-¿Doctor, usted es cirujano? Necesito que vea a un paciente, por favor…
La médica que me preguntaba eso me había detenido en el pasillo de los consultorios externos de emergencias cuando yo iba hacia la UCI. Era una residente nueva, una R1 de clínica medica que llevaba menos de dos meses en el HGU. Estaba despeinada, ojerosa y con cansancio en el rostro.
-Por favor, necesito que me ayude- me dijo, mientras parecía suplicar desde sus ojos enrojecidos.
Se quedó mirándome con varias historias clínicas debajo de uno de sus brazos. Me daba la sensación que esa chica había estado corriendo de un lado para otro durante todo el día, y que no había encontrado mucha asistencia en ningún lado.
-¡Si! ¿Dónde está el paciente?
-Aquí, en la guardia –señaló, y me condujo hasta el sector de internación de la sala de emergencias.
La seguí por los demás pasillos entre las camillas de muchos pacientes. El sector finalizaba en los llamados quirofanitos, dos salas ubicadas en el fondo del servicio de la guardia y que mucho tiempo atrás habían sido quirófanos para las cirugías de las guardias. Ambas se habían convertido en salas de internación dentro del servicio de Emergencias. Una de ellas era para hombres, la otra para mujeres, y ambas demostraban como había aumentado la demanda de camas en el HGU.
Cada una de ellas todavía conservaba una estructura que pendía del techo y que en el pasado aportaba oxígeno y aspiración para la realización de las intervenciones. Cada vez que veía a una de esas estalactitas de chapa recordaba momentos vividos debajo de ellas. Y las épocas en las que esos quirófanos todavía estaban vivos coincidían con mis primeros años como cirujano de planta en Emergencias.
Ambas salas tenían 6 camas, las cuales siempre estaban ocupadas. Allí solían estar internados durante varios días pacientes con patologías crónicas o subagudas. Se trataba de ingresos que eran considerados de menor prioridad de urgencia que otros y que por ese motivo permanecían internados allí, a la espera de una cama en los pisos altos del HGU.
Esa oportunidad parecía no llegar nunca para esa gente, a la cual uno volvía a ver una semana después en la misma cama, casi en la misma posición. A pesar del vértigo en que nos sumergíamos en cada guardia, tratando de resolver problemas, esas imágenes tenían un poder hipnótico para mí. Por un momento me apartaban de lo que estaba pensando o haciendo y me traían un sentimiento amargo, una mezcla de frustración y de tristeza.
Nos detuvimos junto la cama de un paciente anciano, cuya cabeza con pelo canoso y revuelto estaba apoyada sobre varias almohadas. Tenía los ojos cerrados y parecía deshidratado; su condición me impresionó horrible en esos primeros segundos. Fui invadido bruscamente por cierto desaliento ante la posibilidad de que pudiera tener alguna patología que requiriera una cirugía.
-75 años… Desde hace 3 días está internado aquí, en la guardia, por una infección urinaria alta -comenzó diciendo la residente con un tono monocorde y mendocino- Tiene antecedente de insuficiencia cardiaca, adenoma de próstata y de varios episodios previos de infección urinaria. Venía recibiendo antibióticos por vía oral en su domicilio, Ciprofloxacina. Nosotros le tomamos hemocultivo y urocultivo, y cambiamos el esquema de antibióticos por Ceftriaxona.
Observé la bolsa colectora de su sonda vesical, la cual tenía una orina concentrada y escasa que parecía sanguinolenta.
-…Nos pareció que había mejorado -continuó lentamente la residente, que evidenciaba fatiga en su discurso-pero ayer comenzó a quejarse de un dolor abdominal difuso, por lo cual se le realizó una ecografía abdominal. Esa ecografía mostro líquido libre laminar, interasas, y una imagen por debajo del riñón derecho, no bien definida… Se solicitó una interconsulta a los cirujanos de guardia del día de ayer, pero ellos consideraron que no tenía algo para operar. Indicaron seguimiento por clínica médica.
Mientras la chica relataba la evolución busqué esas referencias en la historia clínica, que ella había dejado sobre la pequeña mesa con ruedas junto a la cama. Encontré el informe de la ecografía, firmado por quien la había realizado durante la noche: un residente de primer año de Diagnóstico por Imágenes. No me sorprendió eso, dado que era habitual que los R1 de Imágenes comenzaran realizando ecografías, estuvieran solos en la guardia y no tuvieran a un médico de planta de su especialidad para consultar; y pensé en la precisión diagnostica que podía tener ese estudio realizado por alguien inexperto. Hallé también una evaluación quirúrgica, escrita por un R2 de cirugía. Ahí mencionaba que había examinado al paciente junto con el cirujano de planta y que este había considerado que el manejo debía seguir a cargo de los clínicos. La nota estaba firmada solo por ese residente de cirugía y a continuación seguían varias evoluciones de los residentes de clínica medica.
¿Cuánto hacia que no veía letra y firma de los médicos de planta de emergencias en las historias clínicas?
Solo escribían los médicos residentes.
Como si a la luz de lo registrado ellos hubieran estado solos.
Como si a la luz de lo que en otros ámbitos se consideraba la realidad, hubieran sido solo ellos los que tomaban todas las decisiones, simples o complejas.
-….Hoy al mediodía vino a visitarlo su hija, y ella me contó que apenas después de almorzar tuvo grandes vómitos-la residente había cambiado el tono de su voz a un registro más personal, de preocupación familiar- Lo dejé en ayunas, y quería que ustedes lo reevaluaran...
Aparté las frazadas y las sábanas que lo cubrían, y comencé a hacerle preguntas en voz alta. Pero el anciano no respondió. Tenía los ojos cerrados, los párpados contraídos, y solo emitía gemidos de dolor o malestar ante cualquier maniobra. Estaba muy rígido y esa condición se extendía al abdomen, el cual resultaba tenso y doloroso a la palpación. Me pregunte si tendría la enfermedad de Parkinson o una demencia senil. En el vientre se veían cicatrices de antiguas cirugías con una incisión subcostal derecha y otra incisión paramediana derecha baja, las cuales eran más frecuentes en el pasado para la extirpación de la vesícula y del apéndice, respectivamente. A pesar de todas esas dificultades algo me llamó la atención: el dolor y la contractura de su abdomen era mayor en el cuadrante inferior derecho.
Una asimetría en el examen físico abdominal: mayor posibilidad de una patología quirúrgica que de una patología clínica.
-En el laboratorio presenta anemia, veinte mil glóbulos blancos, falla renal y acidosis metabólica…- mientras seguía hablando la residente también me mostraba una tira de papel del laboratorio, con el informe de unos gases sanguíneos tan malos como el estado general.
Intenté palpar su pulso radial, pero estaba ausente. Noté que la piel estaba muy seca y fría.
-¿Que sabemos de su calidad de vida previa? ¿Se valía por sí mismo?
La chica dudó para responder durante unos segundos, que me parecieron muy largos. Mientras esperaba a que respondiera, pensé en cuantos días esa médica llevaría de guardia y en cuantas horas habría podido dormir en ese lapso.
-…No lo sé…Pero podemos preguntarle a la hija… La llamo por teléfono.
Me sentí atravesado por un rayo instantáneo de fastidio. Deseaba que ese paciente no tuviera que estar pasando por todo aquello. Y deseaba que estuviera en su casa, regando las plantas, y no allí, en esa cama. Noté una sutil y maligna irritabilidad en mí, desatada por esa pobre persona enferma. Aunque en realidad él no tenía la culpa de nada, más bien el sistema parecía haberlo arrojado a esa cama maloliente.
Pero ese paciente en silencio albergaba posibilidades de acierto y de error para nosotros, y nos esperaba en una encrucijada del camino. Nosotros íbamos a pasar por ahí y nos lo llevaríamos puesto, por el sendero que eligiéramos y hacia un destino incierto. Lo que le estaba sucediendo era una amenaza para su salud, pero también era una amenaza profesional para nosotros.
A él lo colocaba en riesgo de muerte, a nosotros en riesgo de fallar duramente. Su combinación de examen físico dificultoso, presentación esquiva de una enfermedad y alto riesgo operatorio podían convertirlo en un acertijo o en una trampa. No era necesario acudir a ningún índice de severidad o de clasificación preoperatoria de gravedad: la visión de aquel hombre postrado hablaba por sí sola.
Bueno, basta de luchar contra la realidad.
Basta de rechazar lo que el paciente es.
Hay que manejarse con lo que tenemos, y alguien debe hacerse cargo de esto.
En pocos segundos comencé a conectarme con la a realidad y con sus preguntas del presente.
¿Que tenía ese paciente?
¿Tenía indicación de cirugía?
¿Y si así fuera, estaba en condiciones de tolerarla?
El presente era lo único palpable en ese momento. Comencé a relajarme y a visualizarlo con mayor nitidez. Si lo operábamos de un modo innecesario podíamos precipitar su fallecimiento. Era frágil y de dudosa resistencia. Pero si dejábamos de operarle una patología que lo requiriera, también tenía grandes posibilidades de morir.
Recordé otras situaciones similares, engorrosas, que habían finalizado con laparoscopias o laparotomías no terapéuticas o negativas, y luego con postoperatorios tórpidos y desenlaces desalentadores, consumiendo tiempo y recursos. Y recordé también muchas historias de lo contrario: intervenciones tardías seguidas de muerte por sepsis, o bien hallazgos lapidarios en la época en que se realizaban más autopsias para saber las causas de las muertes no traumáticas. Necropsias donde el médico forense imaginaba un final distinto si ese cuerpo hubiera recibido una cirugía en tiempo y forma oportunos.
En general, había una tendencia inconsciente y colectiva a considerar más seguro no operar que operar a esos añosos con patologías quirúrgicas. O a pensar que un foco infeccioso que portaran sería para tratamiento medicamentoso, y no quirúrgico. Quizá eso explicara porque muchas veces se perdía valioso tiempo. Hasta que se cambiaba la decisión con un golpe brusco de timón y el paciente era disparado en llamas hacia un cirujano, ya inmerso en un cuadro insalvable y con la infección corriendo por su sangre. Y cuando eso ocurría, todo resultaba como una conspiración para liquidar fácilmente al anciano, liderada por un ente invisible que no era alguien en particular.
Salimos de la sala y de pronto me detuve en medio del pasillo, entre camillas con pacientes quejosos que no se percataban de mi presencia tan cercana. Dejé de oír un comentario que estaba haciendo la residente. Dudé acerca de que conducta tomar con el anciano. Mis pies se quedaron tan clavados en el piso como mi accionar médico. Me paralizaba el conocimiento de lo decisiva que sería nuestra actuación sobre esa persona. Nosotros íbamos a escribir con tinta imborrable la parte final de la historia de su vida, ya fuera en un sentido u otro. Ese relato de nuestra autoría podía tratar acerca de seguir adelante con todo lo invasivo que decidiéramos, o de resignarnos a un tratamiento meramente paliativo.
De intentar salvarlo o de dejarlo morir.
Me sentí aislado. Y vulnerable. Esa médica residente, los residentes de cirugía, y hasta la propia hija del paciente aceptarían lo que yo decidiera. Al final del día, habría sido solo yo quien tomara la decisión acerca de que hacerle a ese paciente. Me había transformado en un comité de bioética ambulante y unilateral, al cual habían citado de urgencia, y que en ese momento se había detenido en uno de los pasillos de un edificio del que no podía escapar.
¿Qué haría si fuera mi abuelo?
De hecho, se parece a mi abuelo.
¿Qué será lo mejor para él?
Estuve a punto de elegir una conducta conservadora. Estuve a punto de decirle a esa joven y pequeña médica que dejáramos tranquilo al anciano, que lo dejáramos en paz. Y dejar cerrado el caso.
Nadie cuestionaría esa conducta. Ni siquiera su hija, si nosotros le dábamos cierta versión de los hechos en forma convincente. Siempre teníamos ese poder para influir sin lugar a dudas en las familias de los pacientes más graves. El resto de los médicos tampoco repararía demasiado en el asunto y darían vuelta la página sin dudar. Pasarían enseguida a otros casos que considerarían más urgentes, a pacientes más jóvenes, a patologías más atractivas para el promedio de los médicos de urgencias.
La R1 de clínica médica interrumpió mis pensamientos. Se dio vuelta bruscamente y moviendo su cabeza expresó:
-Algo importante tiene, porque desmejoró mucho desde ayer y debimos indicarle morfina para el dolor…
Esa médica aparecía en el escenario como un protagonista sin mucha experiencia, pero también con una mirada fresca sobre el paciente. Recordé épocas pasadas en las cuales los R1 solo podían hablar con los R2, quienes así se transformaban en sus interlocutores para el resto de los médicos. Ese hábito provocaba que en muchas oportunidades llegara tergiversada la información a los médicos de planta. La información más valiosa, nacida de quienes estaban en mayor contacto con los pacientes: los R1.
Pero esa costumbre se fue desvaneciendo, quizás por cansancio de los R2, y los nuevos tiempos trajeron una mejor comunicación, elemento clave para disminuir los errores. Yo convivía con residentes desde muchos años antes y ya conocía el valor de esa mirada nueva de los novatos. Era alguien que opinaba en forma aguda y que de un momento a otro podía ayudar para que nos equivocáramos menos con esas decisiones, difíciles para cualquiera.
Comencé a mover mis pies al mismo tiempo que interrumpí la frase de esa R1:
-TAC. Vamos a hacerle una tomografía.
Cuando no sabemos bien que tiene un paciente con un dolor abdominal, le realizamos una TAC.
El tomógrafo es nuestro amigo.
Y siempre, siempre, nos da una mano con los diagnósticos diferenciales.
¿Porque muchas veces, en casos difíciles, no se lo utiliza más precozmente?
-¿Pido un turno? –me preguntó la residente abriendo sus ojos.
-No, no hace falta. Vamos a reanimarlo, y a continuación se la hacemos.
Una sorpresiva y vaga felicidad me inundó al pasar el abuelito a una camilla y llevarlo al shockroom. Ese mero movimiento tuvo un efecto mental inmediato. Y ya en esa sala comenzamos a infundirle Ringer lactato. Paolo, el emergentólogo de turno, le colocó una vía central en la vena yugular interna de su cuello. Debimos agregarle noradrenalina al no ser suficiente con la expansión con fluidos para que elevara su tensión arterial. Al cabo de más de una hora se lo notó mejor perfundido, con un mayor volumen de orina excretada y más reactivo. Y en los nuevos análisis se advirtió una alteración de los valores de coagulación, por lo cual comenzamos a transfundirle plasma.
Al mejorar su condición hemodinámica, calificó para ir al tomógrafo. Miré el reloj del shock room: eran las 22 horas. No quería que todo se dilatara demasiado en caso de tener que operarlo, en un viernes a la noche y con la posibilidad de otro ingreso que fuera también una urgencia quirúrgica. Estaba de guardia con los residentes de cirugía Sebástian Mareas, R3, y Agustín O´Malley, R2. Dos jóvenes entusiastas y trabajadores, pero que en ese momento estaban en el quirófano en plena tarea.
Los asistía Daniela R., también cirujana de los viernes, en la clásica colecistectomía laparoscópica laboriosa proveniente del piso de cirugía, donde seguramente ese paciente que estaban operando llevaba más de una semana internado. Entonces llevamos el anciano al tomógrafo junto con la R1 de clínica y con Paolo. Mientras lo pasábamos al gantry y el técnico de TAC Carlos Bad completaba los preparativos para realizar ese estudio, los diagnósticos diferenciales de lo que podría portar el paciente sobrevolaban dentro de mi cabeza.
¿Una perinefritis, un absceso renal, un absceso en el psoas? La ecografía parecía orientar hacia una patología retroperitoneal derecha.
¿Un tumor de ciego complicado? La edad, la anemia y una patología en ese lado del abdomen nos obligaban a pensar también en esa entidad.
La presencia de una incisión paramediana derecha baja parecía descartar que pudiera tratarse de una apendicitis complicada, dado que ese abordaje había sido usado con frecuencia en un pasado lejano para esa patología.
Y tampoco podíamos dejar de pensar en patologías médicas, como por ejemplo una colitis seudomenbranosa, dado que ese paciente había recibido ya una suficiente cantidad de antibióticos como para que su flora intestinal autóctona estuviera afectada.
Recordé también cosas extrañas y fatales que alguna vez había operado, como una celulitis retroperitoneal derecha de origen desconocido en un homeless, la cual había descendido y emergido por la región inguinal del mismo lado, simulando una hernia inguinal atascada.
Cuando uno trataba de dilucidar que tenía un paciente en base a la presentación de sus signos y síntomas, aplicaba el hábito de pensar primero en las enfermedades que eran más probables que ese paciente tuviera. Eso disminuía, desde el punto de vista estadístico, la posibilidad de que nos equivocáramos. Pero tratándose además de un paciente añoso, con muchos antecedentes y proveniente del servicio de clínica médica, la realidad era que todo era posible.
Ese servicio nos tenía acostumbrados a todo tipo de sorpresas, algunas de las cuales eran catástrofes feroces, y por algún motivo digno de estudio la mayoría de ellas surgían como incidentes nocturnos. De larga data conocíamos esa inagotable fuente de trabajo para nosotros. Pero en esa circunstancia se deslizaba también una distracción nuestra: haber abandonado aquella vieja costumbre de pasar sala por la mañana temprano, en el comienzo de la guardia, por el servicio de clínica médica. Ver rostros sorprendidos de residentes de clínica que preguntaban acerca de quién nos había llamado, y nosotros contestando que simplemente habíamos ido a comprobar si tenían algo para operar.
En el momento en que comenzaba a realizarse aquella tomografía pensé en aquello. En que quizás si recuperáramos ese hábito se tornaría menos frecuente finalizar en el tomógrafo a altas horas y con un paciente grave e internado desde varios días antes en clínica medica. En que quizás pudiéramos evitar más a menudo esas situaciones de urgencias donde el paciente arribaba más enfermo aún, y donde los que lo rodeaban también estaban más cansados y con los reflejos más lentos.
La residente y yo nos ubicamos de pie y muy próximos al técnico del tomógrafo, el cual sentado junto a la consola había intentado infructuosamente darle alguna indicación al paciente por el micrófono.
-Pero no escucha nada este viejo…-manifestó Carlos, con su habitual tono de voz áspero y quejoso.
Noté de reojo un sutil gesto de fastidio en la cara de la R1, al oír una de esas frases del técnico de TAC a las que nosotros sí estábamos acostumbrados.
La realización de la tomografía fue veloz y sin el uso de contraste endovenoso, dado que la función renal del anciano estaba afectada. Y ya en la bajada de los primeros cortes se vio una extraña y enorme imagen detrás de la vejiga y del ciego, de densidad heterogénea y con gas en su interior. Parecía ser un gran absceso con tabiques, paredes gruesas y adherencias a los órganos vecinos, los cuales lo rodeaban totalmente.
-Pero mirá que torta…-dijo Carlos.
-Tenía razón el solitario residente de imágenes...-le comenté por lo bajo y sin mirarla a la residente de clínica, la cual a mi lado también observaba de cerca esas imágenes en el monitor.
Ese caso estaba ya totalmente definido, y así como se presentaba nosotros debíamos resolverlo. Y debíamos hacerlo porque estábamos en el escalón más alto de complejidad de los cuidados médicos. Teníamos todos los recursos en el hospital y no había excusas de ningún tipo para no seguir, por más difícil que pareciera.
Inmediatamente pensé en como evacuar a esa colección espesa, que sin duda correspondía a una infección, y así combatir la amenaza para el abuelito.
Un drenaje percutáneo hubiera sido el modo menos invasivo de hacerlo, pero no había una ventana segura para ingresar a través de una punción. La colección estaba rodeada por intestino y por los huesos de la pelvis y de la columna lumbar.
Un abordaje laparoscópico podía complicarse desde el punto de vista local por adherencias de las cirugías previas, pero también por la dilatación intestinal presente, seguramente debida a una parálisis del intestino secundaria al foco infeccioso. Y el abordaje laparoscópico también sería riesgoso debido a la condición hemodinámica del paciente, el cual no estaba en condiciones de una cirugía prolongada y bajo un neumoperitoneo opresivo.
-Hay que operarlo. Abierto. Y tiene que ser algo rápido, de forma que lo tolere.
Giré mi cabeza hacia la R1, que observaba el estudio a mi lado. Iba a explicarle los pasos a seguir y sus fundamentos cuando de pronto le vi una lágrima cayéndole por la mejilla en cámara lenta.
Me quedé con la boca abierta y no pude hablarle. Y desvié mi mirada para que ella no se sintiera incómoda.
¿Cuándo había sido la última vez que observara a un médico llorar en su trabajo?
Había una mezcla de energía y compasión dentro de ese gesto juvenil, y eso terminó de introducirme en las profundidades del caso desde otra visión. Desde unos minutos antes percibía que pensaba con más claridad acerca de todas las alternativas, y luego se me agregaba otra cosa, eso, algo que no pertenecía a la precisión técnica, sino que era de otra naturaleza, pero más motivador aún.
Algo inasible,
pero real,
y más potente aún que el conocimiento puro y las destrezas quirúrgicas aisladas.
No me animé a poner una mano en el hombro de esa chica, como muchas veces lo había hecho con otros residentes preocupados por algo. Apenas la conocía. Pasé por detrás de ella, y antes de entrar en la sala del tomógrafo le dije mirándola solo por un instante:
-Vamos, que va a zafar.
Ubiqué la camilla de transporte al lado del gantry y junto con Carlos y la residente sacamos al paciente. Apareció un camillero y se lo llevó rumbo al shock room junto con la R1. Me encontré en la puerta de TAC con la hija del señor y nos quedamos allí hablando. Le expliqué todo. Su rostro se fue ensombreciendo a medida que yo agregaba más detalles de lo que estaba pasando y de lo que nosotros podíamos hacer por él. Pero aceptó seguir adelante, con todo lo que fuera necesario. Y lo hizo sin dudar, simplificándolo todo. Como si fuera una decisión preparada de antemano, desde tiempo atrás, lista para salir al ambiente y resolver los conflictos si era necesaria.
La empatía del médico residente.
Un paciente con repuesta a la reanimación.
Una patología claramente quirúrgica.
El aval de la familia.
Adelante.
Mientras Paolo continuaba mejorando todos los parámetros del abuelito en el shock room, me dirigí a quirófano para explicarle al anestesiólogo lo que íbamos a hacer. Recién podía hacerlo en ese momento, con la situación ya definida en todos sus planos, y ese diálogo cirujano-anestesiólogo dependería del día de guardia en cuestión. A veces significaba un mini-ateneo, a veces un ajustado trabajo en equipo, y otras veces una difícil y ardua negociación.
Ese día significó un trabajo en equipo porque estaba Grace Montes de Oca en quirófano, una anestesista con la cual compartíamos la misma filosofía de acción y a la cual yo conocía de memoria. La llamé desde la salida del vestuario y cuando venía desde uno de los quirófanos, donde estaba con mis compañeros, yo ya sabía cómo sería ese diálogo. Primero despuntaría su placer por la ironía, y me preguntaría mirándome de reojo y sonriendo:
-¿Qué querés operar?… ¿Qué saliste a buscar ahora?
Luego se conectaría con el caso, preguntándome todo acerca de ese paciente y todo acerca de nuestro plan operatorio. Bastaría que habláramos unos minutos para que eso atrajera la atención de otro aliado: el residente de anestesiología de turno, en ese caso Joni 2, que iba a unirse a la conversación para realizar aportes.
-Terminamos esta cirugía y te llamo –diría Grace.
Y aprovecharíamos ese valioso tiempo adicional para seguir optimizando, junto con Paolo en el shock room, la condición de nuestro geronte en apuros antes de ir al quirófano.
Shock hemorrágico=a quirófano de inmediato.
Shock séptico=…mejorar la condición del paciente primero. 2 o 3 horas de soporte previo son mejores que correr hacia el quirófano de inmediato. Y ese no será un tiempo perdido .Luego significará una cirugía más efectiva, evitar la necesidad de un control de daños, y un post-operatorio más favorable.
Cuando volví a quirófano más de una hora después y ya con el paciente, pude tomar contacto con los residentes que habían finalizado una difícil colecistectomía. Y como otras veces, ya sabía que reacción iban a presentar. Una reacción en espejo, que sería igual a la de mi entusiasmo por operar y por tratar de resolver un problema.
Pero ellos además tendrían un bonus, ese que resultaba de recibir directamente en quirófano a un caso listo para operar. Un regalo de cirugía. Y por unos segundos me puse en el lugar de ellos, como cuando yo era residente. Ese era uno de los sentimientos más felices que recordaba de aquella época: la alegría de recibir en quirófano a otro compañero que traía a un paciente preparado para cirugía, otro caso desafiante, y ya con el camino allanado para todo el equipo.
Para un residente de cirugía
no hay nada mejor
que otro residente de cirugía.
Los sorprendí cuando estaban en uno de las oficinas de quirófano, completando los papeles de la operación que acababan de realizar.
-¡Uh, buenísimo!-dijo Agustín.
-¡Esaaaa! ¿…Que tenemos?- pregunto Sebástian, mientras observaba por otra ventana el ingreso del paciente al sector.
Desde la ventana que comunicaba a ese office con el pasillo de entrada a quirófano les relate una síntesis del caso, con todos sus conflictos y alternativas. Y a medida que lo iba haciendo, ellos se pusieron de pie, se acercaron, y sus caras fueron traduciendo lo que estaban experimentando: excitación progresiva.
Poco después estábamos largando la operación. La incisión no podía ser otra que una mediana, en principio infraumbilical dada la ubicación del enemigo interno. Estuve a punto de decirle a Sebástian, quien sería el cirujano, que se ubicara a la izquierda de modo que tuviera mejor visión de la patología. Esa bocha maléfica que amenazaba al septuagenario era enorme y sobrepasaba la línea media, aunque predominaba en el lado derecho. Quien estuviera del lado opuesto tendría un mejor acceso a ella. Pero decidí quedarme yo en esa ubicación, por si las cosas se complicaban.
En el arranque nomás el paciente mostró de que estaba hecho, y acusó el impacto de las primeras manos que se le arrojaron encima. Su tensión arterial cayó picada en el comienzo de la anestesia general, comenzó a presentar arritmias y requirió aun más drogas vasoactivas para sostener una tensión arterial aceptable. Percibí ajetreo del otro lado del campo de tela que los anestesistas colgaban en la cabecera de la mesa. Vi al anciano flamear con un muñeco de trapo en medio de la tormenta. Y temí por él.
Grace arrojó al ambiente un pensamiento en voz alta, que todos compartíamos:
-Tenemos que simplificar, tratemos de terminar lo antes posible.
Debajo de la incisión apareció el epiplón mayor como un telón férreo que ocultaba el escenario. Lo retrajimos con dificultad y entonces fueron apareciendo los actores secundarios en esa escena: asas del intestino delgado adheridas al plano profundo. La necesidad de terminar rápidamente esa cirugía se enfrentaba con el riesgo de que lesionáramos algún sector de ese intestino al despegarlo. Y eso obligaría luego a una anastomosis o a una ostomia, situaciones que no deseábamos en absoluto.
Aumentó mi ansiedad y comencé a meter mano en la zona para desbloquearla, mientras comentaba:
-Esto lleva muchos días de evolución.
Pero también recordé que los residentes debían llevarse a sus casas, cuando todo eso finalizara, una experiencia completa del caso.
-Toquen esto. Estas adherencias muy firmes.
Aguardé que ambos palparan como el intestino delgado se había fundido con esa colección.
-Vamos liberando estas adherencias así: las apretamos suavemente entre el pulgar por un lado y los dedos índice y mayor por el otro, hasta romperlas.
Una vez más y como en tantos otros momentos de tensión intraoperatoria, surgió una frase que los residentes conocían bien y que ayudaba a descomprimir el momento:
-Yo no robo…¡Yo le muestro el camino a los residentes!-dije fatigosamente, mientras luchaba contra ese magma visceral.
-Ah, bueno…Pensé que me estaba robando la cirugía-agregó Sebástian.
Hasta que de pronto el enemigo se descuidó en un flanco, y por allí entró mi mano que hizo salir un torrente de pus blanco e inodoro.
-No es fecal esto…-dije, ante la ausencia de olor en esa lava que corría.
Comenzamos a aspirar una gran cantidad de pus, que parecía que nunca iba a dejar de salir desde esa fortaleza.
-Parece que era para operar esto…-manifeste en voz baja.
Cuando se agotó esa erupción, Sebástian pudo introducir su mano dentro de la cavidad vacía y romper tabiques laxos. Desde allí dentro pudimos completar luego en forma más segura la liberación de las asas intestinales y destechamos esa cavidad. Mientras los residentes lavaban la zona con abundante solución fisiológica, me aparté de la mesa de operaciones y me acerqué a Grace que estaba sentada en un banquito escribiendo su reporte.
La señalé con ambos índices a la vez que le decía:
-…Muchos días en tratamiento con antibióticos por una infección urinaria…
Grace sonrió ampliamente, del único modo que sabía sonreír, y no acotó nada mientras seguía escribiendo.
Otro oleada de alegría, de esas que venía experimentando desde que había decidido la cirugía para ese viejito.
Por haberlo sacado de su cuarto de internación, pese a todos los pronósticos.
Por estar ahí en ese momento, interviniendo sobre algo que había que resolver de ese modo.
Y por estar trabajando en equipo con esas personas, con las que me sentía muy cómodo.
Entonces le pregunté a los residentes lo mismo que me preguntaba a mí mismo:
-¿De dónde vino este pus?
Tardaron unos segundos en contestar. No habíamos hallado hasta ese momento ninguna perforación intestinal.
-La vejiga. Tiene mucha fibrina encima…-dijo Sebástian.
-Si… En la TAC se le veían las paredes muy engrosadas y el paciente ha tenido muchas infecciones urinarias-acotó Agustín.
-Ok. Hagámosle una prueba hidráulica a la vejiga- propuse.
María Elena era la instrumentadora que actuaba como circulante y le pedimos que por debajo de los campos operatorios le conectara una guía de suero a la sonda vesical. El objetivo era instilar solución fisiológica por esa sonda, de modo de plenificar la vejiga y descartar así una perforación.
La prueba resultó positiva cuando apareció solución fisiológica en el sector más declive de la cavidad peritoneal: el fondo de saco de Douglas.
-¡Acá está!-exclamó Sebástian.
Ubicamos a un pequeño orificio de un centímetro de diámetro, el cual intentaba pasar desapercibido entre las placas de fibrina que recubrían la pared posterior de la vejiga. Ese había sido el origen de la gran colección tabicada que habíamos drenado. Y de inmediato pensamos que se trataba de la perforación espontánea de una vejiga enferma.
Perforación en vejiga patológica: cicatrización y resultados funcionales inciertos.
Además de repararla, asegurar el drenaje de orina con una cistostomía suprapúbica.
Recordé los consejos de Joaquín B., un ex-residente de cirugía del HGU luego convertido en urólogo, acerca del manejo de esas vejigas con perforaciones no traumáticas. Y junto con los residentes recordamos dos casos con algunas similitudes que habíamos operado en las semanas previas: otra paciente añosa y una mujer joven, ambas con necrosis en el domo de la vejiga.
-¡Como venimos con las vejigas,eh…!-exclamó Sebástian.
-Son rachas…-agregué- Vamos, la de siempre.
Y la de siempre consistía en repetir los gestos quirúrgicos que habíamos empleado en los otros casos: desbridamiento de los bordes de la perforación y envío de una muestra de ese tejido para biopsia. Antes de que Sebástian suturara el orificio con material reabsorbible, aprovechamos ese acceso al interior de la vejiga para desde allí atravesar un sector extraperitoneal del órgano con una pinza. Y ese instrumental trajo desde fuera de la vejiga a otra sonda Foley gruesa que dejamos como cistostomía suprapúbica con rol descompresivo.
Volvimos a lavar la zona donde estaba la gran colección de pus, revisamos que no hubiera lesiones intestinales y colocamos dos drenajes en el lecho de esa cavidad post-absceso. El abuelo toleró la parte final de la cirugía y se mantuvo estable dentro de su gravedad.
Por fortuna para él pudimos ubicarlo en la UCI, gracias a que un paciente joven con un traumatismo de cráneo acababa de fallecer y dejaba su cama disponible en ese servicio. Nuestro paciente salía de quirófano con asistencia respiratoria mecánica y con su tensión arterial dependiente de drogas inotrópicas. Para sobrevivir dependería de un monitoreo celoso y de un soporte agresivo en cuidados intensivos, durante una recuperación que se perfilaba larga y tórpida.
-Este paciente va a salir adelante… ¡Estoy seguro!-dijo Agustín cuando lo ingresábamos en la UCI.
Los dejé seguir y me quedé con la hija que estaba en la puerta de ese servicio.
-La cirugía nos dejó conformes. Si no lo hubiéramos intervenido, no hubiera tenido ninguna chance. Su padre resistió, pero esto es solo el 50%...Ahora viene el resto, que es el post-operatorio, donde tiene posibilidad de todo tipo de complicaciones…
Como un par de horas antes, ella volvió a reaccionar con la misma calma.
El periodo postoperatorio fue como esperábamos: extenso y laborioso. Pero el abuelo fue alcanzando todas las metas en ese camino. Con altibajos y con tiempos prolongados, pero lo logró.
-¿Y? ¿Cómo viene? –le preguntaría diariamente a Sebástian.
-¡Muy bien! …¡Hasta habla ahora!
Volví a experimentar con cada una de esas buenas noticias diarias a los mismos flujos de alegría que en la noche de su cirugía. Pensé que habría ocurrido si lo dejábamos sin operar. Pensé en como podíamos cambiar el derrotero de algunas enfermedades. Y pensé también en la importancia de reconocer en que casos debíamos realizar ese intento.
Mis compañeros y yo habíamos sido un grupo comando, que acudió al rescate de un abuelito en peligro, en medio de la noche. Y lo habíamos logrado, luego de tomar los comandos de su vida y darle esa oportunidad para seguir que se merecía.
El autor |
Es miembro de la Asociación Argentina de Cirugía y de la Sociedad Panamericana de Trauma, e instructor del curso internacional ATLS (Apoyo Vital Avanzado en Trauma), programa de entrenamiento orientado a médicos para el manejo inicial de los pacientes traumatizados. |