Historias de un cirujano de trauma

Extremo

Heridas de arma blanca en el vértigo de una guardia; la violencia social y la urgencia médica

Autor/a: Dr. Guillermo Barillaro

HGU. Un domingo. 6.10 a.m.

Percibí el sonido suave de mi teléfono móvil, en medio de la oscuridad de mi habitación del subsuelo. Era Cristian Q., R3 de cirugía.

-Voy a ver una herida de arma blanca en tórax, llamaron del shock room. Cualquier cosa, te aviso- me dijo en un tono tranquilo.

-Dale, sí, avísame.

Pero al cabo de unos segundos recordé algo que yo mismo había dicho antes.

Un médico residente nunca debe estar solo cuando asiste a traumatizados. Las decisiones que vaya a tomar pueden ser evaluadas un segundo antes de que él proceda, y muchos potenciales errores pueden ser así prevenidos.

En el Trauma el manejo del tiempo es crucial para los resultados.

Me cambié en pocos segundos y subí por la Gran Curva. A  a medida que me acercaba al shock room me iba sintiendo cada vez más contento por la decisión de levantarme de inmediato. Recordé otras oportunidades  similares en la cuales  luego había sido recompensado con la visión desde su inicio de un caso impresionante. Esos recuerdos continuaban siendo un estímulo para levantarme  en medio de la noche.

Cuando ingresé en la sala de shock encontré un gran movimiento. Todos los residentes de cirugía estaban allí: Cristian Q., el R2 Sebastian Mareas y la R1 Nadim White. Celebré que estuvieran trabajando juntos, y deseé también que esa foto la hubieran podido ver otras personas, en particular aquellos médicos de planta que solían criticar a los residentes tratándolos de apáticos. Pero además de esa comunión que ellos estaban mostrando ahí para enfrentar en equipo a traumatizados desafiantes, verlos trabajar también tenía ese plus valioso de evaluar en vivo como realmente lo hacían y como  tomaban decisiones en segundos decisivos.

Cristian y Sebastian estaban realizándole una ecografía al primero de los dos jóvenes heridos por arma blanca que habían ingresado, quien tenía una herida torácica al lado de su tetilla izquierda y era a todas luces el más grave, mientras Nadim hacía lo propio con el segundo, quien presentaba una herida abdominal al lado de su ombligo.

-Tiene un taponamiento cardiaco grande en la ecografía, sin neumotórax -me dijo de inmediato Sebastian, mientras desplazaba la camilla de ese paciente hacia la zona central de la sala con un gesto de preocupación.

Ese paciente estaba muy sudoroso, pálido y obnubilado. Movía sus brazos ampulosamente como si estuviera espantando moscas y había defecado.

Signos premonitorios de lo que se conoce como cagar fuego: muerte inminente.

Bajo umbral, entonces, para hacerle una toracotomía aquí mismo.

Me aproximé e intenté palparle su pulso radial, pero no lo hallé.

-¡Vamos a intubar y necesitamos buenas vías!-les dije a Cristian y Sebastian.

Los residentes comenzaron a sujetar al paciente, quien se había tornado más combativo. Entonces una enfermera logro colocarle velozmente un catéter en el pliegue de su codo derecho.

-¿Qué tiene el otro? – le pregunté a Nadim cuando se acercó a nosotros.

-Herida periumbilical, pero bien, compensado y con ecografía negativa- me contestó rápidamente y con una serenidad sorprendente, teniendo en cuenta que provenía de una R1.

-Ok, quedate con nosotros…Vamos a intubar y no sé qué más-le dije.

-Vamos a intubar, Midazolam y Succinilcolina- le indiqué a una enfermera.

-1000 de Ringer lactato a chorro -a otra enfermera.

-¡Cristian, prepará la caja por si viene toracotomía!

-¡Seba, haceme la maniobra de Sellick!

El paciente se relajó con las medicaciones infundidas en bolo y pude intubarlo sin inconvenientes.

De inmediato pensé en cómo seguir.
 

¿Llega a quirófano este paciente, o hay que toracotomizarlo aquí?   

Cuanto más malo esté un paciente con un trauma penetrante y cuanto más lejos esté el quirófano, más posibilidad de requerir una toracotomía en el shock room.


Solo pude palparle el pulso carotideo y lo hallé débil y lento.
 

¿Toracotomía aquí o toracotomía en el lejano quirófano?

Que este paciente tenga una parada cardiaca es cuestión de segundos, nada más.

-¡Vamos, toracotomía acá!

Desplegamos todo el arsenal de la caja sobre los miembros inferiores del paciente. Yo ya tenía colocados el camisolín, gafas y barbijo desde la intubación orotraqueal y les recordé ese mismo gesto a los residentes. Ellos a veces solían olvidarse de esas medidas protectoras en esas circunstancias, distraídos por la espectacularidad de un procedimiento  novedoso.

-¡Che, bioseguridad, eh!

Si la vida del paciente depende de 20 segundos más o menos, lamentablemente lo más posible es que esté perdida.

Pero a nosotros solo nos lleva 20 segundos colocarnos  camisolín, gafas y barbijo, y así lograr nuestra máxima protección.

Un emergentólogo tomo el ambú para continuar con la ventilación mecánica del paciente, mientras Cristian y Nadim preparaban todo el instrumental de la toracotomía. Acerqué el foco de la lámpara móvil de la pared  y lo coloqué encima del tórax del paciente. Nadim me entregó un mango de bisturí con una hoja número 24 ya calzada y me detuve un segundo para inspirar profundamente.

Imágenes fugaces atraviesan mi mente, separadas por siglos y con extrañas similitudes.

En la cima de la  pirámide y bajo un sol ardiente, un sacerdote enmascarado se dispone a abrir un tórax humano con su cuchillo de piedra afilada, para ofrendar luego ese corazón a los Dioses.

En el centro del hospital de una ciudad perdida y bajo la luz tibia de un foco, un guerrero quirúrgico enmascarado se dispone a abrir un tórax moribundo con su cuchillo de acero, para reparar luego ese corazón.

Practiqué una incisión anterolateral izquierda desde la línea paraesternal hasta la línea axilar media, siguiendo la curva de ese espacio intercostal hacia fuera.

Una descarga de violencia sobre el moribundo, mucho mayor que la puñalada original, pero paradójicamente con otras intenciones. Atravesar los tejidos a toda velocidad, cortando los músculos con bisturí, completando la apertura del espacio intercostal elegido con una tijera y seccionado con el mismo bisturí al cartílago costal craneal a ese espacio, hasta ver una hendidura que permita colocar las valvas adosadas del separador de Finochietto. Como una sinfonía que fluye sin cesar y cuya sucesión de notas y acordes ya conocemos de memoria, mientras alrededor todo lo demás se ha quedado paralizado y en silencio.

Encajé las valvas del separador de modo ajustado entre las costillas e hice girar su manivela en forma frenética. El pulmón insuflado comenzó a aparecer en el campo operatorio que se abría y cada ventilación enérgica aplicada desde las manos del emergentólogo hizo emerger por esa herida naciente a grandes coágulos gelatinosos, rojos y brillantes. Coloqué una gasa grande en el sector lateral de la incisión  para contener al pulmón y a la hemorragia de la pared torácica, de modo que no cegaran nuestra visión del objetivo.

Nuestro objetivo era el corazón y estaba oculto por una masa de grasa y hematomas. El trayecto del elemento punzante había provocado un sangrado en la grasa pericárdica y había borrado la superficie lisa del saco pericárdico. Esa masa oscura no latía y debíamos atravesarla para  liberar al corazón de la opresión del taponamiento coagulado. Teníamos la información ecográfica de una gruesa capa de coágulos que constituían el taponamiento y que protegerían al corazón de nuestro ingreso.

Las maniobras debían ser todas ellas precisas y certeras, sin repeticiones, dado que ese paciente era perseguido por la Muerte y ella estaba a punto de darle alcance. Entonces comencé a incidir con el bisturí, en forma longitudinal, a través del hematoma de la grasa pericárdica. Cada pasada del acero provocaba un sangrado líquido que no provenía del taponamiento, hasta que abrí el saco y afloró a gran presión otro tipo de hemorragia, más profunda y con coágulos sólidos.

Detrás de la salida de los coágulos palpé la hendidura que había practicado en el saco pericárdico y en el ángulo caudal de esa cerradura calcé a ciegas una de la ramas de la tijera apenas abierta. Deslicé la tijera hacia el diafragma y mientras se evacuaban más coágulos que caían en la camilla repetí la maniobra en el ángulo craneal de la pericardiotomia. Esta quedó entonces completada.

Apareció el corazón, que comenzó a latir cada vez con más fuerza y más rápido, y ese fue el anuncio de lo que siguió: la reaparición de un chorro de sangre desde una herida de tres centímetros en el ventrículo izquierdo, que impactó brevemente en mi barbijo y en mi camisolín. Coloqué los dedos de mi mano izquierda sobre la herida y el sangrado se detuvo solo parcialmente, porque ese corazón galopante quería escapar de mi mano.

Una sonda Foley en la herida.

-Pasame una Foley!

Me la entregaron en mano de inmediato. Esa sonda siempre estaba en nuestra caja y era desde hacía mucho tiempo una aliada frecuente en esos choques. Le pedí a Sebastian que le insuflara el balón cuando yo la introdujera. Conseguí realizar esa maniobra sin dificultad porque la herida era grande, pero ese tamaño también provocó que la hemorragia  no se detuviera totalmente pese al inflado y tracción del balón de la sonda hacia fuera.

Persistían chorros sanguíneos en torno a la sonda desde la cavidad del corazón, aunque ya no tan potentes como luego de drenar el taponamiento. El corazón latía cada vez con más intensidad y la tensión arterial había subido, lo que nos parecía indicar que había llegado el momento de subir a quirófano. Pero al mismo tiempo la recuperación hemodinámica provocaba ese sangrado persistente en torno a la sonda, lo cual podía complicar el ya de por sí peligroso viaje.

Hay que suturar la herida cardiaca, aquí mismo, en la sala de emergencias.

Solo así podremos detener la hemorragia e ir a quirófano en mejores condiciones.

Cirugía cardiaca al paso, de necesidad.

-Hay que suturar, sigue sangrando! Pasame polipropileno 3/0! ….Ponelo en el portagujas!- le pedí a Sebastian.

El paso del tiempo y de casos similares  nos había llevado a abultar a esa caja de instrumental de la sala de shock con todo lo necesario para realizar los procedimientos quirúrgicos de emergencias, ya fueran intervenciones de mayor magnitud como las toracotomías, u otras menores como los drenajes pleurales, las cricotiroidotomias o algún lavado peritoneal. La llamábamos La caja de los juguetes y en ella también colocábamos todo el material para la bioseguridad así como accesorios de todo tipo. Tener todo el material allí disponible, al alcance de la mano, había aumentado nuestra confianza para emprender esas cruzadas.

Poné en esa caja todo lo que vayas a necesitar en cualquier noche de estas.

La maniobra para suturarle el corazón a un paciente en la guardia era compleja y requería de mucha coordinación entre Cristian, Sebastian y yo. Debía traccionar con mi mano izquierda  la sonda Foley hacia mí de modo de que disminuyera lo más posible el sangrado desde el ventrículo  cardiaco, a la vez que con mi mano más hábil comenzaría a suturar la herida en torno a la salida de la sonda. Se trataba de pasar puntos en X, lo suficientemente profundos como para cohibir el sangrado y lo suficientemente superficiales como para no pinchar el balón de la sonda.

La figura de X que dibujaban las dos pasadas de la aguja tendría la ventaja de que luego de la primera pasada, Sebastian, ubicado frente a mí y a la derecha del paciente, podría con una de sus manos  tomar los hilos y traccionarlos hacia el techo, de modo de disminuir así la hemorragia circundante. La otra mano de Sebastian se encargaría de la que denominábamos la maniobra de Ferrada, en homenaje al maestro de Cali que tanto nos había enseñado.

Se trataba de que con otra pinza tomara la punta de la aguja que yo hacía pasar a través de la herida para que no perdiéramos el control de dicha aguja, debido que esa era una herida “viva”, una herida  con movimientos dados por los latidos cardiacos. Cristian por su lado, ubicado a mi derecha, aspiraría permanentemente en el campo operatorio y retomaría la tracción  de la Foley, a la cual  yo debería abandonar cuando  anudara las suturas sobre el musculo cardiaco con la debida tensión como para no desgarrarlo.

Para que todo resultara rápido y efectivo en estos casos, era fundamental describir en voz alta todos los pasos que se iban a realizar. Eso acción correspondía al líder y su voz era la única que debía oírse, de modo de prevenir el caos que solía sobrevenir en estos casos cuando había muchas interferencias verbales.  

Líder dando indicaciones claras.

Comunicación efectiva.

Clave para ganar.

-Cristian, aspirá y preparate para tomar la Foley sin tirar mucho, eh!...Seba, con una pinza tomá la aguja cuando salga!

Pese al vértigo del momento traté de serenarme lo más posible para que mis indicaciones resultaran nítidas.

Empezamos repetir esa secuencia y con varias pasadas de puntos la herida fue cerrándose en torno a la salida de la sonda desde el interior del corazón. Solo se oían los monitores y mi voz en medio de la sala de shock. No dimos ningún paso en falso y de  pronto el sangrado cedió totalmente. No fue necesario continuar traccionando de la sonda y la dejamos reposar junto al tórax. Al igual que la tensión que habíamos dejado de ejercer sobre esa sonda amiga, también nuestras espaldas parecían haberse relajado un poco. Era el momento preciso de ir a quirófano sin otras escalas previas y antes de que sobreviniese algún otro contratiempo.

De pronto escuché una voz aguda detrás de mí:

-Esto es lo que yo quería ver!

Era GG, la pequeña instrumentadora de los sábados por la noche. Alguien ya había avisado a quirófano que estábamos realizando una toracotomía de reanimación y que el paciente había respondido a esas maniobras. Fieles a su estilo muy dinámico y comprometido para instrumentar, GG y Florencia habían salido de quirófano y se habían aproximado con vivo interés al foco del trabajo a realizar. En ese momento pensé en como los cambios en el manejo de los traumatizados nos habían llevado a niveles de mayor agresividad y como eso había incluido a las instrumentadoras, las cuales de modo instintivo habían comenzado a actuar fuera de los límites del quirófano, ya sea en la sala de shock o en la UCI. 

Cubrimos la herida de la toracotomía con apósitos por encima del separador intercostal y a todo el paciente con sábanas y una frazada para combatir de algún modo su baja temperatura corporal. Chequeamos la presencia de  oxígeno en el tubo de  la camilla y la permeabilidad de las vía venosas por las cuales le infundíamos Ringer lactato caliente. Percibí una excitación en todos  por el estado recuperado del paciente y porque finalmente podríamos ir al quirófano en mejores condiciones. Una serena euforia inundaba el ánimo y nos hacía pensar que ese paciente iba a sobrevivir.

En cinco minutos ya teníamos al herido sobre la mesa de operaciones. Su ingreso en condiciones de sedación e intubación, su herida abierta y la rápida colaboración de todo el personal aceleraron los tiempos operatorios. Pudimos lavarnos y cumplir con todas las normas de asepsia, a diferencia de otros casos más dramáticos aún.

Organizamos con Cristian y Sebastian un nuevo ataque quirúrgico al corazón con maniobras sincronizadas, pero el retiro de la sonda Foley no se acompañó de más sangrado y solo hubo que dar un punto en el miocardio. La parte más importante y la mayor parte de esa cirugía ya habían tenido  lugar en el shock room. Y eso había sucedido  de un modo tan vertiginoso y potente que una sensación excitante  comenzó a arrastrar a mis pensamientos cuando cerrábamos el tórax y luego cuando transferíamos el paciente a la UCI.

Volví al vestuario de quirófano por mis ropas. Luego de recorrer de nuevo los pasillos había comenzado a sentir frio por primera vez  en esa mañana. En silencio y en medio de la luz del día que comenzaba otro film pasó por mi mente.

Primero el paciente nos había necesitado para sobrevivir a través de una emergencia crucial, pero luego nos había entregado a cambio una energía misteriosa. Nos había dejado esa emoción a la cual nos habíamos tornado adictos, esa satisfacción recargable de tener una vez más el poder para salvar vidas limítrofes. Esa fuerza renovable que requeríamos para continuar adelante en las duras arenas de las emergencias. Ese sentimiento en el corazón  y en la mente de ser verdaderamente fuertes mientras vencíamos al Trauma.

Pensé en el evento traumático que había castigado al paciente, en todo lo que le habíamos hecho nosotros luego y en su sangre en el suelo de la sala de shock. Pensé en el camino incierto  que aún le faltaba recorrer para retornar a su hogar.

Puse una rodilla en el suelo y cubrí mis ojos con una mano para que nadie me viera llorar, aunque estaba solo en el vestuario.

El curso postoperatorio del paciente fue muy turbulento. Luego de unos primeros días en los cuales se estabilizó favorablemente y todo parecía encaminarse a una recuperación lisa y sin obstáculos, sobrevino otra etapa caracterizada por dificultades para  despertarlo sin excitación.

Cada intento de retiro de las medicaciones sedantes, como paso previo a quitarle el tubo orotraqueal de la respiración asistida, se acompañaba de cuadros de agitación psicomotriz y respiratoria. La cuestión se tornó recurrente y ni siquiera la práctica de una traqueostomía percutánea, a quince días de su ingreso, cambió ese estado complicado. Se sospechaba que podía deberse a un cuadro de abstinencia de drogas y cada vez requería dosis más altas de sedantes para  tranquilizarse luego de los intentos fallidos para despertarlo.

La situación había comenzado a preocuparme y temía por complicaciones respiratorias, cuando en el día 23 desde su ingreso se produjo otro tipo de evento, algo totalmente inesperado para nosotros.

Estaba de viaje en ese momento cuando recibí en el teléfono celular un mensaje que me dejo paralizado. Leo Bahía, el residente que estaba de guardia, había acudido a la UCI junto con uno de los cirujanos del día ante un llamado de emergencia desde ese sector.  Se trataba de ese paciente, el cual había comenzado a sangrar en forma torrencial en torno a su cánula de traqueostomia. Era un sangrado arterial  y lo había llevado rápidamente a una condición de shock. Leo y su médico de planta habían intentado cohibir el sangrado con compresión directa  y con la colocación de pinzas en torna a la cánula, pero nada dio resultado.

El desenlace fue breve y brutal: shock hipovolémico, paro y muerte.

Noté impotencia y angustia en el mensaje de Leo, en su relato de como el paciente había muerto en sus manos. Sospeché al igual que en otras oportunidades  que se habría tratado de algún decúbito de la cánula traqueal sobre un vaso arterial vecino. De pronto, sentí una enorme tristeza. Habíamos luchado mucho por ese paciente y teníamos  grandes expectativas acerca de su recuperación, cuando de pronto había llegado ese cruel golpe y todo se había terminado.

Sin embargo, como algo instintivo apenas un momento después, comencé a comentarle a Leo acerca de la experiencia de casos  similares. Sentía que afloraba siempre, aun en las peores circunstancias médicas y emocionales, esa necesidad de extraer alguna experiencia de todo lo que le ocurría a nuestros traumatizados. Pensé en como nuestra convivencia con la tragedia y la muerte nos había llevado a proveernos de ciertos mecanismos de defensa psicológica, con racionalización y con  objetivos académicos.  

Junto con una veloz aceptación  de la irreversibilidad, conversamos con Leo acerca de como el paciente podía haber llegado a esa situación y como ellos la habían abordado. Recordé otros casos de sangrado tardío post-traqueostomia a los que yo también me había enfrentado. Le sugerí a Leo que en otro caso futuro procedieran con un rápida reintubación orotraqueal mientras ejercían compresión sobre la hemorragia en el cuello y retiraban la cánula traqueal, de modo de intentar un abordaje más directo y efectivo de la  causa del sangrado.

 A medida que hablábamos noté que comenzaba a serenarme  y deseé lo mismo para Leo, más joven, menos experto y menos golpeado aún por pérdidas de pacientes. Como si hablar acerca de lo sucedido sacara a la superficie  y expusiera todo lo que habíamos hecho hasta ahí con ese paciente, todo lo positivo y lo negativo que pudiera haber, desde el primer hasta el último minuto de su paso hospitalario. Como si pensarlo en voz alta echara sobre ese caso toda la luz que necesitábamos para cerrarlo. Una síntesis inesperada para ese día, pero que finalmente lo exorcizara.

Luego de terminar la conversación con Leo y de cruzar otros mensajes con Sebastian, el cual quedó igualmente azorado por la  sorpresa de esa jornada, salí a caminar. Estaba en el interior de la provincia de Salta en ese momento y comencé a subir por la ladera rocosa de un cerro.

Comencé a prestar atención a cada  una de las piedras en las que pisaba y a las que me iba aferrando para trepar  por aquella elevación. Ellas eran obstáculos que jalonaban el largo camino para llegar a la cima. Esas rocas cada vez más grandes, entre las cuales me iba desplazando y a las cuales iba superando, me trajeron de inmediato el recuerdo de lo que significaba el Trauma para nuestros pacientes y para nosotros.

Mientras seguía ascendiendo y la brisa se tornaba cada vez más fresca e intensa, percibí que no podíamos dejar de respetar a esa enfermedad violenta, oculta bajo las diversas formas de una montaña con riesgos y peligros constantes.

No podíamos dejar de saber que cada una de esas travesías en las que acompañábamos a un paciente siempre incluía las acciones y los tiempos de subir y bajar, y que cada periplo no terminaba con esa alegría efímera de coronar una cima difícil. Ese viaje debía finalizar con el regreso sano y salvo al campamento base. Todo  debía concluir con la salida del paciente, dado de alta y llevando su bolso en una mano, por la puerta grande del hospital.

Y cuando eso no sucedía, nos dábamos cuenta de que nunca estábamos del todo preparados para aceptarlo.

Dos pinturas que se superponían, transformándose bruscamente una en la otra.

Euforia: un rayo de gloria que parecía eterna.

Frustración: el polvo lapidario de la derrota.

No debíamos olvidar nunca que el Trauma podía tener un poder devastador, ese capaz de hacer oscilar a los pacientes de un extremo a otro.  


 
 El autor
 
Guillermo Barillaro
Médico. Oriundo de Tandil, provincia de Buenos Aires
Ha dedicado toda su carrera profesional al área de la Cirugía de Urgencias, del Trauma y de los Cuidados Críticos, tanto en la faz asistencial como en la docente y académica. Es miembro de la Asociación Argentina de Cirugía y de la Sociedad Panamericana de Trauma, e instructor del curso internacional ATLS (Apoyo Vital Avanzado en Trauma), programa de entrenamiento orientado a médicos para el manejo inicial de los pacientes traumatizados.