Historias de un cirujano de trauma

Crash

Escenas dramáticas en un escenario donde el conocimiento y la actitud pueden salvar vidas

Autor/a: Guillermo Barillaro

Pensábamos que íbamos a rescatar al traumatizado que en cualquier momento ingresara por la puerta de Emergencias, cualquiera fuera su lesión. Aquellas imágenes de otros que habían sobrevivido en base al trabajo de un equipo siempre estaban a mano en el comienzo de la mañana. Y apenas en el arranque del turno, el check-list acerca de la disponibilidad de los recursos era un ritual que nos recordaba lo que teníamos para contrarrestar las adversidades. Un acto silencioso en el cual me tranquilizaba  que tuviera su poder la cánula de  aspiración, que hubiera tubos gruesos para drenar el tórax, que funcionara la luz del laringoscopio, que tuviera calor el horno eléctrico para calentar los fluidos a infundir, que estuviera bien equipada la caja de instrumental quirúrgico para procedimientos de emergencia. El mismo mapa del ABC que guiaba nuestra accionar también nos orientaba para repasar la disponibilidad y ubicación de lo que necesitáramos en la A, en la B y en la C. Una ceremonia matutina que parecía transformar a la sala de emergencias en un santuario, en un lugar donde adorábamos todo aquello que nos daba el privilegio de ayudar a los heridos. Una pequeña meditación en movimiento entre los pacientes internados, una rutina para recordar nuestros poderes y una plegaria moderna para templar el ánimo ante lo desconocido por llegar.

Lo que sea que tengamos para trabajar, démosle valor y pongámoslo listo.

Conozcamos nuestro personal y verifiquemos nuestro equipamiento.

Este “antes” es nuestra fortaleza.

Los pensamientos que se anticipaban a lo que vendría solo evocaban acciones y efectos: haríamos esto o aquello, lo que fuera necesario, y siempre habría una consecuencia favorable luego de nuestras intenciones. Llevábamos a la acción a aquellos conceptos que repetíamos en tantas reuniones, y luego confiábamos en esas acciones que habíamos concretado una y otra vez. Si invadíamos la vía aérea el paciente recibiría mejor el oxígeno; si colocábamos un drenaje en el tórax evacuaríamos un hemo neumotórax. Si aplicábamos un torniquete o una sonda Foley detendríamos una hemorragia; si operábamos velozmente a un paciente sangrante, el mismo tendría más chances de sobrevivir. Y dentro de esa fe ciega, de esa confianza robusta, las alternativas eran solo técnicas o tácticas: tomaríamos una decisión u otra en el camino, un camino en el cual solo estaban contempladas las dificultades que pudieran presentarse y como resolverlas.   

El paciente que atraviese esa puerta de ingreso, padezca la lesión que padezca, saldrá vivo de aquí.

Las puertas del shock room se abrieron violentamente y el equipo pre hospitalario que traía a un traumatizado invadió la sala. No habíamos recibido aviso previo de esa llegada y entonces me apresuré a colocarme las gafas y el barbijo. La camilla que portaban avanzó hasta el sitio donde reanimábamos a los pacientes más graves y para darle lugar quitamos la camilla que siempre teníamos en ese sitio.

—Veníamos de otra salida y nos encontramos con este traumatizado tirado en la calle…— comenzó a decirnos con agitación el médico que le aplicaba una mascarilla con oxígeno—... ¡Estaba excitado, pero ahora esta inconsciente!

Vi el rostro hinchado de ese paciente joven y oí su respiración ruidosa. Toqué su cuello y noté que había gas debajo de su piel. Palpé el pulso en su muñeca y lo noté débil y acelerado. No había ningún sangrado externo visible en él, pero percibí que estaba lleno de amenazas internas.

— ¿Se sabe algo de cómo fue? — pregunté mientras notaba como se tensaba mi cuerpo y una enfermera cortaba la ropa que cubría el torso del traumatizado.

—Estaba en el suelo, sin casco, con la moto a unos metros… —me respondió el médico de la ambulancia.

El pecho del paciente no tenía marcas, pero también se palpaba la sensación del gas debajo de su piel sudorosa. Ese signo era lo que conocíamos como enfisema subcutáneo y nos alertaba de una fuga de aire desde su vía aérea, la A, o desde sus pulmones, la B. El oxímetro de pulso que le habían colocado en un dedo de la mano no tenía registro y el monitor cardiaco lo mostró con arritmias e hipotenso.

—Coloquen dos vías venosas y preparen midazolan y succinilcolina, vamos a intubarlo— le indiqué a una enfermera —vamos, vos intubalo que yo le dreno el tórax —le dije a continuación a una médica emergentóloga que era la única que estaba conmigo en ese momento.

Esa chica llevaba poco tiempo en Emergencias y pensé que podría tratarse de una intubación orotraqueal difícil. Mientras ella aplicaba la máscara de oxígeno y levantaba el maxilar inferior del paciente para que le ingresara la mayor cantidad de oxígeno posible, procedí a drenar ambos lados del pecho. Una vez más y como siempre en el manejo de los traumatizados graves, una conducta invasiva seguía a la simple sospecha de una amenaza letal, sin estudios complementarios previos. Tenía al ecógrafo a mi lado, el único método inmediato con imágenes para saber que estaba ocurriendo, pero la presencia de aire subcutáneo era un obstáculo para poder usarlo en ese momento.

Dada su mayor frecuencia la primera sospecha era la de una fuga de aire desde los pulmones, que pudiera acumularse dentro del tórax y comprimiera a los mismos pulmones. Eso era lo que conocíamos como neumotórax y podía matar rápidamente al paciente si se hallaba a gran presión.

El mismo oxígeno que su cuerpo necesita para sobrevivir puede matarlo si está en el lugar equivocado.

Dada la gravedad del caso y la inconsciencia del paciente, no le apliqué anestesia local y le practiqué dos incisiones en ambos costados del tórax, por donde introduje mi dedo índice cada vez. Por la pleurostomía del lado derecho salió aire a presión, no así del izquierdo.  En ese momento ingresó a la sala Cristian Q., un residente de cuarto año de cirugía.

— ¡Ponele un tubo de tórax de cada lado, Cristian, ya están hechas las heridas!

Mientras la enfermera le infundía Ringer lactato por las vías venosas, presencié como la joven emergentóloga le realizaba la intubación orotraqueal y entonces la cara y el cuello del joven se inflaban como si fueran un neumático.

—… ¿¡Que pasó?! —exclamó la emergentóloga, con voz temblorosa y ojos bien abiertos, mientras apretaba cada vez con menos fuerza a la bolsa de la ventilación, ante la imagen de ese globo humano.

Yo había visto eso antes y pensé que no podía ser otra cosa que una gran rotura de la vía aérea.

— ¡Tiene la tráquea rota! …¡Vení, Cristian, hay que abrirlo!

Tomé el bisturí que estaba junto con el instrumental desplegado sobre las piernas del paciente y le realicé una incisión longitudinal por el centro del cuello, ubicándome a la izquierda de la camilla. Comenzó a brotar sangre negra por la herida y noté los latidos dentro de mi pecho. Cristian se colocó frente a mí y observé que no tenía las gafas puestas.

—¡Ponete gafas que va a salpicar!

Apenas estaba diciendo eso cuando la disección que realizaba entre la sangre con mis dedos índices liberó un cabo traqueal seccionado. Esa boca comenzó a arrojar aire y sangre, y lo creí como el cabo proximal. Entonces llevé mi dedo índice derecho hacia el tórax y palpé los cartílagos fracturados del cabo distal, el que buscaba para intubarlo y ventilar así los pulmones. Tomé con una pinza Kocher la pared anterior de esa mitad distal de tráquea destrozada y la traje hacia la superficie para poder canularla.

— ¡Meté un tubo acá, Cristian!           

El residente introdujo un tubo orotraqueal por allí y entonces inflé su balón para que no fugara el oxígeno que le enviáramos. 

— ¡Está en paro! — exclamó la emergentóloga mirando al monitor que estaba detrás de ella.

La cabeza del paciente estaba azul e inflada, y esa visión de pronto me irritó. No podía creer que no hubiera una respuesta favorable a todo lo que le hacíamos. Algo no estaba respondiendo dentro de nuestro sistema. Un emergentólogo que estaba del lado derecho de la camilla se subió a una tarima para comenzar un masaje cardiaco externo, pero lo interrumpí.  

—Vamos a reanimarlo abierto.

Mi propia voz me pareció extraña y como si esa indicación partiera de otro líder al cual yo obedecía, procedí a una toracotomía anterolateral izquierda. Seccioné los planos del pecho del chico con violencia, en otro acceso brutal y flanqueado por sangre oscura como el del cuello, pero en ese caso más grande y con un objetivo integral: el mejor masaje cardiaco que pudiéramos ofrecerle.

La sensación volátil de atravesar límites cada vez más lejanos en una carrera frenética, tratando de correr a la par del Trauma.

Comencé a masajear a aquel corazón dilatado entre mis manos y traté de ocluir la arteria aorta empujándola contra la columna dorsal con mi mano posterior. El objetivo de esa maniobra era distribuir la volemia hacia los territorios más críticos de las coronarias y el cerebro, cuando advertí que había comenzado sangrar el cuello de nuevo, a la par de las compresiones vigorosas en el corazón y de la oclusión aórtica.

 —¡Apretá con gasas el cuello! — le grité a Cristian.

 —Coordinemos la ventilación y los masajes— le dije,  tratando de serenarme, a la emergentóloga que se había quedado en la cabecera.    

Continué con un masaje cardiaco enérgico mientras observaba la ausencia de un ritmo cardiaco en el monitor. Y percibí que mi ánimo estaba igual que ese trazado vacío de la pantalla. No podía resignarme a que no hubiera ninguna respuesta a pesar de haber descargado todo nuestro arsenal. Me di cuenta que ya nos rodeaba buena parte del personal de Emergencias, el cual se había ido sumando para colaborar en esa reanimación, pero también advertí que la energía de todos había disminuido y que ese film que protagonizábamos parecía haber bajado su velocidad de reproducción.

Observé el reloj. Llevábamos casi media hora de masaje cardiaco y el color del paciente nos obligó a detenernos.

—Paremos acá— solo dije.

Desconectaron todo del paciente y fue como si nos hubieran desconectado a nosotros también. Al menos yo no estaba en condiciones de seguir trabajando en ese momento. Sentí mi cuerpo aplastado por una fuerza invisible del ambiente, como si fuera una presión atmosférica monstruosa, debajo de la cual yacía una mezcla de ira e impotencia propia.

Un combate brutal, de dar y recibir con furia, y que bruscamente habíamos perdido por knock-out.

Mientras Cristian Q. y Sebástian Mareas, los residentes de cirugía de turno en ese día, cerraban las heridas del paciente me costó concentrarme para escribir en la historia clínica, y debí rehacer dos veces el relato de lo sucedido.

Una frase recurrente pero que no citábamos a menudo volvía a emerger desde nuestras profundidades.

¿Por qué murió?

Jorge Muhamad, un médico clínico que se desempeñaba como jefe del día, me preguntó acerca del caso. Me di cuenta que no tenia deseos de hablar, pero igual le conté brevemente.

—…Ah, pero esos se mueren todos— solo dijo, en medio de mi relato.

No había ningún familiar para notificar del deceso y ya era la hora de subir a la sala de la residencia de cirugía para cumplir como todos los sábados con nuestro ateneo de Trauma. Tampoco tenía energías para esa reunión y pensé en no ir, pero era yo quien siempre la coordinaba y me había comprometido para ese día con el tema de Trauma de páncreas. Me costó moverme, pero con cierta inercia pasé por el buffet del subsuelo y me llevé una bolsa de frutos secos que abrí en el camino hacia el primer piso del HGU. 

Antes de comenzar con la presentación, presencié como espontáneamente salía a escena un viejo mecanismo para procesar los resultados adversos: de pronto me vi contándoles a los demás en la pizarra como habían sido hasta los más mínimos detalles de ese caso tan reciente. Como si ponerles palabras y títulos a los hechos les restara dramatismo.

Luego, ya con el tema de ese ateneo en curso, volví a verme desde afuera y a oír esos conceptos estudiados una y otra vez, los cuales intentaba transmitir a los residentes como si hubiera encendido una grabación. Experimenté fugazmente la noción de lo que podía significar el profesionalismo en todas nuestras conductas, en la faz asistencial, docente o ética. Pensé en nuestra programación como médicos para seguir adelante pese a la frustración, la tristeza, un problema personal  o una ocasional falta de motivación. Como esa tenacidad por hacer todo lo que se esperaba de nosotros evocaba un sentimiento de resiliencia y sin dudas de valor, pero que al mismo tiempo convivía con la inquietud de observar de reojo a través de la ventana soleada e imaginar otro tipo de vida allí fuera, más alegre o menos turbulenta.

¿Cómo sería una vida personal sin la medicina de emergencias?

Hacia el mediodía terminamos con la reunión y retorné a la guardia. El shock room lucía como si no hubiera sucedido nada de lo que habíamos visto en el comienzo del turno. Pensé que el almuerzo con los residentes y hablar de otros temas sería algo bueno para el ánimo, pero ellos mismos volvieron a presentar la cuestión del caso duro de la mañana. No eran habituales ni la cervicotomia ni la toracotomía en la sala de emergencias, y muchas veces los residentes quedaban atrapados solo en el despliegue técnico de esas situaciones, como lo demostraban sus comentarios. Me recordé a mí mismo muchos años atrás y me vi reflejado en ellos, con el mismo entusiasmo juvenil y con una mirada diferente a la que yo tenía en ese día. Me pregunte cuál de las dos posturas sería la mejor, la más objetiva y ecuánime para ese momento.       

El comienzo de la tarde me encontró de nuevo en el shock room evaluando a un traumatizado junto con Sebástian Mareas. Las tareas continuaban, pero cada tanto notaba que un sutil fondo de tristeza procuraba hacerse del primer plano de mi conciencia y recubrir lo que en ese momento estuviera pensando. Hasta que un nuevo ingreso me distrajo de eso. Los residentes de clínica médica trajeron a Emergencias un paciente de su sala que había sufrido una brusca descompensación.

Era un paciente de alrededor de 70 años que habían derivado desde un pueblo, y se quejaba de intenso dolor en su cintura. Estaba pálido y desencajado, y costaba conversar con él en medio de sus accesos de dolor. Su gruesa historia clínica con enfermedad vascular de larga data, lo débil de su pulso y su desasosiego intermitente, me hicieron temer una mala evolución.  Se le había realizado una endoscopia digestiva alta a raíz de una hemorragia gástrica que había presentado, pero pocas horas después se había precipitado un cuadro de shock y dolor severo en él.       

Los residentes de clínica médica me pidieron que lo evaluara mientras los emergentólogos lo conectaban al monitor del shock room.

—Pongámosle una sonda nasogástrica— les dije mientras tomaba el transductor del ecógrafo para practicarle ese estudio— veamos primero que no esté sangrando su ulcera gástrica.

El paciente lucía muy mal y su situación apremiaba para que descartáramos varias causas que explicaran lo que le sucedía, entre ellas varias causas quirúrgicas. La sonda no arrojó sangre de su estómago, mientras que la ecografía no evidenció líquido libre abdominal, pero sí un corazón desfalleciente y una vena cava dilatada, ambos signos de una falla cardiaca. El paciente alternaba momentos de lucidez con otros de ansiedad incómoda, en los cuales volvía a acusar un intenso dolor abdominal y lumbar. Luego de cierta respuesta al manejo de los emergentólogos, a base de fluidos y de drogas vasopresoras, pudo calificar para un traslado al tomógrafo.

—Necesitamos una tomografía para descartar todo. Con sus antecedentes puede tener cualquier cosa— les decía a los residentes de clínica médica, mientras lo llevábamos en un viaje de riesgo por el subsuelo.

El estudio no mostró ninguna de las catástrofes abdominales que sospechábamos: una pancreatitis, una isquemia o perforación intestinal, o bien un aneurisma de aorta. Las imágenes que vimos alejaron la necesidad de una intervención quirúrgica pero no a la gravedad global de su estado. Cuando retornamos al shock room, en medio de otra crisis de dolor intenso por parte del paciente, recibimos el resultado del dosaje de sus enzimas cardiacas con un nivel elevado. Un nuevo electrocardiograma y la consulta con el cardiólogo de turno que descendió desde la unidad coronaria acabaron confirmando el diagnóstico de un infarto de miocardio.

En otro lapso breve de calma a fuerza de la morfina que recibía y mientras yo le realizaba una nueva ecografía cardiaca, el señor dirigió su mirada hacia mí y dijo en voz baja lo que no supe si era una pregunta o una afirmación.

— ¿Me voy a morir, ¿no?

Me pareció que solo yo había oído eso, y le dije automáticamente que se tranquilizara y tratara de descansar, que los analgésicos le harían efecto. Pareció dormirse sobre su costado derecho mientras observé como los latidos cardiacos se tornaban cada vez más débiles en la pantalla del ecógrafo.

Mientras el cardiólogo instituía el manejo de ese infarto extenso y asociado a una insuficiencia cardiaca severa, le sugerí a los residentes de clínica médica que llamaran de modo urgente a la familia de modo de prepararla para las peores noticias.

Unos minutos antes había experimentado cierto alivio al   no encontrarse una patología para operar en ese paciente del alto riesgo. Pero unos minutos después ya deseaba que ojalá sí hubiese tenido algo quirúrgico, algo más accesible, de modo de resolverlo rápidamente y poder ayudarlo.

Me dediqué a dos casos de dolor abdominal que los residentes de cirugía me solicitaron que evaluara en los consultorios externos, cuando de pronto un residente de clínica médica me avisó que el paciente del infarto había presentado un paro cardiaco.

Cuando volví al shock room estaban suspendiendo su reanimación cardiopulmonar y lo pronunciaban fallecido. Estaba sobre la misma camilla en la que horas antes había muerto el motociclista traumatizado. Mientras le retiraban los elementos accesorios de su asistencia, me quedé de pie junto a esa camilla. Sentí necesidad de detener toda actividad y de pensar acerca de esa persona que todavía estaba allí, como si su parada cardiaca invitara a que nosotros también nos detuviéramos. Sentí necesidad de rendirle un minuto de silencio en medio de la turbulencia habitual de la sala.

¿Cómo habrá sido su vida?

Me atrevo a pensar que fue uno más entre millones, que intentó ser feliz con sus aciertos y sus errores. Que dejó parte de sí en alguna descendencia, que procuró hacer lo que le hiciera sentirse bien pese a todo. Que aguantó hasta el final, el cual lo encontró rodeado por desconocidos y no por sus seres queridos.

Rindo honor a otra vida que hasta hace unos minutos estaba aquí, que apenas unos momentos antes compartió sus últimos minutos con nosotros.      

Durante las horas siguientes del turno el ritmo de las urgencias bajó considerablemente, como si un mecanismo de defensa universal hubiera acudido en nuestra ayuda para prevenir que hubiera más fallecidos en ese día.

Entre las consultas externas y una traqueostomia prometida al servicio de cuidados intensivos llegó la medianoche. El cansancio pareció imponerse a esa mezcla extraña de tristeza y deseo de revancha que había sido la marca de todo el día. Pero luego me costó dormirme en mi fría habitación del subsuelo, y comencé a desear que ese turno de emergencia finalizara de una vez si no habría más acción.

Cuando sonó mi teléfono móvil en el suelo, me desperté bruscamente y en medio de la penumbra pensé que estaba amaneciendo y que las urgencias médicas nunca desaparecerían.

Estar aquí es ofrecerse para un continuo choque frontal contra el infortunio de muchos.

Los daños no cesan, pero tampocos las oportunidades que entonces nos dejan  para hacer algo por otros.

Me llamaba Sebástian para pedirme que fuera al shock room donde Cristian y él asistían a un traumatizado grave. Cuando llegué se repetía la habitual imagen de mucha gente trabajando alrededor de un paciente grave. El personal del pre hospitalario aún estaba allí y cuando pasé entre ellos les pregunté como había sucedido ese incidente.

—Chocaron contra una columna y el acompañante estaba muerto...

Una mezcla contenida de excitación y de miedo.

Excitación por la acción inminente.

Miedo por la posibilidad de otra derrota dolorosa.

Y en medio de esa ecuación, una súbita y extraña elevación del ánimo.

El muchacho estaba pálido y sudoroso, le habían cortado las ropas y en su torso no se veían marcas de cinturón de seguridad.

—¡Me parece ver líquido libre entre las asas intestinales! —me anunció Sebástian con el transductor en la mano.

Repetí esa ecografía y confirmé que el residente de tercer año tenía razón. La noche y el cansancio no habían desactivado sus alarmas de médico de urgencias.

El paciente estaba obnubilado, pero su abdomen se reveló sensible y tenso a la palpación. Repasamos el tórax con el ecógrafo y no obtuvimos allí ningún hallazgo positivo. 

— ¿Cuánto le pasaron ya de fluidos?

—1000 de Ringer…

—…Tiene 80 de sistólica, mal— dije, y observé la cabeza y la pelvis del joven que no presentaban signos claros de un traumatismo.

Solo tuve una duda en ese momento, que les manifesté a los residentes.

— ¿Califica para tomografía de cráneo?

 —¡No, a quirófano directo! — se apresuró a responder Sebástian. 

El mecanismo de trauma padecido por ese joven obligaba a pensar en muchas lesiones posibles, pero en ese momento la prioridad excluyente era detener el sangrado abdominal antes que lo matara. Salvada esa amenaza, luego habría más tiempo para una tomografía de cuerpo entero y el inventario completo de su Trauma.

Con los pasos clásicos de avisar al quirófano y a Anestesiología, de pedir que abrieran la puerta del ascensor y de solicitar sangre y plasma a Hemoterapia, llegamos rápidamente a la mesa de operaciones. Junto con Cristian le ayudamos a un entusiasta Sebástian que hasta ese momento había comandado con decisión al manejo del paciente. Una larga incisión mediana de un extremo al otro del abdomen evacuó gran cantidad de sangre y expuso al origen de esa hemorragia: un extenso desgarro del mesenterio. Colocamos muchas pinzas sobre los puntos sangrantes de ese meso y exploramos el resto del abdomen para buscar otras fuentes hemorrágicas. Por fortuna no había lesiones de hígado, bazo o retroperitoneales, así como tampoco de vísceras huecas. El impacto había sido importante, pero al menos el daño abdominal parecía localizado. Eso nos permitió finalizar pronto la laparotomía, con ligaduras gruesas en el mesenterio, la resección obligada de un sector largo del intestino delgado y las ligaduras de sus cabos. Hablamos poco durante esa cirugía y no debatimos en ningún tiempo de la intervención su modo decidido de control de daños. El shock padecido, los gases sanguíneos ácidos, un alto requerimiento de drogas vasopresoras y el sangrado acuoso en el campo operatorio tornaron sencilla la decisión de abreviar la operación y dejar el abdomen con un cierre transitorio.

Mientras todavía recibía transfusiones de glóbulos rojos, de plasma y ya también de plaquetas, empaquetamos al traumatizado para otro traslado de riesgo a la unidad de cuidados intensivos. En ese viaje junto con los residentes de cirugía y de anestesiología comencé a relajarme y a sentir el cansancio acumulado, en medio de una vaga satisfacción por haber concretado una asistencia veloz y efectiva. Intuí que ese joven tenía muchas posibilidades de sobrevivir a todo lo que le había sucedido.

Otro combate vertiginoso, pero esa vez a nuestro favor por haber golpeado a tiempo.    

Mientras los intensivistas evaluaban cuando realizar una tomografía completa al muchacho que les habíamos entregado, retorné a la sala de Emergencias para buscar un abrigo que había dejado allí en medio del calor de la última asistencia. Como un punto de la rueda que volvía a pasar por el mismo sitio luego de dar una vuelta completa, o luego de dos giros completos en el reloj de la pared, vi de nuevo como entraba la luz natural de la mañana por las ventanas del shock room. Vi pacientes internados desde la noche anterior y otros que acababan de ingresar en un movimiento que nunca se detenía.

Haber tenido un resultado hasta ese momento favorable con el último traumatizado pareció aclarar los pensamientos y aplanar las emociones. Y celebré que ese hecho individual permitiera ver mejor a la totalidad de los hechos. En el final de esa guardia solo quedaba agradecer que no se hubieran ido de nosotros esa emoción y esa comunión, las mismas de siempre, con la cirugía de urgencias, a pesar de los golpes frontales y de las frustraciones de turno. Después de todo, era esa nuestra fortaleza para poder continuar sobre un terreno incierto y a prueba de ilusiones, un campo minado  donde se debía estar preparado para resolver las patologías lo mejor posible, pero donde también se debía estar preparado para aceptar todos los resultados posibles.

Resultados siempre sometidos a la pesada sentencia de que no podríamos salvar a todos, al duro mandato superior de que fallecerían varios de los que atravesaran la puerta de Emergencias. 


  El autor
Guillermo Barillaro
Médico. Oriundo de Tandil, provincia de Buenos Aires
Ha dedicado toda su carrera profesional al área de la Cirugía de Urgencias, del Trauma y de los Cuidados Críticos, tanto en la faz asistencial como en la docente y académica.

Es miembro de la Asociación Argentina de Cirugía y de la Sociedad Panamericana de Trauma, e instructor del curso internacional ATLS (Apoyo Vital Avanzado en Trauma), programa de entrenamiento orientado a médicos para el manejo inicial de los pacientes traumatizados.