarme y de tranquilizar a Viviana. Le conté lo que estaba haciendo, que cuando terminara de operar viajaría a Azul. Necesitaba hacerlo cuanto antes, necesitaba ver a mis compañeros y entender que era lo que realmente había pasado. Necesitaba poder saltar esa brecha enorme que había entre lo que podían contarme y lo que realmente había sucedido.

Afortunadamente para la paciente y para mí la cirugía de aquel cuadro de oclusión intestinal fue sencilla y rápida. Me ayudó mi eterno compañero cirujano Miguel Black y hallamos una fuerte adherencia fibrosa. La sección de la misma liberó al intestino delgado y solucionó la obstrucción que estaba padeciendo la paciente. Si se hubiera tratado de algo más complejo y prolongado, me hubiese visto con dificultades para concentrarme. Me quedé en el quirófano hasta que la paciente despertó de la anestesia. Hablé con su familia, me despedí de Miguel  y salí rápidamente a la ruta.

Estaba atardeciendo y el cielo había cambiado desde  que yo lo había visto antes de la cirugía, cubriéndose por completo con nubes oscuras. Había 90 kilómetros de distancia hasta Azul,  pero el viaje me pareció más largo. Me costaba pensar, como si estuviera aturdido luego de sufrir un mazazo en la cabeza, mientras una sensación de inquietud y tristeza me iba ganando. No pude identificar el sitio del choque en esa ruta, en base a lo que me había dicho Viviana, aproximadamente a 40 kilómetros de Azul, y cuando llegué a esa ciudad ya había anochecido.

Di un rodeo y entré directamente al centro de emergencias del Hospital local. Allí tenían una sala de shock que habían inaugurado recientemente. Había mucha gente  en la puerta y les dije quién era yo para que me dejaran ingresar enseguida. De inmediato me encontré en un largo pasillo con César R., un emergentólogo entusiasta y enérgico, que había sido uno de los protagonistas principales de la reestructuración de ese centro de emergencias médicas. Le pedí un guardapolvo y mientras íbamos caminando hacia la sala de shock me contó acerca de ese incidente con victimas múltiples. 

El auto de los residentes había colisionado frontalmente contra una camioneta en una recta de la ruta, por motivos que no se conocían aún, y el vehículo de mis compañeros se había incendiado. La explosión del tanque de GNC del baúl había matado a Marina, residente de tercer año, y a Cecilia, residente de primero,  que viajaban en el asiento trasero y habían quedado atrapadas allí. Mientras tanto, María Luisa, la residente de primero que conducía, y Pedro, residente de tercero que iba a su lado, habían podido ser rescatados y sobrevivir  al impacto, a pesar de haber sufrido ya graves quemaduras y traumatismos.

La atención se había centrado en ellos dos, los cuales arribaron al shock room en condición muy inestable. Mientras oía lo que César me decía en forma fría y detallada, se me aproximaron las imágenes de la sala de reanimación. Me detuve y quedé paralizado  entre las dos camillas que allí había, al lado de las cuales trabajaba mucho personal. Percibí que el nivel emocional de César  era distinto al mío, en su relato de las acciones profesionales que habían llevado a cabo y que habían sido impecables técnicamente. A mí todo eso  me golpeaba de un modo muy distinto y más profundo. Esos pacientes eran mis compañeros y alumnos, no había nada más que se pudiera hacer médicamente en ese momento y yo solo podía rezar por ellos.

Ambos estaban ubicados con los brazos en cruz sobre cada camilla de la sala de shock y me costó reconocerlos por el edema en sus rostros. Estaban conectados a respiradores mecánicos, y  recibían grandes volúmenes de fluidos endovenosos. La superficie de piel quemada era muy extensa y profunda en los dos. En el caso de Pedro la situación estaba agravada por traumatismos severos en los miembros y por un estado de shock refractario que impedía un traslado seguro a un centro de quemados. En el caso de María Luisa, más compensada y con algo menos de superficie cutánea quemada, esa derivación ya había sido solicitada a Buenos Aires y saldría en cualquier momento.

Necesitaba sentarme y volví al pasillo. Allí me encontré con el jefe de residentes y con el instructor del área donde esos jóvenes se desempeñaban en el HMR. Estaban hablando acerca de algo así como de una burla cruel del destino,  de que en ese curso de asistencia al  traumatizado que  los residentes habían realizado en ese  mismo día, un rato antes del choque, se había incluido un simulacro de una colisión entre vehículos con posterior incendio.

Sentí náuseas nuevamente, y fui a un baño a vomitar lo poco que tenía en el estómago. Luego de eso percibí que comenzaba a pensar con más de claridad y que todo lo que había visto hasta ese momento era irreversible.

Pedro fallecería allí mismo durante esa noche.

María Luisa seria trasladada a Buenos Aires, donde comenzaría otro viaje, físico y mental, muy largo y muy cruento, con numerosas cirugías y tratamientos en busca de su recuperación.

Mi viaje de regreso desde Azul fue lento, dado que llovía torrencialmente en medio de la noche. Se formó una larga hilera de autos delante de mí y por entre medio de esa agua que caía me parecía ver en todo momento a los residentes heridos. De pronto, un vehículo que venía detrás de mí  se cruzó al carril opuesto y rebaso rápidamente a toda la fila en un largo de 50 metros.

Vi como allí delante ese auto volvió a retomar nuestro carril, cruzándose  bruscamente y en un estrecho margen de distancia por delante de otro auto, el cual venía en sentido opuesto y  desde varios segundos antes le realizaba señales de luces repetidamente. Maldije al  conductor de ese adelantamiento suicida, y le grité insultos que nadie oyó.  Bajé mi velocidad, respiré profundamente y me separé aún más del resto de la fila. De pronto, solo quería llegar a salvo a mi casa en esa noche y poder dormir. Al día siguiente debía viajar al HGU para otra guardia de sábado.

El proceso legal que se iniciaría a raíz del choque frontal que había involucrado a mis compañeros finalizaría tiempo después, con el veredicto de que el incidente había sido provocado por la camioneta que venía en sentido contrario y que se había cruzado de carril.

Quince días después del hecho habría un acto recordatorio en el HMR para esa  tragedia que había diezmado a una residencia del Hospital. Oscar M., quien había sido Jefe del servicio de Emergencias, fue el principal orador con un breve discurso. Hubo varios minutos de silencio y de pronto miré hacia un costado y vi a una joven rubia y alta, con lágrimas en sus ojos.

La reconocí como a una de las enfermeras que se desempeñaban en el área de internación del hospital donde aquellos residentes solían trabajar. Mi recuerdo saltaría violentamente a otro momento, dos años después, cuando esa chica también moriría en la misma ruta, donde el Fiat 147 que conducía su pareja se cruzó de carril y fue aplastado por la parte anterior y baja  de un enorme camión frontal, en una madrugada en la que regresaban a la ciudad.

Desde que tenía uso de razón recordaba esas cruces que cada tanto se veían al costado de aquella ruta. Eran cenotafios para recordar a quienes habían fallecido por una colisión vial en ese kilómetro y cuyo número se había ido incrementando con el paso de los años. Y siempre me había impactado como esas señales misteriosas rompían con la belleza del paisaje campestre y rompían con el resto de las señales viales.

¿Qué historia había detrás de cada cruz?

¿Para qué estaban esas cruces solitarias en el camino, iguales a tantas otras que yo había observado desde cuando era un niño?

Parecía que no sólo para recordar a esas personas que habían dejado allí de existir físicamente. 

Estaban ahí también para gritarnos, silenciosamente, que nadie más debería morir de esa manera. 


 
  El autor
 
Guillermo Barillaro
Médico. Oriundo de Tandil, provincia de Buenos Aires
Ha dedicado toda su carrera profesional al área de la Cirugía de Urgencias, del Trauma y de los Cuidados Críticos, tanto en la faz asistencial como en la docente y académica.

Es miembro de la Asociación Argentina de Cirugía y de la Sociedad Panamericana de Trauma, e instructor del curso internacional ATLS (Apoyo Vital Avanzado en Trauma), programa de entrenamiento orientado a médicos para el manejo inicial de los pacientes traumatizados.