Historias de un cirujano de trauma

La experiencia radical del trauma

Escenas dramáticas en un escenario donde el conocimiento y la actitud pueden salvar vidas

Autor/a: Dr. Guillermo Barillaro

Construye tu balsa con esmero, boga con diligencia hacia la otra orilla a través del rio del sufrimiento…
Y conviértete por ti mismo en alguien que conoce de veras.

Andrew Olendzki   

De a poco o quizás de golpe, no lo recuerdo bien, me fui dando cuenta de eso, de una brecha que separaba las palabras de los hechos reales. Y se trataba de algo que  no sucedía en un programa de televisión o de radio. Ocurría en un ambiente con potentes implicancias, como lo era la asistencia médica de personas gravemente traumatizadas. Uno podía leer trabajos científicos, asistir a congresos o escuchar lo que decían los expertos, todo lo cual era muy útil, pero existía también otro plano de conocimiento. Otra zona donde se experimentaba como eran realmente las cosas, al lado del paciente y en nuestro  lugar de trabajo, en nuestro propio ambiente con sus señas particulares.  Y eso, ahí mismo, nos traía un recurso de valor incalculable: saber cómo ayudar del mejor modo a nuestros pacientes, a los que en ese momento estaban con nosotros.

Había oído hablar a cirujanos acerca de tácticas y técnicas desplegadas en  traumatizados, y notaba a veces que esos relatos no coincidían exactamente con lo que yo había vivido. No me sentía con derecho a dudar de la veracidad de nadie, pero tampoco  podía creer que los pacientes con Trauma fueran tan diferentes en distintas partes del mundo. Podía afirmar lo que había visto y tocado, y como nos había resultado manejar de cierto modo a los pacientes que habían ingresado por nuestra puerta de emergencias.

La sorpresa al comprobar esas diferencias ocasionales, entre lo que nos aconsejaban y lo que en verdad nos sucedía, convivía con la certeza de lo que mejor funcionaba para los traumatizados en nuestro accionar.

El cotejo crudo, entre lo publicado que estaba basado en la  evidencia y lo que vivíamos que estaba basado en la experiencia de nuestro mundo real.  

Hasta que de pronto mi teléfono móvil anunció un  mensaje de Federico Schwazeneger, el residente de cirugía en ese turno: HAB. Ese breve mensaje lo decía todo con esa sigla, con la cual nos referíamos a una herida por arma blanca o cortopunzante. Apenas esas 3 letras me sacaron del debate mental y me devolvieron a la acción pura, a un baño de presente.

OK.

Pasemos del pensamiento interminable a la acción efectiva, a la acción que verdaderamente define la realidad.

Fui hasta la sala de shock y allí estaba el paciente, asistido por Federico y por Beto Boca, mi compañero cirujano. Beto le estaba realizando una ecografía torácica y mostraba como siempre su alta sensibilidad, tanto para la pesquisa diagnóstica como para indagar sobre las cuestiones humanas que podían ocultarse detrás de una herida penetrante.

—El señor se hirió a sí mismo… Dice que hundió el cuchillo unos 10 centímetros—Beto se dio vuelta brevemente para hacerme ese comentario, mientras continuaba con  la ecografía.

— ¿Tiene liquido en el saco pericárdico? —fue mi pregunta automática.

—No, pero parece que tiene un hemotórax...  Igual ya le hicieron una radiografía, que ahora nos van a traer—respondió Beto, que volvió a concentrase en la pantalla del ecógrafo.

Aquel señor no era el habitual paciente con trauma penetrante, como lo sería un joven magro y resistente que se había peleado con otro. Era un paciente de más de 60 años, obeso y con aspecto de fumador inveterado, con una piel que no parecía tener la mejor circulación sanguínea. Le palpé un pulso radial saltón y observé el monitor al cual estaba conectado, con los registros de una tensión arterial de 120 y una frecuencia cardiaca de 75.

—Tiene antecedentes de cardiopatía isquémica, con un infarto y angioplastias, y ahora está beta bloqueado—agregó Federico, completando el cuadro.

Un paciente con riesgo de muerte permanente, aún si solo estuviera mirando la televisión en su casa.

La placa de tórax—dijo alguien, y escuché el sonido de la lámina radiográfica encajando en el negatoscopio.

Vimos la mitad izquierda del tórax de color blanco, signo que nos hizo pensar que había sangre dentro de esa cavidad pleural.

Sí, pero esa sangre ¿viene de la pared torácica, del pulmón  o del corazón?

¿Y está activa esa hemorragia?

Un drenaje pleural es el paso inmediato.

—Vamos, tubo de tórax—fue la indicación de Beto, quien tradujo lo que todos pensábamos.

El mismo le ayudó a Federico a colocar un drenaje pleural izquierdo, el cual  arrojó un débito de 600 centímetros cúbicos  de sangre. Los signos vitales del paciente no se modificaron en absoluto y entonces repetimos la ecografía, la cual volvió a ser negativa para la presencia de líquido en el saco pericárdico.

—No puedo creer que no tenga una herida cardiaca si penetró tanto el cuchillo…—le comenté a Federico.

Ahora, para un control luego del drenaje pleural, ¿radiografía de tórax o tomografía?

Compensado y con otra ecografía pericárdica negativa: califica para ir al tomógrafo, un estudio más sensible y completo que la radiografía simple.

Lo llevamos al tomógrafo del subsuelo junto con Federico, a través de un desfiladero formado por incontables cajas con envases de solución fisiológica. Esas cajas habían sido apiladas a ambos lados de un pasillo muy estrecho, y era la única ruta posible para llegar hasta el tomógrafo. En medio de cierta irritación que experimentaba por lo engorroso de ese traslado, le palpé el pulso radial al señor en forma reiterada y paranoide. Me sorprendía que siguiera compensado, con una herida en la zona cardiaca y con un hemotórax cuya real cuantía aún no conocíamos. Y la tomografía, que se hizo enseguida,  también me sorprendió: noté imágenes compatibles con coágulos sólidos dentro del saco pericárdico, más allá de que la tomografía  no era el mejor método para evaluar la ocupación de dicho saco.

Coágulos pericárdicos que no vimos en la  ecografía: hay una lesión cardiaca hasta demostrar lo contrario.

Si sigue compensado, podemos comenzar a través de una ventana pericárdica subxifoidea, a través de un pequeño orificio en su saco pericárdico, por donde evacuar la sangre y comprobar si el sangrado está activo o ya se ha detenido.

Pero su condición hemodinámica puede cambiar de un momento a otro. Vayamos de TAC  a quirófano, sin escalas, ya. 

Desde el teléfono del tomógrafo avisamos al personal del quirófano que íbamos hacia allá. De inmediato mis preocupaciones fueron la anestesia general y el postoperatorio de riesgo, dados todos sus antecedentes cardiológicos pesados, los cuales asomaban desde una voluminosa historia clínica.

Mientras Federico y Yanina F., residente de cirugía de tercer año, ingresaban el paciente al quirófano, me desvié hacia la UCO, la Unidad coronaria. En ese lugar necesitaba encontrar aliados para los cuidados postoperatorios de un paciente cardiópata.

La cardióloga de guardia estaba en la sala de médicos y levantó su vista de una historia clínica cuando ingresé.

— ¿Qué pasa ahora? — noté un sutil tono de irritación en su voz.

Le conté brevemente del caso y que se trataba de un paciente que en el pasado había estado internado en ese servicio.

—Pero… ¿le dijiste acerca del daño que se pudo provocar a sí mismo?  —pareció enojarse con la noticia.

Me quede observándola durante unos segundos. Su declaración me sorprendió y logró  apartarme por un momento de mis preocupaciones. Me di cuenta que íbamos por carriles de pensamiento diferentes acerca de la situación del paciente, y recordé que debía llevarlo rápidamente al quirófano.

— ¿Tienen cama acá, para traerlo después de la cirugía?

—No—fue su respuesta rápida.

Dejé atrás la UCO y volví a pensar en el plan quirúrgico para el paciente, que en lo inmediato era lo más importante. En quirófano me encontré con la anestesióloga Martha Xicaris, antigua compañera de mis épocas de  residente, y eso me inyectó ánimo ante la jugada difícil que nos esperaba: operar de modo urgente a un paciente de altísimo riesgo. Les expliqué a ella y a la instrumentadora Sabrina, otra antigua compañera, lo que íbamos a hacer: una ventana pericárdica por vía subxifoidea, de modo de confirmar que hubiera sangre en el saco pericárdico. En ese caso, si el paciente  se mantenía compensado, a continuación íbamos  a proceder a un lavado con solución fisiológica en el mismo saco, para definir si el contenido hemático se agotaba o si había un sangrado persistente que nos obligara a una toracotomía.

Pero mientras relataba el plan a seguir observé de reojo a la campana del drenaje pleural, la cual contenía un mensaje silencioso: 1 litro de sangre ya, a menos de 1 hora de colocado ese drenaje.

Hemotórax con sangrado activo: toracotomía.

Suspendamos ventana pericárdica.

—¡Se suspende la ventana, vamos a una toracotomía! —les anuncié a todos, al mismo tiempo que experimentaba una vaga tranquilidad: la de acceder al paciente a través de un abordaje más amplio que el previsto, lo cual en ese momento se definía como lo más seguro para él.

Si bien la nueva conducta sería más cruenta, por otro lado permitiría el dominio de todos los focos posibles de una hemorragia que estaba revelándose como viva. Y eso alejaba una preocupación latente: la de dejar sin control a cualquier lesión en un paciente con escasas reservas.

El Trauma es una enfermedad dinámica como pocas. Puede mutar en segundos o minutos, como un camaleón extraño que parece inofensivo pero porta un veneno letal.

Y nosotros debemos ajustarnos y anticiparnos  a esos tiempos.

El que sea más rápido, el Trauma o nosotros, ganará.

—¡Epa!... Pero, ¿cuál es la indicación para la toracotomía?

Beto volvía al caso ingresando en ese instante en la sala de operaciones.

—Está sangrando por el tubo, un litro—le respondí,  mientras iba a lavarme.

El paciente seguía con 110 de tensión arterial sistólica, y  me pareció que Yanina como R3 podía comenzar con esa toracotomía antero lateral izquierda. Le ayudamos junto con Federico  y nuestra incisión coincidió con la herida traumática en el sexto espacio intercostal, con lo cual nos aseguramos el hallazgo en el camino de alguna arteria intercostal que pudiera haber sangrado. Como hacíamos siempre, seccionamos un par de cartílagos costales con una cizalla antes de colocar el separador intercostal de Finochietto, de modo de ampliar el campo operatorio. Y como siempre nos sucedía, una obsesión por ver claramente que estaba sucediendo dirigía nuestras maniobras.

Pero cuando ingresamos en la cavidad torácica encontramos al pulmón izquierdo ocultando lo que pasaba con muchas adherencias. Las liberamos con cierto trabajo, y entonces apareció en el campo un géiser pulsátil que arrojaba sangre con cada latido. Yanina colocó instintivamente sus dedos  allí para bloquear la hemorragia. Su maniobra fue efectiva, y mientras permanecía inmóvil dijo:

— ¡Hay un agujero en el saco pericárdico!

—Quedate así que me paso para aquel lado…¡Beto, cambiate!

Me di cuenta que ya estábamos casi gritando para oírnos mejor, dado que las máscaras faciales que usábamos nos restaban bastante audición. Yanina permaneció donde estaba y Beto vino a ocupar mi lugar. Entonces pasamos a ser cuatro en el campo operatorio: Yanina y yo a la izquierda, Beto y Federico a la derecha del paciente. Celebré que fuéramos varios para combatir el peligro que ya estaba instalado en ese tablero, y pasamos a la siguiente movida.

—¡Una Foley, Sabrina!

Una sonda Foley para introducirla a través de la herida  cardiaca, inflar su balón y retraerla suavemente, de modo que el mismo balón ocluyera la herida y nos permitiera suturarla con poca o ninguna pérdida sanguínea. Una jugada de memoria, repetida en muchas guardias, en quirófano  o en el shock room.

— ¡Yo lo tapo!— le dije a Yanina, reemplazando su dedo por el mío en la brecha pericárdica.

No quería perder la posición estratégica de mi dedo índice sobre la lesión, por lo cual acto seguido le pedí a Beto que abriera el saco pericárdico. Mi compañero procedió a la pericardiotomia longitudinal al lado de mi dedo, tanto hacia la base como hacia la punta del corazón, y ya con el panorama más despejado retiré mi dedo de la herida miocárdica para introducir por allí la sonda Foley. Beto infló su balón y entregamos la sonda a Yanina, quien se encargó de tirar suavemente de ella para que su balón bloqueara la salida de sangre.

Ya está. Un par de puntos, sin perdidas sanguíneas gracias a la Foley, y nos vamos rápidamente, que es un paciente de mucho riesgo.   

Con el sangrado controlado, organizamos otra jugada preparada desde siempre: yo pasaría los puntos, Beto tomaría la aguja del otro lado de la herida, y luego yo anudaría los hilos, mientras Yanina conservaba la tensión precisa sobre la sonda  y Federico prestaba aspiración y separación. Lo hicimos y todo parecía bien, hasta que anudé la primera sutura y entonces el musculo cardiaco se desgarró como si fuera de papel. El diámetro de la herida  aumentó el doble,  y luego el balón perdió contención contra la pared cardiaca,  apareciendo en el campo junto con un torrente de sangre.

—¡Infla más el balón, Yanina! —solo atiné a decir, y volví a empujar  la Foley dentro del corazón.

Cuando recolocamos el balón para bloquear la herida me di cuenta que esa laceración ya media cuatro centímetros, y que se veía  gran parte del balón entre paredes miocárdicas muy adelgazadas. El paciente tenía el antecedente de un infarto, el cual parecía haber ocurrido en esa misma zona del traumatismo donde estábamos trabajando. Esos tejidos patológicos no eran nada confiables, pero debíamos cerrar cuanto antes esa brecha, por la cual además había comenzado  a surgir sangre alrededor del balón. Pensé en confeccionar unos pequeños parches con pericardio, a la manera de cuadraditos de teflón, o en un parche con un trozo de prótesis vascular de Dacron o de PTFE. Y pensé también en la quimera de disponer ya de una bomba extracorpórea, que no teníamos en la emergencia. Pero el sangrado era persistente, y de reojo vi en el monitor que la tensión arterial estaba descendiendo abruptamente: no había tiempo ni margen para una reparación compleja.

Hay que cerrar cuanto antes este agujero,

porque se muere a través de este agujero.

Decidí que repitiéramos la maniobra previa:

—¡Vamos de nuevo!

Se trataba de pasar los puntos con precisión y delicadeza, no pinchar el balón, no pinchar la mano de ninguno de los compañeros y anudar con tanta suavidad como firmeza.  Pero el balón, inflado a más no poder entre los delgados bordes de la herida, un engorroso sangrado continuo y los latidos rápidos del corazón estresado tornaron todo cada vez más difícil. Pudimos completar un nudo en el extremo derecho de la herida, pero cuando inicié una nueva  pasada de aguja  en medio de todas las dificultades pinché el balón de la Foley. Se escuchó un ¡plop!, vi primero un chorro de sangre que salpicó mi máscara facial, y luego otro torrente rojo escapando a través de esa herida cada vez más grande y anfractuosa. Apreté el ventrículo izquierdo de aquel corazón con mi mano izquierda haciendo una pinza con el pulgar por un lado y con el resto de los dedos por el otro, de modo de cerrar esa laceración. El corazón latía cada vez más rápido y parecía resistirse a que lo apretáramos.

Comenzamos junto con Beto y Yanina a gritar al unísono:

— ¡Una Foley!

— ¡Otra Foley!

— ¡Foley!

Una nueva sonda apareció en el campo y volví a introducir su extremo  en el corazón, pero noté que eso ya no sería efectivo dado el gran tamaño de la herida. Por otro lado la tracción del balón podía desgarrar aún más las frágiles paredes y aumentar el tamaño de esa laceración. Pero Beto ya había pedido pinzas Allis y estaba colocando una hilera de las mismas en la herida, ocluyéndola  parcialmente, igual a como hacíamos con las lesiones de la vena cava. De hecho, esas paredes tenues que intentábamos suturar se parecían más a las paredes de las aurículas o de la vena cava que a las de un ventrículo. Volví a apretar el corazón con mi mano como pinza y el extremo izquierdo de la herida acabó por cerrarse.

— ¡Vamos, organicemos la sutura!

Con otro polipropileno 3/0 que me entregó Sabrina volví a colocar puntos más amplios, mientras las manos de mis compañeros iban rodeando mis acciones. Según como iban adosándose los bordes desflecados de ese corazón enfermo fui colocando puntos en U, en X, o de modo corrido. Todo lo que cerrara rápidamente la herida podía servir. De ese modo, a medida que progresaba la sutura pudimos ir retirando una a una las pinzas Allis, y el sangrado cesó.

La asistencia del trauma es un deporte en equipo por excelencia.

Es imposible hacer en forma individual eso que recién vimos, por más hábil o experto que un operador sea.

Hemos visto operar a gente muy diestra. Bueno, ese no es nuestro fuerte. Nuestro fuerte es actuar de modo coordinado y en conjunto, para asegurar lo más que se pueda la supervivencia ante cualquier lesión.

Cada día percibo más nítidamente la necesidad de trabajar junto con otros, y como de un modo crucial dependo de ellos para conseguir los objetivos. Ahí mismo, donde todos suman con manos y opiniones, desde el más experimentado hasta el residente que ingresó al hospital poco tiempo antes.

Si todos me ayudan y se ayudan entre sí, acaba siendo  clave para ganar.

Pero el paciente estaba muy golpeado. Observé al monitor con una tensión arterial sistólica de 50 y a los anestesistas colgando y descolgando envases de hemoderivados que le transfundían.

—Pensé que se paraba y se moría… ¡Increíble  esa lesión!— comentó Marta, asomando su cabeza entre Yanina y yo para ver mejor el campo operatorio.

—No se puede  creer…— acotó a su vez el R2 de anestesiología Chris Lambert, por encima de la tienda de la cabecera de la mesa. 

Con mi mano izquierda apreté la aorta torácica contra la columna dorsal, de modo de redistribuir su volemia disminuida hacia los territorios más críticos en esa reanimación: cerebro y coronarias. Por encima de mi mano Beto comenzó a colocar planchas de gelatina para controlar un insidioso sangrado en napa desde los bordes pericárdicos, y  luego envolvió al corazón con una gasa mojada con solución fisiológica caliente para combatir a la hipotermia y a las arritmias. Mientras tanto, los anestesistas  continuaban transfundiéndole sangre, plasma, plaquetas y crioprecipitados, y habían elevado la camilla del lado de los pies del paciente.  Sostuve la compresión aórtica durante varios minutos y en esos momentos sentí sed de aire, como si no hubiese respirado durante los instantes vertiginosos de las múltiples suturas cardiacas. Inhalé y exhalé  varias veces de un modo más profundo y lento, y comencé a sentirme mejor y a ver mejor. Noté manchas de sangre en mi máscara empañada y los números del monitor que comenzaban a elevarse. Y repasé el listado de todas las técnicas de las que  disponíamos para reparar una herida cardiaca. Vi fugazmente esa tabla de recursos,  y como en pocos minutos habíamos ido poniendo el visto al lado de cada técnica, para usarla o descartarla.

Esto es la cirugía del Trauma.

A mayor velocidad, tanto en la mente como en las manos, que en la cirugía general.

Y obligando en todo momento  a responder rápidamente, con planes A, B, o C, a lo que haga falta y bajo sangre.

Luego de 10 minutos de oclusión aórtica, la sistólica trepó hasta un valor de 130, y entonces pensé que ese corazón frágil podía estallar a través de esa reparación sinuosa que le habíamos hecho. Liberé la presión de mi mano sobre la aorta y quité las gasas para ver el corazón: latía con más vigor y su reparación resistía de un modo sorprendente. Me quedé observándolo, hipnotizado por esa persistencia de la vida pese a todo, mientras oía de modo entrecortado frases lejanas de Marta y de las instrumentadoras acerca de lo que habían visto.

Con el paciente estabilizado y ya sin sangrado, colocamos un parche de pericardio sobre la sutura tratando de reforzarla al máximo, y cerramos el tórax.

Más allá de los fierros de los que podamos disponer,  de la tecnología que nos rodee, siempre tratamos de suplir lo que nos falta con un ajustado trabajo en equipo y con nuestro mayor cuidado posible para operar. Eso es lo que de inmediato le arrojamos encima a cualquier traumatizado que nos llegue, sea cual sea.

Y muchas veces alcanza con eso para sacarlo vivo del quirófano. Alcanza para que una lesión devastadora y hasta la propia voluntad del paciente no lo maten.

La salida de quirófano nos encontró sin otro destino posible que un retorno a la sala de shock, ante la falta de cama disponible tanto en Cuidados Intensivos como en la UCO, un problema que se había tornado endémico desde hacía años. Luego Beto y yo pilotearíamos el vuelo peligroso de ese traumatizado a través de su postoperatorio inmediato,  en la misma sala de emergencias, al lado de otros traumatizados que seguían ingresando. Asumimos el rol de intensivistas, ajustamos las dosis de los drogas  vasoactivas y el funcionamiento del respirador mecánico, y luego Beto le colocó una vía venosa central.

Esto también forma parte de la asistencia: después del quirófano, dificultades de todo tipo y obstáculos locales, que aparecen fuera de los libretos académicos.

Y en medio de ese torbellino, que nunca hallaremos descripto en los libros o en las revistas, el paciente y el cirujano van agotando todas sus reservas en soledad.

Un vértigo nocturno, donde hay poca gente alrededor.

Al cabo de dos horas, a la par de la compensación del paciente comencé a tranquilizarme un poco. Los drenajes pleurales habían arrojado un moderado débito serohemático y su corazón no había estallado, a pesar de seguir latiendo con una sutura compleja en la misma zona de un antiguo infarto. Me disponía a bajar al subsuelo cuando me pareció notar un sonido muy bajo, tan bajo que me detuve unos segundos para prestar más atención y confirmar si era real.

Y lo era: la sirena de una ambulancia, cuyo volumen iba en aumento. Y ese sonido fue seguido por el ingreso aparatoso de un paciente inconsciente y con una herida por arma de fuego en el cráneo. Lo pasaron a la camilla central de la sala de shock y le vi dos orificios: uno en la región temporal derecha y otro en la zona frontal izquierda, lo que hacía sospechar un trayecto transfixiante en el lóbulo frontal del cerebro.

Inconsciente, con herida por arma de fuego en cráneo: intubación orotraqueal y reanimarlo, de modo que tenga  buena oxigenación y perfusión cerebral.

El emergentólogo a cargo era una médica muy joven, que cumplía una de sus primeras guardias en el hospital. Yo no la conocía bien aún, y como solía suceder con el reducido plantel de emergentología donde eran frecuentes las renuncias, se tornaba difícil constituir equipo estables para la asistencia inicial del traumatizado. Entonces siempre trataba de quedarme a colaborar con ellos por si necesitaban ayuda, como en ese caso para una intubación orotraqueal que asegurara la vía aérea en un trauma grave de cráneo. Mientras la emergentóloga le realizaba esa intervención con cierta dificultad  y yo colaboraba con la maniobra de Sellick, el médico de la ambulancia acotó que se trataba de un aparente intento de suicidio y que había encontrado una carta entre las ropas del señor. La desplegó sobre las piernas del  paciente, y alcancé a ver de reojo el título de un texto que parecía escrito con letra temblorosa y casi infantil: “Perdón”.

Pensé en la similitudes entre ese paciente y el que nosotros habíamos operado horas antes, que se encontraba allí mismo, a dos camas de distancia. Como a veces las patologías de urgencia ingresaban de a dos. Ambos sexagenarios, con regular estado general, un  intento de suicidio, y luego peor condición aun. Sentí una amarga sensación de soledad y de impotencia, y me pregunté como se podrían haber evitado ambos incidentes.

Con ese nuevo paciente ya conectado a la ventilación asistida, colaboré con los emergentólogos en su traslado hasta el tomógrafo. Las imágenes del estudio mostraron una lesión en el lóbulo frontal  y un hematoma subdural. Luego una  rápida evaluación por el neurocirujano definió su traslado al quirófano para una craneotomía descompresiva. El pronóstico era reservado, pero la posibilidad de intervenirlo quirúrgicamente al menos abría un panorama antes impensado. Y solo ese hecho pareció levantar mi ánimo, luego de una extraña tristeza que experimenté al observar sus ropas gastadas y su antigua foto carnet en el documento de identidad.

Hacia las 22 horas, con dicha neurocirugía en marcha y con el resto de la sala de emergencias bajo control, pudimos cenar junto con Beto y los residentes, y así aplacar la sed y el hambre que de pronto nos habían llegado igual que las urgencias. Pero sobre la medianoche ingresaría otro caso de trauma penetrante: un joven alcoholizado y con una herida punzocortante en la región toracoabdominal izquierda, en el noveno espacio intercostal a nivel de la línea axilar media.

Descartemos hemoneumotórax primero, y luego una laceración diafragmática.

Afortunadamente ese muchacho estaba compensado. Una ecografía del torso pareció no mostrar signos de neumotórax, así como tampoco líquido en las cavidades pericárdica, pleural o peritoneal. Lo llevamos junto con Yanina a la correspondiente tomografía para definir si iba a necesitar algún procedimiento quirúrgico, cuando junto al ascensor nos cruzamos con Ivy y Carol, las residentes de anestesiología.

—Parece que no tiene nada importante…—Yanina se apresuró a comentarles, cuando esas R2 iban presurosas hacia el subsuelo.

Esperé a que las residentes desaparecieran en la escalera, y le dije a Yanina: 

—Nunca le digas eso a los anestesistas, hasta que lo hayamos descartado totalmente…

Yanina sonrió en ese momento, y volvió a hacerlo poco después en medio de la tomografía, cuando las imágenes de un momento a otro nos mostraron los pasos a seguir. Aquel joven tenía un hemoneumotórax izquierdo pequeño que había escapado de la visión ecográfica, pero su detección indicaba que el puñal había ingresado en la cavidad torácica. Eso significaba que debíamos colocarle un avenamiento pleural y que la profundidad de su trauma penetrante era incierta. Ese último dato nos conducía también a la necesidad de una videolaparoscopia, de modo de descartar la siempre esquiva lesión del diafragma.

Entonces el que sonreí fui yo, mientras le indicaba a Yanina:

—Llamá a las chicas de anestesia ahora…El tubo de tórax se lo ponemos en quirófano, en la inducción anestésica.

En veinte minutos estábamos en el quirófano junto con Yanina y Federico para largar esa cirugía. Primero fue el drenaje pleural izquierdo, y luego la video laparoscopia. En el momento de ver la cavidad abdominal por dentro realizamos como siempre la maniobra que llamábamos del parche del tambor, en la cual uno de los ayudantes comprimía  intermitentemente la pared toracoabdominal a nivel de la herida, de modo de tener una referencia externa-interna más exacta del sitio de la penetración. La exploración no halló ninguna lesión intraabdominal, y así cerramos el caso de aquel traumatizado. Cuando me quité el camisolín y la máscara, vi la hora: 1.30 p.m. Mientras Yanina escribía el parte operatorio y el paciente comenzaba a despertarse, me quedé sentado sobre una mesada del office del quirófano.

En una hora y media le hicimos a este paciente todo lo que había que hacerle.

La asistencia inicial, ecografía, tomografía, el drenaje pleural, y una laparoscopia exploradora para descartar todo tipo de lesiones ocultas. Esta hora y media transcurrió en la madrugada, y sin dudas ni dilaciones de ningún tipo. Recorrimos con este  joven una línea recta en la que de nuevo  fuimos  poniendo  los vistos en cada punto de otro check-list de combate. Y los sentimientos que emanan de esto que hicimos, esta velocidad efectiva, esta satisfacción por cumplir los objetivos, no serán publicados ni traducidos al inglés, y  no serán presenciados en ningún congreso. Serán desconocidos para la mayoría de los demás, sean o no del palo, porque de hecho la mayoría de los demás está durmiendo en estas horas.  Pero lo hecho ha sido provocado con esa decisión y convicción con las que se incide sobre la realidad. Ha sido gestado a toda velocidad  y  reeditando nuestro apego a protocolos por los cuales sentíamos devoción.

Y todo esto que pasó, felizmente, dependía de nosotros. Por eso lo pudimos hacer.

Esto nos demuestra que es posible otro equipo, otro hospital, otro sistema de asistencia. Otra versión de todo.

Ahora, celebremos esto.

Con los dos pacientes que habían intentado suicidarse cursando sus postoperatorios de gravedad en el shock room y con el joven apuñalado ya en el piso de cirugía, me fui a dormir hacia las 2.00 a.m. Puse el despertador a las 7 para ver a todos los pacientes y otros ingresos antes del cambio de turno de guardia, pero me desperté alrededor de las 6, vagamente inquieto, y ya no volví a dormirme. Entonces me pareció volver a oír una sirena de ambulancia muy lejana. Presté atención y percibí el aumento del volumen de ese sonido. Me apresuré a cambiarme y subí al shock room. Humberto, un emergentólogo venezolano que estaba de turno, me puso enseguida al tanto de que se trataba. Desde unas horas antes habían avisado desde un hospital de menor complejidad que  iban a derivar a una traumatizada grave. Se trataba de una joven de 23 años que había sufrido una colisión frontal con otro vehículo en una estrecha ruta provincial. Ella iba de acompañante en el asiento delantero, mientras que el conductor de 25 años había fallecido en el choque. Se hablaba también de que cursaba un embarazo avanzado y que había sufrido una fractura pélvica.

Traumatizado derivado desde otro hospital: empecemos de cero con todo.

La chica tenía un yeso en el miembro inferior izquierdo, y se la notaba pálida y con desasosiego. Un abdomen abultado y doloroso alertaba la presencia de un embarazo de alrededor de 35 semanas. Una vía venosa colocada previamente ya no estaba permeable, por lo cual los enfermeros intentaban colocarle otras vías en sus miembros superiores. Tome el transductor del ecógrafo y mientras le hablaba para tranquilizarla y otro enfermero le aplicaba oxígeno, recorrí su torso sin hallar liquido libre ni signos de neumotórax.

Arantxa Guido, la residente de traumatología, me acercó el resumen de la historia clínica previa y los estudios ya realizados en el otro hospital en esa madrugada. Una ecografía obstétrica realizada varias horas antes no había detectado latidos cardiacos, lo cual era compatible con una muerte fetal. Llevé el transductor del ecógrafo al útero y tampoco noté latidos fetales. Una radiografía de pelvis mostraba una fractura del tipo de compresión lateral, con la fractura de las ramas ilio e isquiopubiana izquierdas. De inmediato vino a mi mente la imagen de aquellos huesos fracturados golpeando la cabeza del feto en forma neta, hueso contra hueso.

Ahí puede haber una causa para la hipotensión: una fractura pélvica con sangrado.

Reanimémosla. Si responde irá a tomografía de cuerpo entero, porque debemos descartar lesiones en cráneo y en el retroperitoneo, entre otras. Es un grave traumatismo  cerrado, un escenario totalmente diferente del trauma penetrante, y  puede tener cualquier lesión dado el impacto de alta energía, la presencia de otro ocupante del auto fallecido y la posible falta de sujeción para ella. No tiene marcas de cinturón de seguridad en el torso…¿Esta chica, embarazada, iba sin cinturón?

  —No podemos colocarle la vía… ¡está colapsada! —manifestó uno de los enfermeros.

¿Shock por hemorragia o shock por falta de reanimación?

 —Vamos a canalizarle la vena safena en el tobillo— anuncié.

Junto con Ayelén, residente de segundo año de cirugía, canalizamos rápidamente la vena safena interna a nivel del tobillo derecho. Por allí pudimos introducir un catéter grueso y la expansión con 1 litro de Ringer lactato. Entonces la paciente comenzó a recuperar su conciencia y a responder de modo más lúcido a las preguntas. Con una tensión arterial sistólica de 100 y con un mejor sensorio, le colocaron otra vía venosa adicional y luego calificó para poder ir al tomógrafo. Ahí nos esperaba Diana Pringles, la residente de imágenes, para aplicarle el contraste endovenoso de regla en esas tomografías de cuerpo entero.

En el estudio hallamos pequeñas contusiones a nivel del cerebro y de los pulmones, pero ningún foco hemorrágico activo. En la pelvis había un hematoma lateral izquierdo sin extravasaciones de contraste, lo cual alejaba el peligro de un sangrado interno persistente. El shock previo parecía deberse a una reanimación y a un control del dolor que habian sido insuficientes hasta ese momento. Vimos esa tomografía junto con Lorena Champellier, la ginecóloga de guardia, quien indico realizar una cesárea con el diagnóstico ya confirmado de muerte fetal. Decidí a la vez explorar la cavidad abdominal para descartar alguna lesión que pudiera haber escapado a la tomografía. Este hecho era infrecuente, dada la calidad de nuestro tomógrafo y la experiencia que habíamos acumulado viendo muchas tomografías. Pero la chica acusaba dolor abdominal y podía tener algún desgarro de mesos con isquemia intestinal, todavía sin una perforación visceral. Esa entidad podía ser difícil de diagnosticar precozmente y entonces aprovecharíamos para descartarla durante la intervención obstétrica indicada. 

—Yo sé que a ustedes  les gusta mucho la incisión de Pfannenstiel, pero en esta oportunidad te pido que hagamos una mediana, para explorar mejor el resto de la cavidad y no dejar lesiones desapercibidas…— le dije  a Lorena, pocos minutos después en el quirófano.

Ella y su residente del día procedieron a la cesárea, en un contexto de compensación  hemodinámica. El residente de tercer año de la nueva guardia que comenzaba, Agustín O’Malley y yo también nos cambiamos e ingresamos al campo operatorio. No había líquido libre en la cavidad y el aspecto del útero era normal. Solo estaba presente aquel hematoma venoso y no expansivo en la base del ligamento ancho izquierdo, sobre el cual no parecía necesario hacer nada. Extrajeron al niño y la instrumentadora lo sostuvo  en sus brazos durante unos momentos, durante los cuales las ginecólogas manipulaban la placenta que no presentaba hematomas ni desgarros. En aquellos segundos no pude dejar de observar la postura y la expresión de aquel mortinato, erguido y con los brazos cruzados delante de su pecho. Había una dignidad y una serenidad difíciles de describir en su rostro de facciones desarrolladas, al punto que parecía dormido o sumido en una profunda meditación.

Morir antes de nacer.

Morir a raíz de otra absurda colisión de tránsito, a manos de otro error humano en las rutas, como casi siempre solía suceder en esos incidentes patéticos.

Morir a raíz de un Trauma que exponía todo su poderío, ese que era subestimado o desconocido por tantos. Un Trauma que mostraba de nuevo hasta donde podía llegar como enemigo letal, capaz de sacar del mundo a víctimas de cualquier edad y sin distinción alguna.

Trate de concentrarme de nuevo en los aspectos técnicos de la intervención, pero noté que comenzaba a asimilar la dimensión completa del caso, donde un horror abrumador  se  agigantaba y borraba todo lo demás. Junto con Agustín completamos la intervención con la exploración cavitaria, en la cual no hallamos otras lesiones traumáticas. Cerramos rápidamente  el abdomen y mientras los anestesiólogos trabajaban con el despertar de la paciente, salí al pasillo que lindaba con las distintas salas de operaciones. Me senté en una de las camillas que estaban allí y sentí la necesidad de pensar acerca de lo que habíamos visto en ese comienzo del día, donde un sol  ajeno a los hechos arrojaba calor sofocante a través de los ventanales.  

No puedo aceptar, así nomás, que estos hechos extraños y prevenibles se sigan repitiendo.

La gente sale de paseo y se mata, o la matan, o mata a otro,  que para el caso técnicamente es lo mismo.

Vidas jóvenes y hermosas, brutalmente arrancadas de cuajo, en medio de la noche, en una ruta provincial solitaria y estrecha, de una sola mano.

Ese había sido el final para los sueños de vida que se albergaban en esos cuerpos, un golpe seco y definitivo donde no había tecnología ni riqueza que alcanzara para salvar a nadie.   

Sentí necesidad de tomar aire y de ir a la terraza del hospital, un refugio habitual para mí en momentos de impotencia terapéutica como ese. Pero un reflejo automático hizo que primero me asomara a la sala de operaciones vecina. Quería echar un vistazo al  trabajo del otro equipo quirúrgico que habíamos constituido en esa mañana, el cual estaba reoperando a un paciente complicado del piso de cirugía. Pero me detuve antes de ingresar en esa sala contigua. Uno de los vidrios de la puerta acababa de romperse y lo habían reemplazado por una bolsa de nylon. Al mirar hacia el interior de la sala a través del nylon vi una imagen borrosa, con las siluetas de mis compañeros operando bajo el brillo de las luces del techo y de las lámparas cialíticas. Una vez más pensé en las metáforas que podían esconderse detrás de cada imagen.

Cuando están encendidas las luces de nuestro estadio, significa que se está jugando algún partido. Y eso no deja de ocurrir, de día, de noche, cuando sea que haya que jugar. Sucede por razones extrañas que no alcanzamos a comprender o que repudiamos, pero que se olvidan rápidamente cuando la búsqueda del objetivo se torna ardorosa. El objetivo de salvar vidas, oponiendo de modo permanente nuestro karma del rescate al karma hemorrágico con el que nuestra sociedad se autoflagela.

Si les interesa saber más acerca de todo esto, vengan y vean.

Esta es otra lucha, anónima, silenciosa, sin bandos ni facciones opuestas, sin debates confusos, sin publicidad, sin avisos televisivos diarios de cuantos muertos van. Una lucha bajo luces que tienen un brillo diferente al de los congresos o de las publicaciones médicas. Una de las pocas luchas donde los intereses individuales se funden con los del otro, que es el traumatizado de turno con riesgo de morir.

Aquí se trabaja para el otro con lo que haya disponible, con lo que en suerte nos toque tener a mano, así sea palo y palo.

Aquí todo se reduce a este metro cuadrado, donde interactuamos con un desconocido con el que nos hemos  cruzado en el tiempo y en el espacio. Un desconocido que significa todo para nosotros en esos momentos.

Esta es la experiencia radical del Trauma.


  El autor
Dr. Guillermo Barillaro
Médico. Oriundo de Tandil, provincia de Buenos Aires
Ha dedicado toda su carrera profesional al área de la Cirugía de Urgencias, del Trauma y de los Cuidados Críticos, tanto en la faz asistencial como en la docente y académica.

Es miembro de la Asociación Argentina de Cirugía y de la Sociedad Panamericana de Trauma, e instructor del curso internacional ATLS (Apoyo Vital Avanzado en Trauma), programa de entrenamiento orientado a médicos para el manejo inicial de los pacientes traumatizados.


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