Historias de un cirujano de trauma

Un día cualquiera

Un paciente, un abdomen y la caja de Pandora

Autor/a: Guillermo Barillaro

El enemigo se presentó.
Atacó por sorpresa, nos golpeó duramente y luego se replegó en las sombras.
No solo nos ha herido: también ha desatado  fantasmas desconocidos en nuestra mente inexperta.
Y eso lo aprendimos en ese día, un día igual a cualquier otro en la rueda.

— Interná a Héctor, el señor que trabaja en  mantenimiento, y preparalo para quirófano ¡ya!, que vamos a operarle la vesícula...

Esa fue la indicación que me sorprendió en el comienzo de aquel turno de emergencias, unos minutos antes de las 8 de la mañana.

Esta guardia arranca bien.

En ese momento yo había bajado al servicio de Emergencias para descartar que hubiera alguna urgencia. Quería estar al tanto de todo antes de la revista de sala de Cirugía que me aguardaba en el tercer piso. Pero estar al tanto de todo ya se había consolidado como una meta imposible de alcanzar por mí, en aquellos días hospitalarios precoces. Y eso se debía a que era un médico residente de primer año de la especialidad de la cirugía general, un R1, un novato absoluto en ese sistema. Por falta de experiencia, por gran cantidad de tareas asignadas o por cansancio acumulado, siempre había algo que se me escapaba y que motivaba llamados de atención de mis superiores, es decir de cualquier otro integrante del servicio de Cirugía. En ese instante mi superior inmediato era Alexis, el residente de tercer año con el cual yo compartía ese turno en emergencias. El sería quien se desempeñaría como cirujano en esa intervención de la vesícula biliar y por tal motivo estaba abocado en forma frenética a su planificación.

—Tenemos que meterlo temprano en quirófano, si no  después se complica durante la guardia…Dedicate solo a esto, que tenga  electrocardiograma, laboratorio, todo… No quiero que los anestesiólogos empiecen con que está flojo de papeles y nos suspendan la cirugía.

Alexis era veloz  para pensar y para operar. Desde mi visión de principiante admiraba la inteligencia que poseía para dosificar sus energías. En su accionar siempre frenaba antes de cierto límite de esfuerzos y se las ingeniaba para que eso le fuera suficiente para cumplir con sus objetivos. Nunca le había visto transpirar su ambo bien planchado y extrañamente yo asociaba  ese hecho a su declaración de que sería cirujano plástico en el futuro.

— ¡Cirugía suspendida, residente suspendido!— fue su acotación final,  esa con la cual solía cerrar sus declaraciones previas mientras elevaba uno de sus dedos índices.

Cualquier suspensión de una cirugía implicaba la suspensión correspondiente del residente inferior a cargo de la logística. El hilo siempre se cortaba por lo más fino y esa parte solía corresponder al R1, rol que yo desempeñaba  en ese momento. Si el anestesiólogo decidía suspender la intervención, por algún motivo relacionado con la falta de un estudio preoperatorio o con la falta de ayuno del paciente, acto seguido la sanción para el residente a cargo sería que no podría ingresar al quirófano durante varios días. Y eso significaba que el residente castigado recibía un golpe donde más le dolía. 

La advertencia de Alexis desplazó el resto de las tareas que yo había  planificado, las cuales quedaron  en un papel arrugado en un bolsillo de mi ambo. Perseguido por amenazas de sanciones en mi corta carrera, descendí a toda velocidad al segundo subsuelo del hospital: el sector de mantenimiento,  su capa más profunda y misteriosa.

Una abertura angosta y sin puerta, que aparecía en una de las paredes de un  pasillo del primer subsuelo, señalaba el acceso al sector de mantenimiento. Por una escalera única y en zig zag, estrecha y empinada, se descendía a ese ambiente que tenía luz solo artificial y un  aire siempre caliente y húmedo. Un trayecto entre calderas y tanques gigantescos en aquel recinto enorme había contribuido a darle en nuestra jerga hospitalaria el mote de El Submarino. Circulando entre vapores blancos, a través de otras escaleras con armazón metálica y  peldaños de madera, se llegaba hasta las oficinas del personal que allí trabajaba. En ese recorrido ya había observado otras veces la boca oscura y clausurada de un antiguo ascensor, lo cual me traía reminiscencias de como habría sido aquel lugar cuarenta años antes. Había observado en otras oportunidades  todos esos detalles, y de tanto verlos habían comenzado a fijarse en mí.

¿Dónde vi esto antes?

…En la fábrica de la película Metrópolis.

Comencé a oír voces de gente que trabajaba allí y eso me condujo rápidamente a Héctor, el paciente que yo procuraba. Estaba vestido con su camisa y pantalón de grafa color azul,  igual que dos días antes cuando también fui a buscarlo. En esa otra ocasión lo requería para que colocara un sistema de aspiración continua en un lavabo, al lado de la habitación de un paciente que tenía una fistula intestinal. Héctor se alegró de inmediato ante mi confirmación de su cirugía. Afortunadamente estaba en ayunas en base  a las indicaciones que le había dado Alexis el día anterior. Mi residente superior lo había asistido en un turno previo con motivo de presentar un nuevo cólico biliar, dolencia que lo aquejaba desde varias semanas antes y que parecía venir soportando con bastante entereza.

Héctor me siguió y retornamos a la sala de Emergencias. Allí lo llevé directamente a la sala de procedimientos, un sitio donde realizábamos suturas y e internábamos pacientes. En ese sitio con mejor luz me percaté que nuestro paciente presentaba un tinte amarillento en sus ojos. Y al examinarlo noté dolor y tensión muscular en el cuadrante superior derecho de su abdomen.

Varios días de evolución, defensa muscular, ictericia… Va a estar áspera nuestra intervención.

Redacté rápidamente su historia clínica y le dejé a la enfermera todas las indicaciones: análisis, electrocardiograma y la preparación preoperatoria. En ese momento vi en mi reloj pulsera  la hora: 8.35. Me asaltó un sentimiento de pánico y salí disparado hacia el tercer piso, donde ya habría comenzado el pasaje de sala. Cuando lo hacía oí a mi espalda las quejas de la enfermera, cuyo volumen de voz fue disminuyendo a medida que yo me alejaba por el pasillo entre otros pacientes también quejosos.

—Ay, Doctor, cada vez entiendo menos lo que escribe…

Un residente de clínica médica intentó hablarme en la escalera acera de una interconsulta, pero de inmediato comprendió mi apuro y debió conformarse con mi  promesa de un encuentro en otro momento. Llegué algo agitado al pase de sala, que en ese preciso momento se iniciaba luego de retrasarse algunos minutos. Eso me alegró e hizo que no me afectara el gesto de Rocco, otro R3, quien al verme aparecer inclinó su cabeza hacia un costado, en clara señal de disgusto por mi demora.

A  medida que fui presentando los casos de cada paciente internado, ante la procesión de médicos de planta y residentes, noté que bajaban mis pulsaciones y que podía respirar mejor. De pronto, sentí una alegría oculta por esa capacidad para actuar en varios sectores del hospital casi al mismo tiempo y a la cual cada día dominaba un poco más.

Estoy empezando a acostumbrarme a esto de correr de un lado para otro y a elegir cuales son las prioridades.

Es imposible cumplir con todo.

Entonces, lo importante es alcanzar los objetivos más urgentes.

La revista de sala me pareció más veloz que otros días. En cuanto pude liberarme de preguntas y encargos que me hicieron, retorné a Emergencias. Allí noté que Héctor  ya no estaba en la camilla  donde lo había dejado y de nuevo temí llegar tarde a otro lado. Sospeché que ya estaría en quirófano y fui corriendo hasta el segundo piso. Cuando ingresé Alexis estaba lavándose las manos, ya cambiado para entrar a operar.

—Vamos, vamos…Vos tenés que ser el primero que entra a quirófano con el paciente y prepara todo... Llegás tarde otra vez— dijo, cuando se dio cuenta de mi presencia.

Me asomé a la sala de operaciones  y observé que el anestesista estaba realizándole la intubación orotraqueal a Héctor.  

El cirujano de planta que oficiaría de primer ayudante era Carlos Farro. Fiel exponente  de una escuela tradicional, el gesto adusto y las pocas palabras eran su sello distintivo y enseguida hizo uso del mismo. Apenas iniciada la cirugía le  manifestó a Alexis, mientras este practicaba la incisión subcostal derecha:

—Lo más importante en la cirugía de vesícula es no romper la vía biliar.

Y así, con ese axioma que intentaba  proteger al conducto sagrado, comenzó aquel intento de colecistectomía que pronto se reveló como un desafío. Como era de esperarse, varias semanas de cólicos reiterados e incluso de colecistitis solapadas que  Héctor parecía haber sobrellevado estoicamente,  habían alterado la anatomía de su vesícula, dejándola difícil de extirpar sin peligros. El duodeno y el colon transverso estaban firmemente adheridos a ella y a eso había que sumarle el factor anatómico, donde el abdomen prominente de nuestro paciente agregaba dificultades a vencer. Luego de una cuidadosa disección para separar a la vesícula  de los órganos vecinos, comenzó mi rol de silencioso segundo ayudante. Yo  tendría la responsabilidad de separar con dos  valvas, por un lado al hígado y por otro al estómago y  al duodeno, mientras que Farro también separaría  con otra valva  al colon transverso.

El primer obstáculo estuvo dado por una severa inflamación del pedículo de la vesícula, donde no podían distinguirse  ni el conducto cístico ni la arteria cística para poder realizarles ligaduras en forma segura. Alexis intentó una disección engorrosa y sangrante en esa zona, pero Farro enseguida le indicó:

—No te compliques, que le vas hacer cagar la vía biliar… Cortá por el bacinete, y lo cerramos.

Alexis obedeció y seccionó la vesícula a 3 o 4 centímetros  de su pedículo, de modo de alejarse del peligro anunciado por el cirujano de planta. En ese corte se reveló el notable grosor de la vesícula  enferma y desde esa apertura se pudo evacuar un gran cálculo que estaba alojado en el bacinete.

—Ahora que está menos tenso se puede disecar hacia abajo…—propuso Alexis, quien no se resignaba a dejar un sector de la vesícula sin extirpar.

—No. Cerralo ahí con un surget—le indicó sin dudar Farro, haciendo referencia a una sutura continua.

—O podemos aprovechar esta abertura para hacerle una colangiografia…— volvió a proponer Alexis, con inusitado entusiasmo.

 —No. Cerralo. No creo que tenga más piedras en la vía biliar con ese cascote que sacaste de ahí… Y si llegar a tener algo que se lo saquen por endoscopia. No está para meterse en el colédoco… ¿Si? Muy inflamado todo. No hagamos cagadas.   

Percibí una sutil irritación en el tono de voz de Farro, que pretendía dar por zanjada la cuestión y con cierto deseo de finalizar la cirugía. Alexis debió notarlo también pues no volvió a hacer proposiciones y cerró rápidamente el bacinete. Pero la  cirugía no  pudo terminar enseguida: el despegamiento de la vesícula de su lecho en el hígado resultó ser muy laborioso y hemorrágico.

—Dejale una gasa grande apretada ahí, mientras le ponemos el drenaje—indicó Farro, y retiró la valva que separaba el colon para dar lugar al siguiente paso.

Un hematoma en el mesocolon transverso que rebasaba al propio colon.

Una imagen con aspecto de morcilla, en ese sector que llevaba la circulación al intestino grueso cargado de materia fecal. Eso fue lo que vimos en ese momento, aunque nadie dijo nada durante unos segundos como si primero quisiéramos asegurarnos que fuera real.

Era real.

¿Pero… qué es esto? —  preguntó sorprendido Farro.

— …Un hematoma— solo atinó a decir Alexis.

Farro comenzó  a movilizar el colon de un lado para otro, como si buscara una explicación a lo sucedido o al menos para hacer algo ante la sorpresa. Pero había dificultad para esas maniobras dado lo abultado que se había tornado el meso, hasta que de pronto estalló un globo de sangre oscura desde su interior.

—Dame Bertolas— le pidió Farro a la instrumentadora, haciendo referencia a esas pinzas para colocarlas  en sitios sangrantes dentro del meso.

Colocó tres de ellas en zonas que parecían tener vasos del meso que se hubieran desgarrado, pero el sangrado no se detuvo del todo y el colon comenzó a mostrar un color rojo vinoso.

—¿Está… desvascularizado el colon? — preguntó Alexis con voz temblorosa.

Farro tardó unos segundos en contestar. Nunca mostraba claramente sus emociones, excepto cuando se fastidiaba.

—No, parece infiltrado por el hematoma…Pero  vamos a dejarle el abdomen abierto— anunció con un leve suspiro. 

Otro silencio denso.

— ¿Cómo que abierto? — Alexis preguntaba como si le estuvieran hablando en un idioma que no entendía.

—Sí, hay que reoperarlo en 24 horas, a ver como está la vitalidad del colon… Le  ligué varios vasos. Además esta difícil para cerrar el abdomen con esa bocha ahí.

Farro dio por finalizada la intervención y se fue, mientras Alexis miraba hacia los costados con un gesto que me pareció de confusión. Hasta que  reaccionó y le pidió a la instrumentadora una bolsa de Bogotá. Así denominábamos a las bolsas de agua destilada que los urólogos usaban para irrigaciones en las cistoscopias, y que nosotros luego empleábamos para el cierre transitorio de un abdomen abierto, como ese ante el cual inesperadamente nos hallábamos. También las llamábamos bolsas de Borráez, en homenaje al cirujano colombiano que había preconizado su uso, y era el método más común que utilizábamos en esa época para ese tipo de cierres abdominales. 

—Bueno, si queda abierto lo dejo intubado entonces… ¿...Tiene cama en terapia?— manifestó el anestesiólogo Neumann, dejando sobre una mesita el libro que estaba leyendo.

Vino caminando a operarse porque yo lo fui a buscar,  pero ahora sale con el abdomen abierto y con asistencia respiratoria mecánica para ir a cuidados intensivos...

¿Qué pasó?

¿Qué mensaje le vamos a dar a la familia?

¿Y qué vamos a decir en el ateneo?

Alexis había enmudecido y no podía contestar preguntas. De pronto sentí pena por él, además de sentirla por el paciente, y me apresuré a contestarle al anestesiólogo.

—Ahora averiguo, doctor.

Dejamos un taponamiento con gasas, lo que llamábamos  packing,  sobre ese hematoma del meso,  el cual parecía cada vez más grande. Y debimos dejar otro packing  igualmente ajustado en el lecho vesicular, el cual parecía empecinado en continuar con un sangrado en napa. Suturamos la bolsa a la piel y preparamos la salida del paciente para la UCI. Me llevé conmigo una bolsa de polietileno negra donde estaban sus pertenencias y su ropa de grafa. Mientras trasladábamos al paciente  inconsciente junto con el residente  de anestesiología, no podía dejar de pensar acerca de lo sucedido y de preguntarle a Alexis.

—Nunca vi una complicación así...Creo que fue una valva —la  voz de mi compañero sonaba cansada.

—La de Farro— me apresuré a decir en voz baja, temeroso de que me acusaran a mí como solía suceder cuando había un R1 cerca de un incidente adverso— su valva era la que apartaba al colon durante la cirugía… Pero bueno, fue un accidente, y lo más importante es que se va a recuperar bien —acoté, de un modo automático.

Alexis no dijo nada. Desde el incidente en quirófano su ánimo había cambiado y parecía abatido. Dejamos a Héctor en la UCI y retornamos a la sala de  Emergencias, adonde poco después llego la esposa de nuestro paciente.   Alexis la condujo a un consultorio para darle el informe de la cirugía, pero la conversación se tornó agitada. La mujer comenzó a cuestionar la indicación y la celeridad para llevar  a su marido a quirófano,  sin que ella pudiera verlo antes, y luego no comprendía lo relacionado con la complicación intraoperatoria y con la decisión de dejar el abdomen abierto para una relaparotomia de revisión. Alexis estaba nervioso y la mujer no pudo digerir toda la información que mi compañero le daba.  Así el tono de la conversación fue elevándose, para terminar bruscamente con la salida de la señora con una actitud airada.

Mi compañero quedó tomándose la cabeza, sentado en el escritorio de ese consultorio de la guardia.

—…No puedo creer todo esto— solo dijo.

Por la tarde el ritmo de las urgencias disminuyó misteriosamente. Pensé que eso se alineaba de un modo benigno con nuestro ánimo abatido, como si fuera un mecanismo de defensa para los pacientes y para nosotros. Pero estar menos ocupado en ese lapso  le dio más espacio a mi cabeza para pensar acerca  de lo ocurrido. Y relacionaba el caso de Héctor con otros pacientes,  que estaban en el piso de cirugía y que cada vez cursaban postoperatorios más complicados. Esos que yo sufría diariamente.

¿Porque se complican los pacientes quirúrgicos?

¿Solo tiene que ver con el alto volumen de pacientes complejos que recibimos, muchos de los cuales  presentan patologías con mucho tiempo de evolución?

Este es un tema álgido, crucial dentro de la Cirugía, y yo estoy chocándolo de frente a pocos meses de introducirme en este mundo turbulento.

Mejor si este cruce obligatorio sucede temprano.

Porque de su acalorado análisis se desprenderá casi todo: como seguir trabajando y  que cambiar.

Y porque de su debate surgirán herramientas  para que nosotros seamos mejores.

El anochecer me trajo muchas suturas de heridas para hacer y pasé buena parte del tiempo en la sala de procedimientos con esos pacientes heridos. Hasta que entre las consultas apareció  un paciente con una apendicitis aguda. Era un joven que había estado todo el día padeciendo un dolor abdominal y temía pasar una mala noche. Farro me ayudó a operarlo con su estilo lacónico y resultó ser un caso sencillo dado el poco tiempo de evolución que llevaba. Pero eso no quitó que durante la intervención yo comenzara a ver lo que hacía como cirujano con un enfoque distinto: pensando en que podría complicarse.    Me pareció que por primera vez yo no estaba repitiendo  los pasos en forma mecanizada, sino que lo hacía pensando en esos detalles que podían prevenir complicaciones postoperatorias. Y mientras eso sucedía, percibía también la sombra vecina de un fenómeno deja vu, la sensación de que eso ya lo había visto antes.

¿Qué podemos prevenir y qué no?

Porque realmente no podemos controlar todos los factores: en las cirugías ningún evento adverso tiene un 0% de probabilidades de presentarse. Todo puede suceder. En cualquier parte del mundo.

Pero sí podemos tornarnos fuertes dentro de aquello sobre lo cual tenemos más influencia.

Hacia la medianoche me reencontré con Alexis, a quien no veía desde un par de horas antes. Seguía callado, pero al menos parecía algo más activo. Repasamos la lista de los pacientes internados en la  sala de emergencias, con vistas a la madrugada que ya se iniciaba y en la cual yo estaría con presencia activa de 4  a 6.00 a.m. No había quedado nada quirúrgico para resolver y pensé si la noche continuaría así de tranquila.

En ese instante percibí el sonido lejano de una sirena de ambulancia. Esa era una de las primeras alarmas a la que ya me había acostumbrado en Emergencias, junto con la bocina excitada de un auto particular frenando bruscamente en la rampa de acceso. Ya había notado que no había tecnología allí para llamar al personal, como un bíper, un megáfono o un cartel luminoso con letras rojas. Solo estaban esas señales del ambiente a las que había que adaptarse, igual que un animal que sospecha de la presencia de su depredador natural oculto en el matorral.

Celebré estar allí, cerca de la sala de shock, y en ese momento no imaginaba que esa sensación acuñaría un concepto en el futuro. Una idea  que luego transmitiría a generaciones de residentes.

Manténgase cerca del shock room, porque ahí puede estar la acción que necesite más precozmente de usted.

El personal prehospitalario ingresó con una camilla donde traían sobre una tabla larga a una joven. Estaba totalmente vestida con ropa de cuero negro y tenía el cabello rubio y largo encima de una campera con muchos cierres relámpago. Cuando ayudé a pasarla en su tabla larga a la camilla del shock room vi que había mucha sangre en su cabellera.

—Accidente de moto, sin casco, estaba inconsciente en la calle —relato el médico de la ambulancia.

El emergentólogo de turno quitó la valva anterior del collar cervical que la chica  traía puesto, puso una mano en el mentón y abrió la boca de la joven  fácilmente. Enseguida dijo:

—Voy a intubarla…Ayúdenme con la maniobra de  Sellick y a sujetarle el cuello.

Nos hablaba a Alexis y a mí, y cumplimos con lo que nos pedía. La joven no tenía reflejo alguno y el emergentólogo pudo realizarle la intubación orotraqueal sin dificultad, incluso sin necesidad de drogas relajantes.

Intubación orotraqueal fácil y sin necesidad de drogas: mejor para el operador, peor para el paciente.

Hasta que se demuestre lo contrario ese paciente tiene un shock hipovolémico o una grave lesión cerebral.

Un residente de imágenes ya le estaba realizando la ecografía y apenas puso el transductor sobre el abdomen anunció que había mucho líquido libre en esa cavidad. La chica estaba muy hipotensa y su pulso no se modificó con el aporte vigoroso de Ringer lactato a través de dos vías venosas. Le habían vendado la cabeza como a una momia, para detener un sangrado pertinaz del cuero cabelludo, y solo asomaba                entre las vendas el tubo puesto en su boca.  

—¡Hay que operarla, la subimos ya! —dijo Alexis, a quien la acción parecía haberle renovado las energías.

—Perfecto, pero déjenme hacerle radiografías de pelvis y tórax antes —solicitó el emergentólogo.

Las enfermeras trabajaban con dificultad para cortarle los pantalones ajustados de cuero y sacarle sus botas largas. A medida que le quitaban las ropas  comenzaron a verse tatuajes en su piel pálida. De pronto observé fugazmente ese cuerpo y me impresionó su belleza, a pesar del dramatismo sangriento del momento. Pero esa admiración se desvaneció de inmediato, dando paso al temor que me provocaba ese Trauma que la había destrozado, una energía brutal capaz de devastar a cualquier belleza viva.

—¡Llamá a hemoterapia y pediles que nos lleven sangre al quirófano!— el pedido de Alexis interrumpió mis pensamientos.

Fui al teléfono y solicité 4 unidades de sangre entera, mientras noté que estaba temblando. No bien le hicieron las placas radiográficas, subimos  la chica al segundo piso junto con el emergentólogo y un camillero.

Alexis había llamado a Farro y cuando este llegó a la sala de operaciones nosotros  estábamos colocando los campos operatorios. Se acercó al anestesiólogo Neumann y le preguntó:

—¿Cómo está?

—…Horrible— respondió Neumann, moviendo su cabeza en señal negativa.

Farro no se lavó y mostró sus manos extendidas a la instrumentadora para que directamente lo vistiera y le  colocara los guantes.     En sintonía con ese mensaje de emergencia que el cirujano nos estaba dando sin palabras, Alexis practicó con vehemencia una incisión mediana muy larga en el abdomen. El físico magro de la chica le permitió ingresar casi de una sola pasada en la cavidad abdominal. Vimos emerger a un torrente de sangre entre sus manos, las cuales completaban la incisión a puro bisturí frio. Farro a su vez introdujo  sus manos, extrajo asas de intestino delgado,  palpó rápidamente el hígado, y luego se dirigió hacia el lado opuesto para tocar el bazo. 

—Tiene el bazo roto, sacáselo —le indicó a Alexis, mientras ya exteriorizaba por la línea media  ese órgano destrozado.

Colocamos un separador autoestático y me entregaron dos valvas para que apartara el reborde costal izquierdo.

—Poné muchas pinzas pegadas al bazo. Ojo con la curva del estómago y con el páncreas. Y cortá pegado al bazo. Después ligamos— dijo Farro.

La esplenectomía se completó rápidamente. Luego de la seguidilla de ligaduras Farro coloco un packing de gasas apretado en el espacio subfrénico izquierdo. Alexis exploró el resto del abdomen y no se encontraron otras lesiones, aunque en todo momento había sangre en el campo operatorio. Al retornar al lecho donde antes estaba el bazo y retirar las gasas, un sangrado persistente volvió a crecer desde esas profundidades. Era una hemorragia difusa, con sangre cada vez menos roja y cada vez más diluida. Entonces Farro volvió a dejar un taponamiento con gasas en el abdomen de la joven.

En ese momento la enfermera circulante de la sala colocó las radiografías de tórax y de pelvis en el negatoscopio, las cuales resultaron sin anormalidades  aparentes.

—Che, está sangrando mucho la cabeza…— avisó Neumann, mientras retiraba el  vendaje de la paciente.

— Suturala, que acá ya cerramos el abdomen — me indicó Alexis.

—No, no vamos a cerrar…. Vamos a dejarle un taponamiento con gasas para detener este sangrado. Sangra porque no coagula bien —  sentenció Farro.

Mi compañero se quedó paralizado durante unos segundos y miró hacia un costado.

—Bueno, parece que hoy tenemos problemas  para controlar cualquier sangrado… —afirmó Alexis, con un claro fastidio en su voz.

—Vas a estar contento si esta chica llega a vivir—le dijo Farro mirándolo a los ojos, algo que no le había visto hacer durante todo ese día.

La instrumentadora me acercó una sutura con una aguja grande para el cuero cabelludo y cerré allí a una laceración de 10 centímetros, a  través de la cual se                                               había visto el hueso del cráneo fracturado. Volví a vendarle la cabeza, mientras Farro y Alexis terminaban de colocar otra bolsa de Bogotá en la pared abdominal como cierre transitorio.

— ¿Qué van a hacer con el cráneo? — quiso saber Neumann.

—Hay que bajarla al tomógrafo…  El neurocirujano   no le va a hacer nada sin una tomografía—respondió  Alexis, que continuaba irritado.

Poco después pudimos concretar, junto con el residente de anestesiología, el descenso al tomógrafo del subsuelo llevando a la paciente entre torres de bombas infusoras de drogas y de plasma. En el tránsito por los pasillos me pareció que la temperatura del ambiente había descendido mucho y que eso era un enemigo más para la joven tan golpeada.

La tomografía del cráneo mostro fracturas múltiples y un edema cerebral. El neurocirujano decidió desde el teléfono la colocación de un sensor de la  presión intracraneana. Con tal motivo retornamos al quirófano con la paciente y con todo su pesado soporte ambulante. El procedimiento a cargo del neurocirujano recién llegado fue breve y luego repetimos otro viaje peligroso hasta la unidad de Cuidados Intensivos. En ese trayecto no hallamos a ningún familiar o allegado a la joven  de modo de poder entregarle un informe de la situación. Miré el reloj cuando dejamos a la chica en la cama de la UCI: 2.30 a.m.

En medio de la oscuridad y del silencio de esa madrugada, que contrastaban con el  ajetreado ritmo diurno de los Cuidados Intensivos, fui invadido por pensamientos agazapados que parecían  haber aguardado a que bajara mi adrenalina para asaltarme.

En medio de la noche sale a la luz una evidencia pesada: la increíble capacidad de la especie humana para autodestruirse, a través de colisiones de tránsito, hechos de violencia u otros incidentes aberrantes.

Existe un Karma hemorrágico en el centro de los acontecimientos y es de naturaleza humana. Eso es lo que provoca el Trauma y parece tan inagotable como inaudito. Su poder no respeta razas, naciones, credos, dinero, posición social o belleza física, y lo que recién hemos visto con esta paciente se está reproduciendo en este momento en muchas partes del mundo.

Solo queda ir a reparar, lo mejor que se pueda, lo ya dañado.

Bruscamente experimenté un profundo cansancio y una incapacidad para pensar. Solo deseaba dormir, al menos hasta las 4 cuando comenzara mi turno activo en la sala de guardia.

A pesar de la fatiga, me desperté con la alarma a las 3.55 y volví a subir desde el subsuelo. En ese turno de dos horas la guardia estuvo prácticamente desierta de consultas, posiblemente debido al horario y al intenso frio de la noche. Por iguales razones me reduje a dormitar incómodo en un sillón de la sala contigua al shock room. Cuando me reemplazaron a las 6.00 a.m. me desperté entumecido y con frio. Pero a pesar de eso no pude resistirme a pasar por la UCI, antes de comenzar con mis tareas en el piso de cirugía.

Dada su mayor gravedad, primero fui a ver a la paciente de la esplenectomia y del grave traumatismo de cráneo. Me acerqué a su cama y corrí sus frazadas para ver la herida abdominal. Quité los apósitos y comprobé que no había sangre visible por debajo de la bolsa de Bogotá. En ese momento me sorprendió la presencia del médico intensivista, que surgió del otro lado de la cama portando una plancha de acrílico en la que venía escribiendo. Llevaba un buzo encima de su ambo para tolerar mejor el frio y la capucha le ocultaba la cabeza y buena parte del rostro.

—Tiene muerte cerebral— dijo con voz ronca, sin levantar su cabeza ni dejar de escribir.

Solo queda reparar lo dañado.

Y a veces, ni siquiera eso.

No  podemos salvar a todos con cirugía.

Esta guardia termina mal.

Sentí deseos de salir inmediatamente de esa sala, de caminar en otra dirección, y fui a verlo a Héctor, el empleado de mantenimiento. Sus signos vitales se hallaban estables, estaba compensado hemodinámicamente y la visión de su bolsa de Bogotá mostraba gasas apenas rosadas, lo cual era favorable. Pensé que era muy probable que en esa  misma jornada pudieran reoperarlo, que se pudieran retirar sus taponamientos con gasas sin sangrado y que el colon se hallara vital. Que así como en el día anterior había sido golpeado por lo inesperado, luego también fuera posible que evolucionara favorablemente. Necesitaba creer en eso cuando salí de la UCI.

Al llegar a las salas del servicio de Cirugía en el tercer piso, noté que el sol comenzaba a filtrarse por las ventanas. Ese turno de guardia cruel que estaba terminando había traído advertencias oscuras acerca de los pacientes quirúrgicos, que cada vez me impresionaban más frágiles y más susceptibles de complicarse de cualquier manera. Pero estaba claro que eso también formaba parte del paisaje natural, de un día cualquiera en esas tierras salvajes en las que nos estábamos adentrando. Y en ese viaje también había  muchas cuestiones que sí podíamos dominar, con las cuales hacernos fuertes para lograr mejores resultados.

La noche había traído revelaciones duras, pero luego el sol de la mañana entregaba energías para poder continuar.  La nueva luz parecía decidida a hacernos ver de un modo diferente a los mismos problemas, esos a los cuales les dábamos tantas vueltas.

Esta guardia ¿termina mal?


 
  El autor
 
Guillermo Barillaro
Médico. Oriundo de Tandil, provincia de Buenos Aires
Ha dedicado toda su carrera profesional al área de la Cirugía de Urgencias, del Trauma y de los Cuidados Críticos, tanto en la faz asistencial como en la docente y académica.

Es miembro de la Asociación Argentina de Cirugía y de la Sociedad Panamericana de Trauma, e instructor del curso internacional ATLS (Apoyo Vital Avanzado en Trauma), programa de entrenamiento orientado a médicos para el manejo inicial de los pacientes traumatizados.