Si, y quizás esa conexión simplemente se explique desde una afirmación que proviene del Budismo: todo está interconectado, todas las cosas están unidas y condicionadas por un origen interdependiente. Y apenas nos sumergimos en esos conceptos, no tardamos en recordar la frase de algún viejo maestro que nos decía que la cirugía era una sumatoria de pequeños detalles donde todo era importante.
Si el Karma, con sus leyes de causa y efecto, es un principio inquebrantable del universo que llega a todo y a todos, no debe sorprendernos que eso también suceda cuando asistimos como médicos a un traumatizado, es decir a alguien que sufrió un trauma cerrado por una colisión vehicular o un trauma penetrante a raíz de un arma de fuego o un cuchillo. Ahí, dentro de esa área reducida donde nuestras acciones pueden influir en un futuro a muy corto plazo, transcurre nuestro pensamiento acerca de cada una de las doce leyes del Karma y su influencia sobre nuestra realidad cotidiana.
Y sucede en esa zona limitada que de pronto todo lo que está a nuestro alcance se expande y se transforma en nuestro universo.
La primera gran ley hace referencia a que aquello que pongamos en el universo, la energía que emitamos, volverá a nosotros, en un ambiente donde no hay efecto alguno sin una causa, donde todo lo que le sucede al traumatizado luego de nuestra asistencia tiene una razón. Si bien sabemos que no siempre podemos dominar por completo a la naturaleza devastadora que rige a los seres vivos golpeados y que al menos hasta hoy no podemos salvar a todos ellos, existe una zona de influencia donde nuestras acciones sí pueden tener efecto sobre lo que le sucede al herido. Esa área reducida encierra el efecto favorable o desfavorable de lo que hagamos. Pero allí hay mapas que pueden ayudarnos, en esas travesías peligrosas que emprendemos de un momento a otro y donde no podemos detenernos. Esos mapas son las guías de acción que vienen a aliviar la carga pesada de nuestra memoria de trabajo, a darnos atajos heurísticos que ahorren tiempo y mejoren lo que podamos hacer por esos pacientes. Cuando el tiempo es escaso para tomar decisiones cruciales, cuando el destino de los traumatizados empieza a jugarse desde la recepción inicial, es necesario disponer de un set de respuestas automatizadas para intentar la supervivencia, y allí esos cuadros con flechas pueden orientarnos para prevenir errores.
Lo que poníamos en nuestro trabajo comenzó así, siguiendo las indicaciones de quienes tenían mayor experiencia y comunicaban sus resultados. Apreciamos el valor incalculable que entregaban esos maestros generosos y como el hecho de prestarles atención nos allanaba buena parte del camino. Pero pronto descubrimos también que eso no era absolutamente suficiente y que nuestra formación como cirujanos de urgencias debía continuar con una construcción permanente, donde se iban sumando modificaciones que partían de nuestros propios resultados y de las limitaciones de recursos materiales que sufríamos.
Un día, después de un ateneo, me di cuenta que habíamos tenido el privilegio de pasar a otra fase, aquella a la que acceden solo quienes deben enfrentar a un volumen importante de traumatizados y en ese camino cada tanto se detienen a reflexionar y a reordenar su marcha y sus fuerzas. Habíamos pasado a ser aquellos que aplicaban guías de trabajo institucionales, propias, nacidas de la necesidad de obtener mejores resultados con lo mucho que les caía entre manos. Lo que poníamos en nuestra área de influencia iba moldeando su personalidad y eso nos traía nuevas y más grandes responsabilidades.
Fueron apareciendo lesiones a las cuales nunca antes habíamos visto en vivo y surgió un número creciente de pacientes complicados o fallecidos. Comenzaron a pasar, uno detrás de otro y sin solución de continuidad, días de angustia con pensamientos recurrentes y obsesivos acerca de cierto caso difícil, de cierta lesión compleja o de cierto fallecimiento inesperado. Instantes en que reconocimos que el dolor y el Karma se habían transformado en nuevos maestros para nosotros. Momentos de revelaciones a la hora de hacer un trabajo retrospectivo y descubrir como había sucedido nuestra asistencia. Minutos de clics reveladores donde la meta cognición surgía como una señal del camino e iba esculpiendo de modo casi artesanal a nuestros algoritmos de trabajo.
Y en medio de todo eso, un pensamiento siempre volvía, a veces parecido a una plegaria.
Si seguimos por este camino,
vendrán mejores resultados.
Si resistimos desde esta posición,
vendrán más sobrevivientes.
Y de tanto poner en ese discreto universo nuestra mejor versión posible, eso finalmente sucede.
Lo que damos, recibimos.
Y si a veces no podemos salvar la vida de un herido, recibimos al menos la discreta satisfacción de haberlo dado todo.
Pero luego también comprendemos algo más, el plus de un tesoro escondido: esos aportes a nuestro mundo de trabajo deben incluir además a las habilidades que muchos llaman «blandas». La potente revelación de otro tipo de destrezas, menos visibles para algunos o directamente invisibles para otros. Otro tipo de aptitudes, más volátiles y cambiantes y por eso más difíciles de aprender. El objetivo de dominar estas capacidades constituye para nosotros el otro desafío, el otro combate. En ese otro plano, uno que transcurre de modo paralelo al plano de las técnicas y de los conocimientos secos, un sentimiento se abre paso entre las dificultades: ese que nos muestra, con un alto nivel de evidencia, que la compasión puede mejorar nuestras vidas laborales de un modo decisivo. Una sensación pacificadora, que de pronto ofrece su ayuda justo antes de que atravesemos la puerta de cierto sector del hospital, antes de que volvamos a encontrarnos con gente a la que vemos todos los días pero que en esa jornada vemos de un modo distinto. Entonces, algo cambia para siempre en la otra mitad de nuestro trabajo, en la faz “humana”, y eso crea nuevos flujogramas que también procuran mejores resultados. Nadie trabaja solo en nuestro ambiente, y trabajar en comunión dentro de un equipo que sea sano parece ser la mejor medicina contra el desgaste profesional. Hemos aprendido eso y muchas cosas más de los conceptos relacionados con el trabajo en equipo, a través de una mirada diferente hacia nuestros compañeros que nos hace verlos como los recursos más valiosos que nos rodean, como los recursos que más nos potencian.
La presencia de los otros es mi oportunidad para mejorar.
Cada uno de los otros posee aspectos positivos.
Cada uno de los otros posee algo de valor para mí.
La segunda ley es la ley de la creación. Ella nos habla acerca de que la vida no sucede por sí misma: necesitamos hacer que suceda. En la asistencia del Trauma es frecuente que veamos con nuestros propios ojos que suele haber más problemas por “no hacer” que por “hacer”, concepto que tiene un valor más crucial aun cuando se asiste a un grave traumatizado. En esas circunstancias, dentro de un espacio y tiempo minimizados, nuestras decisiones primero y nuestras acciones después pueden definir en buena parte el destino de ese paciente. En esos momentos álgidos no se debe pensar en el potencial lado negativo de los hechos, que exista una lesión irreparable o que el pronóstico ya sea ominoso o irreversible. En esas instancias se debe pensar en la potencial cara positiva de la situación: en todo lo que nosotros podamos hacer para revertir un curso que pudiera ser mortal para esa persona.
Solo nosotros podemos actuar en un intento de modificar las consecuencias más graves del Trauma. Y en ese terreno hostil y vertiginoso a veces la terapéutica de necesidad debe anteceder a un diagnóstico más preciso porque el tiempo apremia. Como un escudo que siempre llevamos para proteger al paciente, aparecen respuestas automatizadas y veloces que responden a un bajo umbral para realizar procedimientos invasivos en circunstancias críticas: una intubación orotraqueal, un drenaje pleural, una toracotomía de reanimación, una laparotomía de emergencia….Y cuando hay un poco más de tiempo disponible, ese pensamiento no cambia y buscamos afinar el diagnostico con el uso liberal de la tomografía, el método complementario madre, para detectar más precozmente a todos los peligros que amenazan al traumatizado.
Piense fatalmente acerca de ese traumatizado que acaba de ingresar, piense que está sangrando o en estado de shock hasta que se demuestre lo contrario, y luego si es posible descienda a situaciones de menor gravedad. Ese pensamiento inicial, en el momento del choque entre el herido y nosotros, nos pondrá a resguardo de sorpresas desfavorables o de decisiones tardías que perjudiquen aún más al traumatizado. Nada debe sorprender al médico que asiste a un herido de esta naturaleza.
Tome acción. Solo con nuestra participación activa las oportunidades de sobrevida aparecerán. Pero esas oportunidades solo favorecerán a quienes estén preparados para actuar.
La tercera ley es la de la humildad y nos lleva a entender que uno debe aceptar algo para poder cambiarlo. De nuevo, este postulado no se agota en cuestiones meramente técnicas que podemos analizar de los hechos, ya sea apenas sucedidos con un debriefing (análisis agudo) o bien tiempo después con un ateneo de morbimortalidad o de fallas y errores (análisis subagudo). Nosotros podemos analizar en ese terreno que quizás no estuviéramos en lo correcto y que en realidad era nuestro compañero quien tenía la razón. Una autocrítica saludable y un debate respetuoso son las acciones iniciales e imprescindibles para tomar ese camino. Y de pronto uno advierte el sentimiento que emerge por detrás de ese cambio: los egos de antes dan paso a la satisfacción fresca de formar parte de un equipo, a la alegría silenciosa de ser un integrante más de ese equipo que le resuelve problemas a los pacientes. A cualquier hora, de cualquier modo, hablando con los compañeros con los que hubiera que hablar, fundiéndonos por completo con los demás para una asistencia integral del paciente, la cual va desde empujar su camilla hasta realizarle maniobras quirúrgicas complejas durante una operación.
Cuando acepto que todos los que me rodean son importantes y merecen respeto, cuando entiendo que no soy mejor que nadie y puedo aprender de todos, puedo cambiar y mejorar.
Luego, solo el cambio de todos puede modificar nuestro ambiente, ese mismo que siempre anhelamos modificar para bien.
La cuarta ley del El crecimiento nos conduce a la idea de que cuando nos cambiamos a nosotros mismos, nuestras vidas siguen a eso y también cambian. Pero el cambio posible que alguna vez percibiéramos en nuestros días de médicos residentes es mucho más amplio de lo que imaginábamos, es mucho más que esa excelencia de la cual nos hablaban nuestros superiores. No incluye solo aspectos técnicos o tácticos a los cuales acceder estudiando, ayudando a operar u operando bajo la supervisión de mentores, entrenándonos constantemente. Ese cambio debe incluir también (es otro de nuestros objetivos que eso suceda) la aparición de una nueva actitud: aquella portadora de la conciencia del valor del trabajo en equipo y de la conciencia de la imposibilidad de obtener los mejores resultados actuando en soledad.
Más allá de recursos tecnológicos o del contexto técnico, al final de cuentas será el recurso humano el que haga la diferencia cuando logre modificar nuestro ambiente laboral.
-¿En que puedo ayudar?
-Su trabajo es muy bueno.
-Usted tiene razón.
-¿Que podemos hacer para mejorar esto?
Y celebré que esas actitudes, que irrumpieron alegremente para perforar el stress colectivo, que se prolongaban en la comunicación con los demás, comenzaran a sepultar a otras como criticar maliciosamente, enojarse con violencia, esgrimir siempre excusas o echarle la culpa a otros. Varias veces había oído a compañeros decir que era muy difícil o prácticamente imposible lograr la armonía absoluta en un medio laboral altamente inflamable como este, donde se convive con un combo explosivo integrado por cuestiones multifactoriales y por la naturaleza cambiante y peligrosa de las lesiones traumáticas. Entonces, entendimos que si no nos controlábamos a nosotros mismos y a los factores desestabilizantes, si no aplicábamos un control de daños personal, ese fuego del ambiente terminaría por consumirnos. Esa pasó a ser otra alarma en el tablero: que nuestros egos no se salieran de las casillas y no le pegaran a nadie. Y después, que nuestros egos dejaran de hablar. Y un poco más adelante, tolerar cada vez más al despliegue de los egos de los demás, para finalmente no advertir ya siquiera a esa presencia.
Esos cambios nos permitieron ahorrar energía. Y esa energía se la dedicamos a los pacientes.
La quinta ley alude a la responsabilidad y establece que debemos ser responsables de lo que hagamos en nuestra labor. Aunque esta cuestión parezca sobreentendida, la realidad puede amenazar los resultados cuando los intereses personales se anteponen a los intereses del paciente que está bajo nuestro cuidado. Esto puede ocurrirle a cualquiera, de modo inconsciente, sutil, bajo la forma de un cansancio, o bien bajo la visión de un sesgo que intenta fundamentar nuestra conducta con repetidas explicaciones. Sin embargo, advertir que nos hemos salido del camino que alguna vez anhelamos como ideal ya constituye un acto de disciplina. Cumplir con esta ley nos obliga a cumplir con lo que llamamos el pesado mandato de la H y la D, un objetivo que no todos los que actúan en nuestro medio logran cumplir.
La H que nos recuerda Hacer realmente lo que Decimos y la D que nos recuerda Decir realmente lo que Hicimos.
Desde que nos sumergimos en el estudio de nuestro trabajo y comenzamos a repetir en nuestros pensamientos y en nuestro relato que se debe hacer en cada caso, ante cada situación, surge un juramento de modo tácito, una promesa de modo espontáneo: respetar ese mandato. Y se trata de una carga que comenzamos a llevar sobre nuestras espaldas como la mochila del explorador. Una carga tan pesada como necesaria para cumplir con nuestra misión.
No debemos mirar hacia el costado, hacernos los distraídos. No debemos afirmar algo que suene con autoridad en un ateneo y después no llevarlo a cabo en la acción. No debemos desentendernos de un drenaje pleural que arroja más de un litro de sangre, de un líquido libre sin lesión de órgano solido o de una extravasación de contraste en la tomografía, por más que el paciente nos parezca compensado. No debemos ignorar una fractura pélvica grave y dejársela solo al traumatólogo o a un traumatólogo solo.
No debemos dejar de hacer una toracotomía de reanimación en un traumatizado que recién acaba de perder sus signos vitales solo porque nos parezca que no va a sobrevivir. Y si toda esa carga de obligaciones nos parece “demasiado para hacer” o nos abruma o comenzamos a involucrarnos en discusiones con quienes sí lo hacen, quizás sea momento de pensar si no deberíamos irnos a trabajar a otra área, fuera del Trauma.
Nadie está obligado a estar acá. Pero si estamos acá, estamos obligados a cumplir con el deber.
Y una vez que cada actuación termina, no finaliza este desafío: se debe llegar un debriefing honesto, un análisis veraz de lo actuado. Ese es un momento purificador para quien habla y para quien escucha, un momento transcendental cuyo alcance dirigido hacia el futuro nunca llegamos a percibir del todo. Pero nosotros debemos hacer también que ese momento suceda. Hemos estudiado, hemos aprendido de otros, hemos llevado a cabo nuestra propia experiencia cuando creamos nuestro trabajo y ahora le relatamos todo eso a quienes van detrás de nosotros por el mismo camino circular. Si aprovechamos esa oportunidad y somos honestos en lo que decimos, accederemos al privilegio de la continuidad: la posibilidad de seguir ayudando a futuros pacientes traumatizados a través de esos otros futuros operadores.
La sexta ley o ley de la conexión se asocia a la ley anterior y nos habla acerca de que el pasado, el presente y el futuro están conectados. Nos habla de que cada paso que damos nos lleva al siguiente. El conocido concepto del «continuo» de la asistencia nos demuestra como lo que hicimos anteriormente con algunos traumatizados nos servirá para lo que hagamos posteriormente con otros.
Cuando estamos operando a un lesionado, la experiencia que aplicamos sobre él, lo que leímos antes y lo que hicimos antes en casos similares, viene desde el pasado, nos sirve para este presente y nos será útil para el futuro. De este concepto real emana la frase abstracta que afirma que “cuando estoy operando ahora estoy operando ayer y estoy operando mañana”.
La séptima ley o ley del foco de atención nos advierte que no podemos pensar en dos cosas diferentes al mismo tiempo. Respetar esta ley nos entrega orden y seguridad en nuestras acciones. Pero estar conscientes de esa limitación mental que tenemos como seres humanos refuerza por otro lado la importancia del equipo. Más de dos ojos, más de dos manos, más de una mente, pueden resolver mejor las situaciones de las emergencias.
Mi compañero viene a decirme con sus acciones que el trabajo en conjunto puede ser poderoso.
Y nuestro diálogo potencia nuestras capacidades:
-¿Qué te parece esto?
-¿Tuviste un caso así antes?
-¿Qué harías vos?
-¿Cómo lo harías?
Y con ese trabajo grupal ajustado se logra un «efecto zoom»: todos vemos con más claridad a todo.
Pero la concentración en el foco tiene también otro valor inestimable, más radical y de gran poder: volver una y otra vez a las necesidades del paciente previene que nos salgamos del camino, que nos distraigamos por discusiones colaterales y dejemos de atender a lo más importante, a lo que está en el centro de la rueda.
Como en un ejercicio de meditación donde el punto de amarre para retomar la concentración es nuestra respiración o un mantra, el paciente es nuestro mantra.
La octava ley o ley de la entrega y la hospitalidad nos indica que nuestras conductas deben aparejar a nuestros pensamientos y acciones con coherencia. Respetar esta ley de coherencia en el ambiente de la medicina del Trauma nos conduce a la quinta ley con la cual parece fusionarse, del mismo modo en que se fusionan nuestro deber moral y nuestro deber de perfeccionarnos en la asistencia, del mismo modo en que nosotros nos fusionamos con el traumatizado cuando los límites de nuestro yo asistente y preocupado se tornan borrosos.
Agotemos todos los recursos que tenemos del mejor modo posible. Agotemos todos los medios más allá de los resultados. Esa es nuestra obligación. Hagámoslo para cumplir con el paciente y para cumplir con nosotros mismos como médicos.
Este traumatizado debe salir vivo de aquí, como sea.
Estos traumatizados deben salir vivos de aquí, como si fuéramos nosotros mismos.
La novena ley, la ley del aquí y el ahora, irrumpe como un principio universal, como un consejo del universo para inducirnos a un aprovechamiento integral del tiempo y de las vivencias de nuestra vida. Y existen muchos momentos de nuestra vida en particular que los transcurrimos junto a una persona lesionada, que está allí al lado sobre una camilla. Esta ley también se asocia a otra, la del foco de nuestra atención, y ambas nos ofrecen la posibilidad de aplicar al máximo nuestra concentración, de optimizar al máximo nuestra actuación.
Cuanto más foco, cuanta más atención aquí y ahora, más energía de nuestra parte para ayudar más y mejor a este paciente.
La décima ley, la ley del cambio, dicta que la historia se repite a si misma hasta que aprendemos de ella y cambiamos nuestro camino. Este principio nos induce esta vez a reunirnos con nuestros pares después de cada actuación, después de cada caso desafiante o complicado, para observar con esa objetividad y esa menor frecuencia cardiaca que nos permite la visión retrospectiva. El objetivo: buscar la verdad de lo sucedió con esos heridos para hallar claves que favorezcan a los próximos que vendrán.
No alcanza con un relato que nos entretenga un rato.
Hay que terminar la sesión con un plan de cambio concreto que nos ocupe varias semanas en la práctica.
Lo que ocurrió debe dejar conceptos prácticos, debe entregar enseñanzas utilitarias, debe incidir sobre la realidad.
La undécima ley nos habla de la paciencia y de la recompensa y afirma que la más valiosa recompensa requiere persistencia. Y persistencia en este medio significa sudor y disciplina, significa acumular lecturas y acumular turnos de emergencias de fin de semana, significa ir del caso quirúrgico al libro y del libro al caso quirúrgico. Y consiste también en olvidarse de horarios elásticos y de sueldos magros que se olvidan de uno. Porque lo que más interesa es aquella recompensa que soñamos, aquella que será el resultado de la energía que pongamos.
No hay ningún registro fílmico de ese momento y apenas unos pocos testigos que justo estaban allí. Ese reconocimiento hacia mi persona no quedó plasmado en un título, un certificado u otro documento escrito. No trajo un elogio de los pares o una mención dentro de alguna sociedad científica. Solo hubo una ceremonia íntima y fugaz, sin horario y de origen casual, con un apretón de manos en medio del pasillo y en medio de palabras de agradecimiento y de ojos humedecidos. No recordaba al rostro del paciente que estaba en esa silla de ruedas mientras lo llevaba su familiar, pero recordaba en cada detalle minúsculo la anatomía de su herida sangrante en el cuello, aquella por la que había escapado casi toda la sangre de su vida. Recordé aquel instante preciso en que las pinzas habían detenido la hemorragia y cambiado el curso brutal de los acontecimientos. Y me sorprendió que un acto tan breve como ese al que asistía en el corredor, de menos de cinco minutos, tan desapercibido, casi oculto, justificara toda mi vida anterior, le diera significado y sentido completo a tantos años y tantas vicisitudes previas. Estaba oyendo una voz de paciente que como otras similares llegaba y se quedaba para siempre dentro de mi cabeza. Otra voz que repetía gracias, gracias, gracias, mientras iba creciendo en intensidad y acababa por entrecortarse debido a la emoción y al llanto. Y yo intuía que no había nada más detrás de eso, que no existía algo más detrás de esa paz, ese agradecimiento y esa felicidad, detrás de esos sentimientos que se fundían ahí y parecían significar lo mismo.
Entonces, en ese momento, comprendemos la última ley, la ley del significado y de la inspiración, la ley que lo justifica y explica todo.
Me alimento con esta misión y ella me hace feliz de un modo inmediato y simple.
La colocación de un tubo dentro de la vía aérea para asegurar el paso del oxígeno vital, de un drenaje en el tórax para liberar a un pulmón oprimido, de una pinza para detener a una hemorragia casi letal.
Un poder de auxilio anónimo, silencioso, humilde, tan pequeño dentro del planeta como enorme dentro de la vida de ese traumatizado.
Guillermo Barillaro: Médico. Oriundo de Tandil, provincia de Buenos Aires, Argentina. Ha dedicado toda su carrera profesional al área de la Cirugía de Urgencias, del Trauma y de los Cuidados Críticos, tanto en la faz asistencial como en la docente y académica. Es miembro de la Asociación Argentina de Cirugía y de la Sociedad Panamericana de Trauma, e instructor del curso internacional ATLS (Apoyo Vital Avanzado en Trauma), programa de entrenamiento orientado a médicos para el manejo inicial de los pacientes traumatizados.