Historia de cirujanos

"Clamp"

La vida en una guardia hospitalaria donde el vértigo y la violencia son el paisaje de cada jornada

Autor/a: Guillermo Barillaro

Cerca de la medianoche del viernes en la guardia del HGU. En un alto del fuego aprovechábamos para cenar, cuando de pronto Ferguson, el histórico traumatólogo de esa guardia, me dijo entre la séptima y octava porción de pizza que estaba comiendo:

—Nosotros tenemos que tener ese fierro.

Me sorprendió su brusca declaración, dejé de masticar  y me quedé mirándolo. Recordé fugazmente la reunión secreta de alguna película, en la cual la banda de asaltantes planeaba un golpe y procuraba conseguir armas para ese fin. E imaginé al gigantesco Ferguson como al jefe de esa banda.

Pero el traumatólogo se refería a otra cosa.

—Nosotros tendríamos que tener el C-clamp... Este es un hospital que atiende muchos traumatizados, nosotros vemos muchas fracturas pélvicas, y ese clamp es un elemento que debería estar a mano.

Ferguson hablaba acerca de uno de los grandes cucos del mundo del Trauma: las fracturas inestables de pelvis. Y él y yo compartíamos el interés y la preocupación  por ese tópico maldito. Lo habíamos  hecho desde la teoría cálida de una sobremesa, en cualquier noche de guardia. Y lo habíamos hecho desde la práctica sangrienta y agitada en el quirófano contra ese jinete del apocalipsis, ese enemigo cruel que resultaba ser siempre ese tipo de  fracturas. Una figura oscura, un centauro despiadado, que a todo galope  parecía acercarse y abatir su guadaña  pesada sobre quienes habían caído en una colisión de tránsito.

Con el paso de los años esos traumatismos nos habían retado desde su anatomía y fisiopatología intrincadas, y acabarían generando en nosotros un magnetismo solo comparable al de otros daños desafiantes, como lo eran las heridas de grandes vasos, las laceraciones cardíacas  o los golpes duros sobre el hígado. Era una de las causas más letales de hemorragia no compresible del torso, continuaba poniendo a prueba el despliegue de todos los recursos y castigaba a los pacientes con una alta mortalidad. Y todo eso, había convertido a esa lesión en una de las grandes bestias negras del Trauma.

Pero la complejidad del asunto no terminaba con la naturaleza de dicha lesión. Asistiendo a uno tras otro de esos pacientes comprendimos  que se trataba de uno de los ejemplos más emblemáticos de la necesidad de manejo multidisciplinario ajustado. Durante muchos años había sido una patología que era abordada  por los traumatólogos casi en soledad, y recordaba esa etapa que había coincidido con los años en que Ferguson y yo habíamos sido residentes en el HGU. Los cirujanos  no solían involucrarse desde el inicio con estos pacientes, y solo acudían si los llamaban  ante el diagnóstico de alguna lesión asociada.

Morder el polvo de la derrota en muchas oportunidades y reflexionar amargamente en el vestuario luego de cada deceso, comenzó a gestar una actitud distinta en nosotros. Les solicitamos a los traumatólogos que nos avisaran ante el ingreso de cualquier paciente con una fractura de pelvis y empezamos a clasificarlos de acuerdo a su gravedad y tipo de fractura. Desde el servicio de cirugía organizamos un ateneo denominado “El trauma pelviano está matando gente”, junto con los servicios de emergencias, cuidados intensivos y traumatología. Una residente de cirugía, Lorena TR, expuso en la biblioteca del HGU una revisión  extensa del tema y acordamos un protocolo de acción basado en los recursos de nuestro hospital. El manejo de esas lesiones comenzó entonces a tornarse más organizado y sistemático. Siempre  se  había tratado de un enemigo poderoso, pero acercarnos al mismo comenzó  a revelarnos como debían ser nuestras fortalezas.

Adoptamos las nuevas modalidades de reanimación, las cuales restringían el uso de cristaloides y transfundían agresivamente hemoderivados, en proporciones casi iguales de sangre, plasma y plaquetas. Nos aferramos  al uso de la compresión circunferencial pélvica con una sábana, con la misma fuerza con la que ese dispositivo sudamericano  intentaba cerrar la pelvis, y la dejábamos colocada hasta el momento mismo en que se realizara en el quirófano la fijación ósea con tutores externos. Nos esforzamos para descartar cualquier lesión extrapélvica  cuya importancia pudiera  influir en el manejo global, y para ese fin recuperamos al lavado peritoneal diagnóstico y explotamos la tomografía de cuerpo entero. El lavado peritoneal era un recurso al cual muchos ya habían dado por muerto, pero que nosotros en realidad nunca habíamos abandonado del todo. Comenzamos a utilizarlo en los  pacientes con fracturas pélvicas y shock, y nunca nos fallaría a la hora de tomar decisiones con respecto a si abordar primero la fractura pélvica o el abdomen, en esos casos conflictivos de lesiones sangrantes combinadas. Por otro lado, en los pacientes hemodinámicamente normales el empleo de la tomografía de cuerpo entero, o pan tac como le decíamos, nos permitió evaluar por completo a esos pacientes y buscar sangrados ocultos a través de extravasaciones del contraste vascular.

Y para el manejo del  sangrado pélvico íntimamente relacionado con la fractura, echamos manos a todo el arsenal hemostático de una sola vez, acción a la que llamaríamos poner toda la carne en el asador. Comenzamos a asociar de modo sistemático   la fijación ósea externa con el packing pélvico preperitoneal, recurso que venía de Europa y que resultó ser todo un descubrimiento para nosotros. Consistía en un taponamiento con gasas que colocábamos por dentro del anillo pélvico, en íntimo contacto con el hueso y con los vasos que sangraban, y se transformó rápidamente en otro caballito de batalla para esos cruces de altísimo riesgo.

Entonces la mortalidad de las fracturas pélvicas inestables, asociadas con shock, comenzó lentamente a disminuir, a la vez que siempre había dentro de la asistencia algo para mejorar o pulir, o bien algo nuevo para conseguir. Un nuevo ateneo de actualización del tema, años después, lo decía todo desde su título: “El trauma pelviano sigue matando gente”.

Entonces, era bienvenido todo lo que sumara en esa lucha desigual, tratando de salvar a pacientes que arribaban cerca de la exsanguinacion.

Así fue como Ferguson trajo la idea de conseguir un C- clamp. Se trataba de una gran pinza pélvica, que tenía cierto  uso en Europa como instrumento de estabilización de emergencia para fracturas del anillo pélvico. Era una especie de compás gigante que abrazaba a la pelvis por detrás, y por ello su principal indicación estaba dada por las disrupciones posteriores, entre el sacro y el hueso ilíaco.

—No es para cualquier fractura pélvica…—le comenté a Ferguson, traduciendo mis pensamientos mientras visualizaba lo que él me explicaba.

—Pero tenemos que tenerlo, es un fierro bárbaro. Lo ponés y te cierra la pelvis atrás — hizo un gesto de pinza digital con sus dedos pulgar e índice, apretando una aceituna— en esos casos de inestabilidad posterior que suelen asociarse a sangrados difíciles de controlar. Y si estás entrenado, se puede aplicar rápidamente, incluso en el shock room…

El tema comenzó  a interesarme y pensé en como hacernos de ese clamp.

— ¿Y cuánto cuesta?  —pregunté, como si estuviera por comprar algo en el buffet del hospital.

Ferguson mencionó una cifra que me pareció increíble.

—¿¡Qué?! No te puedo creer…Eso es más de cinco veces nuestro sueldo mensual.

—Yo lo que no puedo creer  es que en este país no se compren estos recursos para los hospitales—afirmó Ferguson, mientras abría otra caja de pizza— ….¡Porque en este país hay guita!

Recordé de pronto charlas similares, interminables, con muchos compañeros, en medio de las guardias y a lo largo de tiempo. Me parecía  un nuevo deja vu acerca de un tema insoluble, y traté de no pensar en ese callejón sin salida y frustrante.   

—¿Y cómo pensabas conseguirlo?

Ferguson terminó de incorporar en sí mismo otra porción de pizza, y me respondió:

—Ya lo tengo en marcha. Conozco a un muchacho que está en la recta final de su carrera de ingeniería. Solo le falta la tesis. Y su tesis va ser el diseño de este clamp… Lo hablé con él, y está entusiasmado. Después, veremos la fase de la calibración del clamp y del chequeo de su  funcionamiento.   

El relato  de Ferguson me hizo sonreír de inmediato. Noté su característica afición de traumatólogo por el instrumental y material especiales que usaba para trabajar con los huesos. Y por otro lado celebré esa conversación, porque no todos los días uno se encontraba con un compañero de guardia tan enfocado en la lucha contra el Trauma.

La madrugada luego nos distrajo y nos introdujo en otras áreas. El alcohol y la velocidad trajeron fracturas expuestas para Ferguson, y el alcohol y la violencia  me proveyeron a mí de lesiones penetrantes abdominales. Terminamos de operar con la salida del sol, y luego fui a la sala de residentes para el Ateneo de Trauma. En esa mañana ya me había olvidado del tema de las fracturas pélvicas, quizás porque en esa noche no nos había llegado ninguna.

Pero en el sábado siguiente Ferguson me demostraría que estaba decidido con su objetivo de mejorar la asistencia del Trauma pélvico. Su turno de guardia ya había finalizado, pero se quedó un rato más en esa mañana. Había citado a Maximiliano, el inminente  ingeniero, para que nos encontráramos los tres. Fuimos a la sala de residentes de Traumatología en el primer piso, y allí Ferguson le explicó en detalle a Maximiliano acerca de las fracturas pélvicas inestables y del famoso C-clamp. El muchacho era un joven muy alto, y escuchaba en silencio los conceptos del traumatólogo experimentado.

Siempre que hablábamos con alguien que no era médico o paramédico, tratábamos de adaptar el mensaje a un formato comprensible, de modo que la otra persona pudiera entenderlo. Ferguson comenzó a dibujar sus conceptos en el pizarrón del búnker de traumatología, y el muchacho seguía sus explicaciones de pie junto a él. Me quedé sentado a un costado e imaginé que estaría pensando ese joven. Junto a las facetas puramente técnicas de la cuestión, era imposible transmitirle apenas en pocos minutos la real dimensión del drama que habitaba detrás de ese tema. Gente muerta o, en el mejor de los casos, con secuelas de distinto grado. Familias golpeadas o destruidas, detrás de esa gente. Y una asistencia agotadora por parte de los médicos,  muchas veces no exenta de impotencia o frustración, y en medio de un consumo de todo tipo de recursos.

De pronto me distraje, y deje de oír lo que Ferguson decía. Fui secuestrado por la idea de que parecía utópico realizar una prevención primaria para el Trauma en nuestra sociedad, tan alocada desde el punto de vista vial, entre otros. Parecía algo fuera de nuestro alcance, y al mirar a través de la ventana hacia la ciudad parecía también solo cuestión de tiempo que arribara otro caso. Sin embargo, ese muchacho que estaba allí junto al pizarrón,  alguien que provenía de un área de trabajo tan diferente a la nuestra,  también  había llegado desde esa ciudad. La comunidad, a través del ejemplo cándido de ese joven, también podía ayudar y mucho en la lucha contra el Trauma. La presencia novedosa de ese casi ingeniero me infundió una dosis de alegría, y noté que ese combustible puro era siempre bienvenido. Igual que la fuerte luz de sol que comenzaba a ingresar por la ventana en esa mañana.

Le avisé a los residentes de cirugía que no tendríamos  reunión,  porque estaríamos discutiendo acerca de ese proyecto nacido de una idea de Ferguson.  Los invité a venir igualmente, pero  decidieron aprovechar la mañana para completar las obligaciones que tenían en el piso de cirugía. 

Rato después estaba de nuevo en Emergencias, luego que Ferguson y Maximiliano se fueran juntos. De guardia en ese día junto a los residentes de cirugía Santiago Ch., R2, y el Flaco Madero, R1, y también junto a dos cirujanos entrañables. Uno de ellos, mi amigo y habitual compañero de los sábados, Patricio Santa, a quien conocía desde R1.  El otro, un invitado especial: Carlos Guevara, uno de nuestros cirujanos cardiovasculares. En ese tiempo, Carlos venía en forma voluntaria todos los sábados para compartir el turno con nosotros y continuar así su entrenamiento en la  cirugía de urgencias, como paso previo a realizar otra de sus misiones humanitarias por el mundo. 

El día transcurrió entre las patologías  quirúrgicas habituales para nosotros: por la mañana una colecistectomía,  y por la tarde varias apendicectomías, así como la reoperación de un traumatizado de cuidados intensivos. Pero Carlos también participó en intervenciones de otras especialidades, en base a su programa de perfeccionamiento. Durante la jornada lo vimos ingresar con mucha frecuencia a los  quirófanos, junto con los ginecólogos para realizar legrados uterinos y  con los traumatólogos para asistir a motociclistas con  fracturas expuestas.

Cerca de la medianoche estábamos suturando pacientes junto con Santiago y el Flaco, codo a codo, en el sector llamado procedimientos, cuando Santiago arrojó al aire una pregunta que a mí ya me resultaba histórica. Algo que había oído de boca de varias generaciones de residentes, en ese mismo ambiente, durante años.

¿Vendrá algo de Trauma esta noche?

Haber estado antes allí, en lugar y tiempo, me permitía leer la mente de ese joven médico. Estaba seguro de lo que pasaba por su cabeza, y podía percibirlo  sin dejar de colocar los puntos de sutura que estaba dando,  en el cuero cabelludo de otro motociclista sin casco.

Una mezcla de ansiedad, expectativas e ilusión se escondía detrás de esa pregunta, la misma que muchos otros médicos, más curtidos, evitaban formular por una cuestión de cábala. Y nunca digas eso, era lo que siempre decían a continuación esos mismos veteranos, no bien oían esa pregunta que parecía resultarles amenazante.

Mi comentario al respecto había ido cambiando con el paso del tiempo, luego de identificarse con diferentes sentimientos que se habían iniciado tiempo atrás con  la predilección por  operar. Pero  en esa época parecía estar entrando de una etapa  distinta, en el movimiento de un péndulo, y conocería un nuevo significado de todo eso apenas unas horas después.

En ese momento le respondí automáticamente a  Santiago, quizás solo para ser amable, o para que no se sintiera solo.

—Todo es posible...  Faltan muchas horas de guardia todavía.

Y detrás de esa contestación automática, aguardaba agazapada una reacción instintiva: la de aferrarnos a todas las armas mentales y manuales de las que disponíamos, para enfrentar cualquier peligro que pudiera irrumpir. Ante la amenaza eventual de una vida en juego a raíz de un Trauma, o  la amenaza latente de que pudiéramos cometer un error en nuestra actuación.  Imágenes que atravesaban a toda velocidad la mente, en un flash que parecía resumir todo lo que estudiábamos, hacíamos, y también preconizábamos una y otra vez en los oídos de los residentes.  

Más tarde estuve de guardia activa en el turno nocturno de las 0 a las 2.00 a.m. Quizás por eso me desperté con gran pesadez en la cabeza, cuando Santiago ingresó en mi cuarto más tarde. Lo primero que pensé fue que no había pasado demasiado tiempo durmiendo,  y que estábamos en la mitad de la madrugada.

—¡Ingresó un baleado, me llamó el Flaco!

Santiago dormía en una habitación del subsuelo cercana a la mía. Había preferido que subiéramos juntos y me pasaba a buscar. Otro cirujano de planta quizás le hubiera dicho que primero se fijara a ver de qué se trataba, y que ante cualquier duda le avisara. Pero yo nunca me había manejado así, y desde siempre valoraba enormemente  las experiencias  de primera mano.

—Vamos.   

Norberto Nono, cirujano veterano y jefe de guardia, dormía en la misma habitación que yo, pero no había oído nada de nuestros movimientos y continuó durmiendo plácidamente.

Subimos  por la Gran Curva, la escalera curvilínea que llevaba desde el subsuelo a la sala de Emergencias. Cuando entramos en el shock room notamos el movimiento de gente en torno a la camilla central, donde el cuidado del paciente era dirigido por uno de los emergentólogos que daba indicaciones. Entonces nos aproximamos  al traumatizado, cuyas largas piernas sobresalían de esa camilla y cuyo abdomen era descubierto por los enfermeros. Lo primero que vi fue un orificio de bala que estaba junto a su ombligo. Y entonces miré su rostro, dispuesto a hablarle.

—Soy Maximiliano, el amigo de Ferguson —dijo cuando me vio.

Lo observé durante unos segundos en los cuales no podía reconocerlo, hasta que bruscamente me di cuenta quien era.

—….Pero es el pibe, el ingeniero— me di vuelta para comentarle a Santiago.

El residente abrió los ojos y levantó las cejas. Durante la tarde yo le había comentado a Santiago del proyecto del C-clamp y de quien se encargaría del diseño de ese instrumental anhelado.  Y en ese momento se lo estaba presentando, en persona. Baleado.

En silencio tomé el pulso de su muñeca y noté que era firme. Junto con Santiago lo giramos y comprobamos que tenía otro orificio, atrás y a la derecha, por encima de la cresta ilíaca. Que estuviera lúcido y compensado me resultó alentador, pero su vientre estaba tenso y el trayecto balístico impresionaba ser transfixiante del abdomen. Eso significaba, hasta que se demostrara lo contrario, que presentaba una perforación intestinal. Y demostrar lo contrario significaría una cirugía exploradora.

Tomé mecánicamente el transductor del ecógrafo y comencé a recorrer su abdomen, en busca de imágenes de líquido libre que alertaran acerca de una hemorragia interna. Pero pronto noté que me invadía un sentimiento tembloroso, una capa sutil que se  superponía sobre mis acciones automatizadas. Y era algo que crecía, al punto que comenzó a provocarme náuseas.

Afortunadamente el paciente no estaba descompensado ni requería conductas invasivas de emergencia. La ecografía resulto positiva para la presencia de líquido en el abdomen. En ese momento ingresaron en la sala  los técnicos para realizarle las radiografías que Santiago había pedido: tórax y abdomen, para descartar que hubiera algún proyectil retenido en el cuerpo o que en realidad se tratara de 2 balazos. Pero la conducta a seguir estaba prácticamente definida. Ese aparente trayecto de la bala, que atravesaba la cavidad abdominal, y la presencia de tensión en la pared abdominal y de líquido en la ecografía, conducían  al paciente directamente a una laparotomía. Fugazmente, consideré que realizar una tomografía abdominal no  iba a modificar nuestras conductas e iba a retrasarlas, por lo cual descarté esa idea.     

—Reanimación controlada, Santiago. No levantemos la presión para que no sangre... Antibióticos, grupo sanguíneo y preparalo para quirófano, ya  —le indiqué, y me retiré al office del shock room.

Necesitaba sentarme y respirar profundamente durante unos segundos. Lo hice en una de las banquetas junto a la mesa, y de a poco comencé a sentirme algo mejor. Continúe con los pasos del manual, y tomé el teléfono para llamar al quirófano.

Esa debilidad pasajera que había experimentado no se relacionaba con dudas de lo que debiéramos hacer como cirujanos. Era temor por lo que pudiera pasarle al joven, más allá de nuestra mejor actuación posible. Y era una aversión por ese hecho que estábamos viviendo, un profundo deseo de que eso nunca hubiera sucedido. Esa sensación era la que acababa de explotar en mi interior. Nunca me había sentido, como en ese momento, tan lejos de antiguos sentimientos de excitación o de magnetismo ante cirugías de urgencia, o tan lejos de lo que podían experimentar los residentes más entusiastas.

Todo lo que pasaba ahí estaba recubierto por una pintura tóxica, y que ocurriera en medio de la noche lo tornaba más perturbador.  A través de la negrura de  las ventanas del shock room imaginé a la ciudad como a un monstruo nocturno que devoraba sus propios habitantes. Habían baleado a ese pibe igual que podían haber baleado a mi esposa, a mi hermano, a Santiago, a mí mismo. El Trauma se me aparecía bajo una forma distinta, la de una enfermedad horrorosa provocada por personas, y deseé que desapareciera para siempre de la faz de la Tierra.

De pronto me interrumpió la voz en el teléfono de Karina C., la instrumentadora que estaba en el quirófano,  y le avisé de un modo reflejo que subíamos con un paciente, con las palabras claves: laparotomía, arma de fuego. Corté y me comuniqué con Patricio, quien también dormía en el subsuelo, para que a su vez les avisara a los anestesistas y  subiera con ellos al quirófano. Junto con todo ese movimiento de gente que imaginaba, percibí también energías que en mi interior comenzaban a abandonar el sentimiento previo y a dirigirse hacia otro foco: asistir al paciente.

Más firme sobre mis pasos, volví a la camilla central de la sala donde Santiago ya le explicaba a Maximiliano lo que íbamos a hacer. Supimos que lo habían asaltado en su casa y que allí había recibido ese disparo, pero el joven estaba bastante tranquilo pese a todo, y prácticamente no hizo preguntas acerca de la cirugía.

Confía en nosotros.

Y yo también confío en nosotros.

En veinte minutos estábamos iniciando la cirugía. Las radiografías que nos trajeron a la sala de operaciones no mostraban ningún proyectil, lo cual reforzaba la hipótesis de un balazo único, entrando junto al ombligo y saliendo por la zona lumbar derecha. Santiago se ubicó como cirujano, con Patricio y conmigo de ayudantes. En la cabecera Mario Ch., el histórico anestesista de los sábados, y del otro lado Karina, con el arsenal.  Las presencias se completaban con dos espectadores que se habían quedado con muchas ganas de ingresar en la intervención: Carlos y el Flaco Madero. Carlos nos pedía que siempre lo llamáramos para ver cualquier cirugía de urgencia, a cualquier hora, y no podíamos defraudar su entusiasmo juvenil eterno. El Flaco Madero no había dormido nada en toda la noche, como era casi habitual en un R1, pero eso tampoco había afectado sus energías. Noté su presencia detrás de nosotros, y sin necesidad de un banquito para ver mejor dado lo espigado que era.

Maximiliano seguía compensado, aunque su frecuencia cardíaca había comenzado a elevarse. Una larga incisión mediana suprainfrumlibical, hecha con bisturí frio y tijera para ser más expeditiva, reveló rápidamente el panorama del daño. Surgió una mezcla de sangre líquida y coágulos, de un litro de volumen,  y con olor fecal.

Observé fugazmente el monitor y vi que la tensión arterial había descendido luego que nosotros descomprimiéramos el abdomen. Santiago era un excelente residente, pero esa cirugía sería compartida con sus ayudantes, como habitualmente lo hacíamos en los escenarios de Trauma. Me anticipé a él y extraje los coágulos, colocándolos en un bol que nos ofreció Karina. Desplacé las asas  del intestino delgado hacia la izquierda y entonces vimos el origen del sangrado: la bala había atravesado los gruesos vasos ileocólicos, provocando un hematoma que sangraba a través de un orificio del mesocolon. Apreté ese hematoma con mi mano derecha y el sangrado se detuvo, mientras Patricio sostenía las asas del intestino delgado a la izquierda para aumentar el campo operatorio.

Karina le entregó un separador autoestático grande a Santiago, quien lo colocó ampliando la herida.

Me di cuenta que estaba aplanando en mi interior a las emociones turbulentas,  y que podía pensar cada vez con más claridad.

¿Cuál es el mayor peligro en esta zona, en este paciente en particular, con este trayecto de la bala?

La vena cava inferior.

Lo número 1: descartemos lo  más peligroso, que esté lesionada la vena cava inferior.

—¡Movilizá el colon! —fue mi primera  indicación.

Santiago abrió con tijera todo el espacio perietocólico derecho, y yo disequé con mi mano izquierda por detrás del colon derecho. Ya con ese sector y con el íleon terminal movilizados, pudimos elevar el mesocolon sangrante y cumplir con dos objetivos inmediatos: confirmar que no estaba lesionada la vena cava inferior y posicionarnos mejor para controlar el sangrado del meso.

La acción misma me está serenando.

—Vamos, disecá por arriba y clampealo.

Con tijera y pinza Santiago aisló en el meso a los vasos ileocólicos, un par de centímetros aguas arriba de la lesión vascular, y allí apretó esos vasos con un clamp vascular que Karina  tenía listo desde segundos antes. Nuestra instrumentadora era generosa al abrir sus cajas, y luego se anticipaba a todos los pasos de la cirugía; siempre tenía algún instrumental en sus manos, y daba  la sensación de que pinzas y tijeras  estaban permanentemente sobrevolando el campo operatorio.

Un clamp para detener el sangrado dentro del abdomen de un ingeniero, quien estaba trabajando en el diseño de otro clamp.

Miré hacia la cabecera y vi que Mario observaba el monitor, a la vez que su residente tomaba muestras sanguíneas del paciente. La tensión arterial se había normalizado luego del control vascular y Santiago procedió a ligar los vasos ileocólicos con un lino 40. A continuación  colocamos clamps intestinales en torno a dos lesiones muy anfractuosas y grandes que hallamos, en el colon transverso y en el ciego, y comenzamos a lavar el abdomen con abundante solución fisiológica caliente.  A medida que el campo se iba tornando más limpio y más claro, noté una corriente que estaba fluyendo en mi interior.

Conciencia de todo lo que está sucediendo aquí

Serenidad activa.

Y seguir haciendo lo que haga falta.

Y también, que surgía la pregunta clásica para  el residente en esos momentos de aseo quirúrgico.

— ¿Hasta cuándo lavamos, señor?

Santiago sonrió, y emitió la conocida respuesta de inmediato.

—Hasta que se pueda tomar esa agua.

—Muy bien, señor ¿como seguimos?

—Ahora que el abdomen está limpio, podemos ver mejor. Descartemos lesiones asociadas.

Lo miré a Patricio y supe que experimentaba el mismo orgullo que yo, ante la solvencia y la seguridad que demostraba ese residente de segundo año, operando a un traumatizado en medio de la noche, cerca del final de una guardia. Comenzó a devanar las asas de intestino delgado, mientras yo seguía sus manos a 15 centímetros de distancia repitiendo las maniobras, y descartamos otras lesiones intestinales. Pasó luego a la zona retroperitoneal derecha, y allí siguió el  trayecto del uréter y de los vasos ilíacos para descartar otra lesión  en esos elementos. Y finalmente ubicó el orificio de salida del proyectil, sobre los músculos lumbares.

—No hay otras lesiones…

—Bien. ¿Qué hacemos con el colon?... Dos lesiones destructivas en sectores distantes, ciego y transverso,  ambas para resección, con ligadura de los vasos ileocólicos…

—Colectomía derecha—afirmó rápidamente Santiago—...Ya lo venía pensando.

— ¡Vamos! —lo arengó Patricio.

Con el paciente compensado, con sus lesiones definidas y con una transfusión sanguínea en marcha, la segunda parte de la cirugía se desarrolló sin pausas hasta el final. Completamos la movilización del ángulo hepático del colon y disecamos con cuidado la zona ubicada por delante de la cabeza del páncreas, transitada por venas cuyo sangrado podía ser engorroso. Ligamos y seccionamos lo que quedaba de mesocolon, y resecamos el colon derecho hasta la mitad del colon transverso. La anastomosis fue la que siempre les ayudaba a hacer a los residentes en estos casos: ileocólica latero-lateral en dos planos, dada la desigualdad de diámetros entre las bocas intestinales. Dejamos drenajes abdominales en los espacios de Morrison y de Douglas, y cerramos la incisión con una sutura corrida de monofilamento grueso.

Mientras me quitaba el camisolín y la luz del amanecer empezaba a filtrarse por los ventanales altos de la sala, otro flash pasó por mi mente, y en esas imágenes vi transcurrir rápidamente  a las horas anteriores. Como se habían aquietado sentimientos temblorosos y confusos, y como ya sobre un llano estable habíamos extraído  nuestra mejor versión posible, para ayudar a ese paciente.

Ni apego ni rechazo: neutralidad.

Y acción.  

Patricio se quedó con los anestesistas para la recuperación  del paciente, y junto con Santiago salimos a buscar a la familia del joven para llevarles al menos algo de tranquilidad en ese momento.

Santiago estaba exultante, y me parecía que quería caminar por las paredes. Disfruté plenamente que se sintiera así, tan alegre, pero mientras tanto yo solo deseaba detenerme y pensar en todo. Intuía que en esa noche se había abierto para mí una ventana, otra visión, acerca de los traumatizados y de quienes asistían a los traumatizados.

Llevamos a Maximiliano  a la unidad de cuidados intensivos y allí inició una lenta pero favorable recuperación, que lo conduciría al alta hospitalaria en el sexto día del postoperatorio.  Dos semanas más tarde volvió a preocuparnos cuando reingresó al hospital, a raíz de un cuadro de fiebre y dolor lumbar. Pero afortunadamente una tomografía abdominal y su evolución clínica descartaron complicaciones. Pronto retomó su control ambulatorio y volvió felizmente a su vida cotidiana, mientras la noche extraña en que fue nuestro paciente comenzaba a alejarse rápidamente.         

Para Maximiliano, vendría la culminación de su carrera universitaria, el C-clamp y su título de ingeniero. 

Para nosotros, vendrían muchos más turnos de guardia en el futuro, en  todos los cuales siempre se escucharía la voz de algún residente preguntar:

— ¿Habrá algo de Trauma para operar esta noche?

Y la repuesta siempre sería:

—Ojalá que no…Pero nunca se sabe. Lo importante es estar preparado.

No podemos cambiar todavía esa realidad traumática que está ocurriendo allí afuera.

Ojalá nuestros clamps hemostáticos fueran tan implacables como esa realidad, que es tan efectiva para recordarnos lo brutal que nos rodea.

Solo podemos elegir nuestra mejor respuesta posible para la asistencia que sea necesaria, con el ánimo neutro,  los razonamientos activos y  las manos filosas.

La oportunidad abrupta, la necesidad urgente de actuar, solo encontrará favorecidos a quienes estén preparados.


El autor, Dr. Guillermo Barillaro: Médico. Oriundo de Tandil, provincia de Buenos Aires. Ha dedicado toda su carrera profesional al área de la Cirugía de Urgencias, del Trauma y de los Cuidados Críticos, tanto en la faz asistencial como en la docente y académica. Es miembro de la Asociación Argentina de Cirugía y de la Sociedad Panamericana de Trauma, e instructor del curso internacional ATLS (Apoyo Vital Avanzado en Trauma), programa de entrenamiento orientado a médicos para el manejo inicial de los pacientes traumatizados. Libro Vivir Presente 650