El venía en su viaje de regreso y yo iba en mi viaje de ida. En ese mismo camino nos encontramos.
Lo vi por primera vez en el pasillo de uno de los pisos de internación, momentos antes de la reunión en la sala de dirección. El guardapolvo impecable, su corbata oscura y sus mejillas perfectamente rasuradas lo hacían resaltar contra el fondo de aquella escena. Me dio la mano, y en pocos minutos de aquel pasaje de sala supe que hablaba poco y solo lo preciso. Pero también supe enseguida que todo lo que decía parecía tener un alto peso específico, una certeza férrea que pretendía incidir sobre la realidad circundante.
Yo sabía quien era, de donde venía y todo lo que había hecho. Mientras iba caminando detrás de él y observaba su espalda en silencio, imaginaba como había sido su larga carrera y todo lo que había operado a través de varias décadas. Era un viajero quirúrgico del tiempo, alguien que venía desde épocas en que el cirujano general dominaba todas las subespecialidades y lidiaba con todo tipo de patologías. Alguien que había escrito su tesis con la compleja operación de Soupault, la misma que practicara numerosas veces, y que durante muchos años había realizado gastrectomías todas las semanas. Pero era también un cirujano que había llegado hasta nuestros días de cirugía laparoscópica manteniendo intacta su obsesión por todos los detalles. En ese momento admiré esa vigencia, y me impresionó su privilegio de haber atravesado épocas tan diferentes en la historia de la cirugía. Y pensé en como había sido a su vez testigo y protagonista de todos esos cambios.
La caminata finalizó en la sala del directorio, donde una larga mesa cubierta por un vidrio ocupaba casi todo el recinto. La sala se completaba con pesadas sillas acolchadas y paredes repletas de retratos en blanco y negro de antiguos cirujanos del centro médico. Me senté en una de esas sillas, y me percaté de la enorme araña que pendía del centro del cielorraso.
—Quería darle la bienvenida a este servicio de cirugía, y tener con usted una conversación que me parece importante— comenzó diciendo, mientras parecía tener su mirada perdida en el vidrio de la mesa.
Hasta que de pronto me miró a los ojos, y continuó:
—Quiero ofrecerle algunas sugerencias, las mismas que me dieron hace muchos años a mí. Y quiero hacerlo con mi mejor intención, esa que uno le debe a las generaciones más jóvenes. Son algunos conceptos que usted puede recordar a través de la letra P…
En ese momento pensé en como me trataba de usted, mientras había una diferencia de no menos de 35 años de edad entre ambos.
—Hoy usted comienza a trabajar en esta institución, y la primera palabra que nos viene a la mente ante su nueva situación es la palabra pertenencia. Pertenencia, con P. A partir de ahora, usted pertenece a este lugar y este lugar pertenece a usted, porque usted necesita de este sitio y este sitio necesita de usted. Solo de esa simbiosis puede surgir la mejor asistencia para el paciente. Y cuando uno siente que pertenece a un lugar, que ese lugar es la casa de uno, va a cuidar mucho de todo lo que haya ahí, en todo sentido …Y va a desear estar ahí, volver ahí, porque ese lugar va a formar parte de su carrera profesional y humana, quizás una parte importante. Pero para que eso se concrete, es necesario pasar enseguida a la acción que define las cosas, porque son las acciones las que definen a un cirujano. Y para eso es necesario presencia, ahí tenemos otra palabra que comienza con la letra P. Me refiero a su presencia en este servicio y en esta institución. Su presencia, más allá de los horarios y los días, porque la enfermedad no tiene horarios ni día. Usted debe estar toda vez que lo necesiten, y pronto comprenderá que lo necesitan en una mayor cantidad de veces que lo que se imaginaba. Sea generoso con su presencia y dominará sus objetivos, prodíguese en presencia y verá venir a todo lo demás. Para eso, trate de trabajar en la menor cantidad posible de instituciones, si pudiera lo ideal sería en una única institución. Si se desperdiga, lo mismo le sucederá su tiempo y a su energía…
A medida que hablaba, su voz me parecía cada vez más recortada contra un fondo de silencio. Como si alrededor todo se hubiera detenido, y yo percibiera un sismo que crecía lentamente en intensidad.
—…No alcanza con estar presente en un pasaje de sala o en un ateneo que tienen horarios fijos, eso es lo más fácil. Lo que influye en la realidad es estar presente cuando el paciente lo necesita, ahí es donde usted marca la diferencia. Y cuando usted haga eso, tendrá protagonismo. Protagonismo, con P. El cirujano debe ser protagonista, y eso significa tomar las decisiones y operar. Consulte si el caso es difícil, pero decida usted. Que lo ayude a operar alguien experimentado si el caso es difícil o raro, incluso déjelo operar, pero participe usted. Usted debe ser el protagonista, responsable, meticuloso, obsesivo, y eso siempre se lo agradecerá el paciente…Paciente, la palabra más importante, también empieza con P. Ahí estamos llegando a la punta de esta pirámide, cuya base fuimos construyendo con estudio y trabajo. En esa cúspide esta lo más importante, está el paciente. No están los títulos, la fama, las sociedades científicas, o el dinero. Está el paciente. Y no es de bronce la punta de esa pirámide, es de carne y hueso. Carne con heridas que supuran, con anastomosis que filtran, con vasos que sangran. Hay personas ahí, no números estadísticos para un paper elegante. Estamos acá por esas personas, para esas personas. Todo lo demás gira alrededor de eso, y a veces gira tanto que se torna confuso… Si algún día nota que ya olvidó para que estamos acá, dedíquese a otra cosa. Déjele su lugar a alguien que respete a esos pacientes, que piense en ellos como personas que siempre están peor que uno mismo. A alguien que acompañe a los pacientes en todo momento, hasta su alta médica o hasta su deceso… No es fácil ser paciente, y puede ser muy doloroso. ¿Le ha tocado serlo? Nosotros tenemos poder para influir en nuestro ambiente y hacerle la vida un poco más fácil a esa gente, todos los días, a cada momento. Para que este sitio de paso sea lo menos lastimoso posible para los enfermos. Ese poder es un privilegio y debería ser considerado como algo sagrado, como algo para cuidar.
Desde un par de minutos antes, mientras hablaba había dejado de mirarme y su vista se había paseado por esos retratos de médicos del pasado. De pronto volvió a mirarme a los ojos.
—Para que usted pueda ayudar del mejor modo a sus pacientes, tiene que entrenarse también en como preservar sus energías. Todos tenemos energías limitadas. Algunos más, otros menos, pero todos con un límite. Porque no solo se trata de operar bien para un cirujano, también hay otras cuestiones importantes fuera del quirófano... No desperdicie energías en discusiones con el paciente, con su familiar, o con colegas, que no sean fructíferas. No se distraiga con lo que no es importante y bueno para su paciente. ¿Un paciente fue mal atendido por otro médico y ahora está a su cargo? ¿Recibió una guardia con pacientes sin resolver o complicados por un manejo insuficiente? ¿La familia de un paciente es muy conflictiva y demandante? …No se queje, y no piense en el problema, piense en soluciones. ¿Alguien lo ha criticado sin fundamentos, de un modo no constructivo? No sea igual que esa persona. Trate de evitar ese stress, que es algo inútil y que agota mucho más que la cirugía en sí misma, y trate de fortalecerse solo con lo positivo, con lo que suma y ayuda, con lo que es noble. No se intoxique con intereses puramente económicos, o con egos o celos profesionales, eso no lo hará mejor cirujano… Usted está destinado a otra cosa, y quiero decirle que con todo lo anterior podrá ir puliendo su personalidad profesional. En ella están las últimas P: las de personalidad paradójica. Y yo le llamo así, porque por un lado usted debe aspirar al máximo profesionalismo, al máximo rendimiento físico y mental en esta especialidad áspera, a todo lo que le permita resolver los problemas de los ámbitos en los que se va a desenvolver. Pero al mismo tiempo, también, debe mantener la humildad de la autocrítica y del respeto por la opinión del otro. Usted debe aspirar a su mejor versión, pero sin dejar de ser humilde. Ese es el desafío profesional de todos los días.
Se puso de pie, y agregó:
—Y dejo a su criterio, si no se trata también de nuestro desafío cotidiano como personas.
Noté que se me había puesto la piel de gallina y no supe que decir en ese momento. Me entregó una tarjeta con sus números telefónicos y la dirección de su domicilio, y me ofreció un material bibliográfico para que pasara a buscarlo por su casa en la tarde. Me estrechó la mano y se retiró, acotando que era la hora en la que iniciaba su actividad en el consultorio externo.
Me quedé solo en la sala y pensé en todo lo que acababa de escuchar, lo cual había quedado resonando en mi mente. Había sido como una fuerte tormenta de verano, que tanto había llegado como se había ido de un modo súbito, para dejar luego un cielo diáfano. Sentí deseos de que todos esos conceptos permanecieran ahí para siempre. Igual a cuando era un residente de cirugía y anotaba en un cuaderno las enseñanzas que recogía de cada día, tomé un papel que tenía en el bolsillo de mi guardapolvo y comencé a escribir aquellas palabras que constituían objetivos y desafíos. Como si al escribirlas pudiera grabarlas aún más en mí.
Así quiero ser de cirujano, como él.
Ese es el camino que quiero seguir.
El resto del día transcurrió con trámites de mi nuevo lugar de trabajo y con la consulta externa por la tarde. Luego de atender al último paciente en el consultorio, me dirigí a la casa de mi nuevo Jefe para retirar lo que me había prometido. Vivía en una casona de corte antiguo, con pisos de madera lustrosa y patines de lana, y con techos y ventanas muy altas. Como en la mañana de ese mismo día volví a seguirlo a través de pasillos estrechos, esa vez flanqueados por otro tipo de cuadros y por anaqueles repletos de libros. Hasta que llegamos a una sala donde las cuatros paredes estaban cubiertas por libros y donde un enorme escritorio central a su vez estaba cubierto por pilas de revistas de papel amarillento.
Se tomó el trabajo de recoger esas revistas y de apilarlas, para que me las lleve.
Ahora, siento la obligación de leerlas a todas. Pero también curiosidad y alegría por hacerlo.
Quizás esto resuma buena parte de lo que es la esencia de la cirugía: obligación de prepararse con laboriosa disciplina para entregar lo mejor a los pacientes, pero también regocijo y alegría en ese acto.
—Aquí tiene la colección completa de las décadas del ‘70 y ‘80 del American Journal of Surgery…Es una muy buena revista, y va a encontrar ahí a mucho trabajos que resultaron seminales en distintas áreas de la cirugía. Aquí ya no tengo más lugar de tantas cosas que guardo, y eso que mis hijos hace mucho tiempo se fueron...Estoy seguro que este material será de su interés y utilidad. A mí me ayudó mucho a mantener esa agilidad mental que debe tener siempre el cirujano... Sabe, esta especialidad exige todo de nosotros, y debemos responder siempre con el pleno uso de todas nuestras facultades. Tenemos un deber moral en eso, y de ese modo nos debemos a los pacientes, a nuestros colegas y a la cirugía en sí. Pero esto no es para cualquiera, no debería serlo, y también tenemos la obligación de conocer nuestros límites y como cambia nuestra vida... Por todos esos motivos, ya tengo decidido retirarme en dos a tres años, a más tardar. Quiero hacerlo antes de cualquier declive doloroso, de esos que suelen amenazar a una edad como la mía. No quiero dañar a ningún paciente ni generar rechazo de parte de los buenos médicos que me rodeen…
Mientras pronunciaba esas últimas palabras había comenzado a recoger revistas para ayudarme a llevarlas, y con su rápido movimiento pareció eximirme de que yo hiciera algún comentario. Sentí alivio por eso, dado que su última confesión me había impactado y tomado desprevenido. En silencio fuimos transportando hasta mi auto esas torres de papeles, con las cuales llenamos su baúl y su asiento trasero. Me despedí agradeciéndole varias veces por su gesto, y en el viaje de regreso a mi casa pensé acerca de lo experimentado en ese día que se apagaba. Como en el inicio de un nuevo camino, a poco tiempo de finalizar mi residencia, volvía a encontrarme con un líder de cirugía que me entregaba consejos y bibliografía. El anterior había sido aquel viejo Jefe que me recibiera en mi primer día como residente de cirugía. El siguiente era otro cirujano veterano, también en el ocaso de su carrera, que repetía ese gesto desinteresado e inspirador.
De pronto, me sentí agradecido y privilegiado por haberlos conocido a ambos.
En la mañana siguiente desayuné temprano, entre esas revistas que no había tenido tiempo de acomodar. Era mi primer día de guardia pasiva y estaría al llamado de los médicos del servicio de emergencias, para las consultas que ellos consideraran indicadas para un cirujano. Luego de breve lapso de incertidumbre acerca de como me sentiría trabajando en un lugar nuevo para mí, no tardaron en llamarme y hacerme entrar en calor. Un rápido contacto con los médicos y las enfermeras del sector disiparon esas dudas, y pronto me sentí cómodo. Una repetición de rostros y de rincones hizo que pronto se me tornaran familiares, como si ya hubiera estado ahí antes. Fue favorable que hubiera una urgencia quirúrgica en ese turno, de modo de conocer a todo el personal de las distintas áreas y que ellos me conocieran a mí en acción. Y que fuera una apendicectomía simple en un adolescente delgado y no una intervención más compleja, también ayudó a que me aclimatara de a poco al nuevo ambiente.
Hacia la noche el ritmo del trabajo pareció decrecer, pero cuando pensaba que ya no me llamarían recibí una pedido de interconsulta desde uno de los pisos de internación. Se trataba del pedido de evaluación de un hombre de 65 años, el cual se hallaba en tratamiento oncológico a raíz de un tumor en el recto inferior y medio. Había sido evaluado en su momento en el ateneo de tumores en forma conjunta por los servicio de cirugía y oncología, y se le había indicado inicialmente un tratamiento neoadyuvante con quimioterapia y radioterapia, con el objetivo de disminuir el estadio de la enfermedad y el tamaño tumoral. Había recibido ya una inducción inicial con quimioterapia y en ese momento estaba con la terapia radiante. Pero en las últimas 72 horas su cuadro se había complicado por la aparición de una hemorragia digestiva baja severa, con varios episodios de hipotensión y un descenso del hematocrito hasta el valor de 15%. Ya había sido transfundido con 6 unidades de sangre entera, pero la proctorragia persistía y se repetían episodios de descompensación como cuando fui a verlo. Lo hallé muy pálido y con su abdomen algo distendido, y le realicé un tacto rectal, donde advertí la presencia de la lesión a 5 centímetros del ano y que ocluía totalmente la luz intestinal.
Luego de indicarle al médico clínico que lo reanimara con 1 litro de Ringer lactato y le realizara una química sanguínea que incluyera un coagulograma, me senté en el office de ese piso para escribir en la historia clínica. Y también, para tratar de ganar tiempo pensando como detener la hemorragia de ese paciente.
Por el tamaño de la lesión, su ubicación baja y la condición del paciente, no era un caso apto para una resección tumoral de urgencia, algo que si habíamos hecho muchas veces en los casos de lesiones colónicas sangrantes. De hecho, nunca había visto un tumor de recto que sangrara tanto. Entonces, la opción que se perfilaba como ideal era la de una arteriografía con embolización del vaso sangrante, un procedimiento mini invasivo que podría ser bien tolerado por ese frágil paciente. Estaba al tanto del departamento de Hemodinamia de la institución, pero cuando me comuniqué con ellos me dijeron que no tenían experiencia con procedimientos como ese, que estaban fuera de las habituales patologías coronarias. Pensar en un traslado a otro centro, donde se pudieran embolizar las arterias que alimentaban ese tumor, tampoco era algo seguro en ese momento, dada la condición hemodinámica del paciente y los tiempos necesarios para concretar ese viaje fuera de la ciudad.
Comencé a sentirme incómodo con el caso y dejé de escribir. Siempre me habían irritado esos círculos viciosos de pensamiento que aparecían en mi cabeza, cuando un caso no podía ser resuelto de la mejor manera y todo empezaba a dar vueltas. Era un sentimiento de impotencia que cada tanto volvía a afectarme, y al cual enseguida se le adosaba una tristeza de fondo, relacionada con lo golpeado que podía estar el paciente desafortunado de turno.
Mientras el señor, su familia y el médico del sector esperaban mi informe, decidí llamar al Jefe. Miré el reloj de la pared: eran las 10.00 p.m. Pensé que ese caso ameritaba una consulta con él, en cualquier momento.
Respondió enseguida al llamado. Le conté acerca de toda la historia clínica y de su actualidad hemorrágica. Cuando terminé de hablar escuche un silencio del otro lado de la línea, y pensé que se había cortado la comunicación. Hasta que de pronto habló:
—Líguele las dos hipogástricas.
Si antes me había sorprendido que un tumor rectal provocara semejante hemorragia digestiva, luego la propuesta del Jefe también me sorprendía. Pero no había mucho tiempo para pensar y antes que yo pudiera opinar algo, continuó diciendo:
—¿Ha hecho ese procedimiento?
Recordé de inmediato un par de veces en que lo había realizado.
—Sí. Fueron dos casos de fracturas pélvicas muy graves, en la cuales había fallado todo lo previo y no había más recursos…. Se morían esos pacientes.
—Exacto. Estamos en ese mismo punto. El paciente tiene algo grave, no hay otra cosa para ofrecerle y si no lo hacemos morirá sangrando. Tenemos la obligación de ofrecerle los medios de los que realmente disponemos, no menos que eso. Proceda, y agréguele una colostomía transversa. Si no está obstruido el recto, lo estará pronto. Y cualquier problema durante la cirugía, me vuelve a llamar.
Intercambiamos algunas palabras más, y me despedí. Hablé con el paciente y su familia, y aceptaron la propuesta de cirugía sin presentar mayor objeciones. Estaban al tanto de todo el proceso previo, y en ese momento con mayor angustia por la amenaza de la hemorragia. Aproveché igualmente para hablar a solas con la familia fuera de la habitación, por si quisieran saber o preguntar algo más. Muchas veces sucedía en esos casos dramáticos que el paciente efectuaba muchas menos preguntas que su entorno, y éste a su vez debía estar preparado para cualquier desenlace desfavorable.
Pude obtener una cama en la unidad de cuidados intensivos para el postoperatorio y luego me dirigí al quirófano para organizar la cirugía. El anestesista de guardia estaba allí escribiendo su parte luego de una operación cesárea que acaba de finalizar. Su pelo canoso y las arrugas de su rostro lo decían todo acerca de su veteranía. Mi presencia lo sorprendió, y me observó con cierta desconfianza. Imaginé que eso podía deberse a que no me conocía y al horario en que yo aparecía en el quirófano.
Me presenté y le conté todo acerca del paciente, su pasado y su presente. Todos los estudios que se le habían realizado y la indicación de su cirugía. Pero no alcancé a decirle todo lo que quería. Me interrumpió antes:
— ¿No se te ocurrirá hacerle un Miles a esta hora, no?
Me di cuenta que le preocupaba que me embarcase en una cirugía muy cruenta para el paciente y muy larga para ese horario, como podía serlo la amputación abdominoperineal de Miles.
—No, no, de ninguna manera, doctor…Quiero hacer lo menos posible, acorde a este paciente, solo algo que sirva para detener el sangrado y paliar la obstrucción rectal que además tiene…
Pareció tranquilizarse un poco con mi declaración, aunque percibí una sombra de contrariedad que no lo abandonaba. Continuó leyendo la historia clínica que yo le había traído, y al cabo de unos segundos dijo súbitamente:
— ¡Bueno, pero traelo ya!
Con el camino allanado en toda su extensión, tardé pocos minutos en tener al paciente en quirófano. Pero la intervención no comenzó de inmediato. El anestesiólogo se tomó su tiempo para colocar una vía central, solicitar más unidades de sangre y plasma a Hemoterapia, y para hablar con el intensivista de turno y con la familia del paciente acerca de una salida de riesgo de la cirugía.
Mi ayudante de turno era Pablo U., un urólogo que solía ayudar a los cirujanos en las urgencias. Cuando lo puse al tanto del panorama del paciente, manifestó la misma sorpresa que yo había experimentado un rato antes. Pero pronto se conectó con el caso y prestó una muy buena ayudantía. Ingresamos a la cavidad peritoneal a través de una incisión mediana infraumbilical, y entonces reiteré en voz alta nuestro plan:
—Bueno, vamos, ligadura de las arterias hipogástricas y colostomía.
Y ese plan, definido de antemano, agilizaría la intervención. El tumor rectal era grande pero ubicado por debajo del piso peritoneal, por lo cual su presencia no dificultó el acceso a la bifurcación de ambas arterias iliacas primitivas. Allí abrí el peritoneo y disequé hacia las profundidades de la pelvis, siguiendo a ambas arterias hipogástricas para rodearlas y luego ligarlas con un grueso hilo de poliglactina número 0. Elegí en la arteria el nivel de la ligadura por debajo de la salida hacia atrás de una colateral importante, la glútea superior, cuyo flujo convenía preservar para prevenir una necrosis de partes blandas en su territorio.
En la exploración cavitaria no vimos ningún signo de carcinomatosis peritoneal, así como la palpación del hígado notó a su superficie lisa. De pronto deseé con mayor fervor que ese paciente se recuperara rápidamente de ese evento al que asistíamos, y que a través de la neoadyuvancia pudiera encaminarse hacia una resección de su neoplasia. Luego, la incisión mediana nos ayudó con la movilización y exteriorización del colon a través de otra pequeña incisión transversa, a través del musculo recto abdominal derecho. Me había parecido adecuada, como lo había sugerido el Jefe, que la colostomía fuera emplazada a nivel del colon transverso, lejos de la pelvis, de modo que no fuera un obstáculo en un futura cirugía colorrectal resectiva.
La cirugía resulto más breve de lo que había imaginado y el paciente la toleró sin incidentes, pudiendo ser enviado a la UCI sin la asistencia del respirador mecánico. Eran ya las 2.00 a.m. cuando me fui del centro y restaban pocas horas para que finalizara aquella guardia pasiva, la primera que realizaba en esa institución. Había sido una jornada en la que había conocido a mucha gente, había tenido la oportunidad de operar a dos pacientes, y el último de ellos había resultado ser un desafío particular. Cuando me acosté, de igual modo que en el final de otros días intensos, me dormí inmediatamente.
En la mañana siguiente pasé por la UCI en el momento del pasaje de sala de ese servicio. El paciente se encontraba lucido, compensado hemodinámicamente, y no había tenido nuevos episodios de proctorragia. Su condición me puso algo eufórico, estado que contrastó con cierta extrañeza en los intensivistas que me rodeaban, la mayoría de los cuales eran cardiólogos.
—¿Nos podés explicar un poco que le hiciste?... No entendí bien— manifestó uno de ellos, mientras leía la historia clínica.
Expliqué brevemente los fundamentos de la táctica quirúrgica y el desarrollo de la intervención. Mientras pronunciaba la frase “ligadura de la arterias”, uno de los intensivistas que estaba a mi lado comenzó a esbozar una sonrisa con solo una de las comisuras de sus labios, sonriendo de costado, y dijo:
—Pero…¡se le va a caer el culo!
Luego de un breve silencio, dos o tres más de los presentes comenzaron a reírse por lo bajo. Esa declaración me sorprendió por completo, y hasta creo que me ruboricé. De pronto me sentí incómodo, y luego de agregar un par de comentarios me fui de allí. A medida que me alejaba de la UCI comenzó a crecer mi enojo hacia lo que había oído ahí, como un efecto retrasado. Y pensé, igual que otras veces que ese fenómeno me había sucedido, que quizás fuera un factor protector, un mecanismo de defensa que hacía que la ira surgiera cuando ya estaba lejos del factor desencadenante. Me detuve un instante en el pasillo y noté los latidos de mi corazón y mi pulso acelerado. Me pareció que iba a quedar atrapado de nuevo en aquellos pensamientos, pero esa vez rápidamente prevaleció otra cosa, algo que también había oído pero en el día anterior.
No se enrede con aquello que rechaza, no desperdicie energía allí.
Trate de fortalecerse solo con lo positivo, solo con lo que suma y ayuda, solo con lo que es noble.
Volví a ver al paciente en el mediodía junto con el Jefe, luego de que él terminara de operar un tumor de la glándula suprarrenal. Tenía un gesto instintivo cada vez que se aproximaba a cualquier paciente cursando un post operatorio, y que consistía en tomarle el pulso radial. Mientras lo hacía y yo le contaba algún detalle de la intervención, noté que también esbozaba un gesto de aprobación y de serena alegría.
Aquel paciente evolucionó de un modo lento pero favorable, y meses después pudimos intervenirlo nuevamente para resecar su tumor rectal, el cual había disminuido de tamaño. Fue una resección radical que nos llevó varias horas y se pudieron preservar los esfínteres anales. La reconstrucción intestinal se llevó a cabo con una anastomosis colorrectal baja y la colostomía transversa se dejaría durante un tiempo con el objetivo de desfuncionalizar aquella sutura mecánica.
Un día, años después, de pronto dejé de verlo en aquel lugar de trabajo. Los pasillos, las salas, el quirófano, todos los lugares físicos parecieron otros sin su presencia. Supe así que se había retirado, cumpliendo con exactitud temporal lo que tiempo atrás anunciara. Sin embargo, nunca me abandonaría la sensación de que volvería a aparecer en cualquier momento, en una larga revista de sala o en alguna instancia álgida del quirófano. O quizás aquel sentimiento era en realidad su presencia viva dentro de mi mente. Tomando decisiones y operando a través de otro, que en ese caso era yo. Volviendo a repetir aquellas frases que me entregara aquel día en la sala vacía del directorio. Una sala en la que ya habían dejado de realizarse ateneos, pero donde yo siempre volvía a oír como resonaban aquellas palabras poderosas que comenzaban con la letra P.
El autor |
Es miembro de la Asociación Argentina de Cirugía y de la Sociedad Panamericana de Trauma, e instructor del curso internacional ATLS (Apoyo Vital Avanzado en Trauma), programa de entrenamiento orientado a médicos para el manejo inicial de los pacientes traumatizados. |