Historias de un cirujano de trauma

Ave rara

Un herido de bala, shock, cirugía. Tensión y toma de decisiones urgentes en un escenario dramático. Un día más en la vida de un equipo de Trauma

Autor/a: Guillermo Barillaro

La actuación comenzó antes, en la noche previa. Pero también se podría decir que este tipo de actuaciones son permanentes, sin principio ni fin, porque a menudo uno imagina escenarios hipotéticos y se visualiza dentro de ellos. Mientras va caminando o está tomando unos mates suelen desarrollarse filmes en la mente del que es cirujano, a los cuales uno rebobina a cada momento para introducirle variaciones y alternativas. Un ejercicio cotidiano, con el cual se pretende estar preparados para resolver cualquier situación de las emergencias. Y también, un ejercicio vital que nos recuerda que vivimos tomando decisiones.

No quiere que nada lo sorprenda, al mismo tiempo que se ha habituado a convivir con el fracaso intermitente. Una extraña aceptación, impensada en tiempos de estudiante o de médico residente, a convivir con el dolor, la angustia o la mera presencia neutra de lo adverso, según las circunstancias y las reacciones emocionales de la ocasión. Y eso lo ha llevado también a esperar lo inesperado: una presentación esquiva de cierta patología, la necesidad de operar dos veces el mismo paciente en la misma madrugada, o bien el choque con un turno de emergencias en el que todo se complica. Se ha adaptado a la asistencia de pacientes a quienes apenas un rato antes no conocía y con quienes un rato después se embarca en aventuras quirúrgicas de final incierto. Se habituó a viajar por tierras hostiles llevando mapas desdibujados y tomando  precauciones nerviosas y apuradas, en un contexto donde ninguna precaución que se tome significará actuar en demasía. Incorporó a sí mismo  un radar que busca permanentemente peligro y complicaciones dentro de esos pacientes a los que descubre en las proximidades. A cada momento le traen traumatizados, lo llaman o se los presentan luego de realizarles un manejo inicial. Y entonces desearía verlos con ojos de rayos X, atravesarlos de lado a lado para saber de inmediato cómo está su fisiología, ese equilibrio interno que intenta mantener la vida y resistirse a la muerte, esa información clave que le dirá de cuánto tiempo dispone para actuar. Le interesa saber eso más que saber dónde está el orificio de la bala que penetró en esa persona. Le interesa sobre todo que el paciente sobreviva, y que si se complica lo haga del modo menos grave posible.

Un  foco único: hacer lo mejor posible para el paciente de turno.

Operarlo pronto, y no hacerle de más ni de menos.

O a veces no operarlo.

Y luego de dolorosas experiencias que le quitaron el sueño, se fue tornando más resiliente y más flexible, de modo de estar preparado para algo que debe aceptar. Preparado para perder pacientes: sabe que no podrá salvar a todos los agudos y graves, que algunos morirán y muchos se van a complicar. Frases que en su juventud le escuchó decir a cirujanos veteranos, pero cuyo verdadero significado solo aprehendería años más tarde de la mano de la experiencia directa. Así fue como percibió que una cosa es pensar acerca del dolor y que otra cosa es experimentar que le duele.  

Se preparó. Leyó. Estudió. Consultó. Practicó acerca de todo con animales o con cadáveres. Entró en acción. Ayudó a los más experimentados y a los más novatos con igual energía. Tomó contacto con todo tipo de lesiones, participó en todas las circunstancias, trabajó con todos los compañeros heterogéneos con los que tocara hacerlo. Debió informar acerca de cualquier cosa que hubiera pasado a los familiares de ese paciente bajo riesgo de muerte o ya fallecido. Y luego, tomó notas de viaje  después de cada noche de alegría o de frustración, con el consuelo de atesorar una sabiduría íntima y silenciosa, esa donde ha conocido todos los errores que se pueden cometer dentro de un campo estrecho.

Aspiró a llevar consigo un equipaje académico sólido, que le diera un margen de seguridad cada vez mayor y un margen de error cada vez menor, pero que aun así no eliminara esas alarmas que lo persiguen, con forma de pensamientos y de voces internas que comienzan diciéndole “Y si en vez de hacer eso …”. Alarmas que también toman la forma de una sombra, que lo acompaña a todas partes y en todo momento para recordarle que debe chequear todo a cada paso, que debe ser un eterno devoto del check-list.

Confía en que suceda lo mejor.

Pero verifica todo para intentar protegerse de lo peor.

Hasta que vuelve a entrar en acción, cuando lo llaman de nuevo y lo sacan de aquellas cavilaciones circulares. Hasta que vuelve a tomar contacto con la realidad filosa, esa que resulta algo diferente a cualquier teoría premonitoria, esa que cada vez resulta de algún modo distinta a la vez anterior.

Escuché a mi teléfono móvil que estaba en el suelo, ese sonido que me despertaba de cualquier tipo de sueño.

Era Aylén, la R3, la residente de cirugía de tercer año, que me llamaba a las 4.15 a.m. desde el shock room.

—Una mujer con una herida de arma de fuego en la espalda, sin salida de la bala… En la ecografía no se ve bien si hay liquido en el saco pericárdico; en el resto, negativa. Está compensada. Quería avisarte que le voy a hacer una tomografía.

—Bien. Voy.

Me senté en la cama de mi habitación del subsuelo para despabilarme del todo. La ventana cercana  al techo mostraba la negrura de la noche y me hizo pensar en ese antiguo parentesco entre las horas nocturnas, el color negro y las heridas de bala. Me levanté y fui al baño para mojarme la cara con agua fría. Comencé a colocarme el barbijo N95, las gafas y a cargar la mochila donde llevaba al resto del equipo de protección personal. Entonces Aylén me llamó de nuevo.

—No. No le hago tomografía. Está hipotensa. Te espero para que la veas.

Una reacción instintiva del médico residente.

Joven, más o menos inexperto, pero ya con reflejos para la supervivencia.

Salí caminando rápidamente desde el subsuelo hacia el shock room. Cuando ascendí por la escalera que llamábamos la gran Curva, me di cuenta que había salido  por completo de mi sueño y que pensaba en la herida de un vaso grande dentro de esa mujer baleada.

La rodeaban Nina, R4, Aylén, R3, y Juan Urquiza, un médico residente de otro hospital que había venido al nuestro para asistir a traumatizados graves. La paciente era muy joven, estaba pálida, y casi no dejaba de expresar el dolor en un monólogo repetitivo, al cual solo interrumpía para tomar alguna respiración profunda. No pudimos hablar con ella ni que nos entendiera en ningún momento.

—¡Me dueleeee! ¡Qué dolooooor!

La giramos en bloque entre todos y vi un orificio de  bala, grande y único, apenas a la derecha de la séptima  vertebra torácica. La ecografía practicada por los residentes no había resultado definitoria para descartar si había sangre en el saco pericárdico como signo de una herida en el corazón, pero no parecía mostrar una perforación pulmonar ni sangre en el abdomen. Le tomé el pulso y noté que estaba débil, pero no acelerado. Le palpé el abdomen  y lo noté muy tenso.

Una herida de bala en el dorso.

Shock sin taquicardia.  

Estaba ansiosa y solo movía sus brazos y su cabeza. Le aplicamos morfina para su dolor, pero no le produjo ningún efecto. Tomé una aguja intramuscular y la clavé en ambas plantas de sus pies: no los retiró ni acusó dolor alguno.

La bala afectó a la médula.

El shock puede ser de origen neurogénico, además de hemorrágico.

— ¡Pasémosle 1 litro de Ringer! Necesitamos que repunte para hacerle una tomografía.

Deseé que la chica se pusiera en condiciones de poder llevarla al tomógrafo. Podía tener cualquier cosa con ese sitio de entrada de la bala, el abdomen tenso y la parálisis en sus piernas. El shock podía ser hemorrágico, neurogénico, o ambos. Y nosotros debíamos decidir rápidamente nuestra conducta: operarla o no, y si la operábamos cual sería la vía de abordaje, torácica, abdominal o ambas.

Nos vi flotando en el aire junto con la paciente, entre dos extremos y con varios puntos hacia los cuales podríamos dirigirnos. Esa era la forma en la que imaginaba el ambiente característico en el que siempre navegábamos en las emergencias: espacial, no terrestre, maravilloso por la posibilidad de volar hacia otro planeta, pero también peligroso por el riesgo de caer en abismos de error.

Necesitábamos ese mapa de vuelo de la tomografía, pero si no podíamos obtenerlo habría que maniobrar hacia los menores riesgos. Y eso significaría un viraje brusco hacia el quirófano, el sitio donde intentaríamos obtener el mayor control posible del daño.

—100 de sistólica—dijo una enfermera.

Vi la saturación: 97%.

—Vamos al tomógrafo, es ahora o nunca— le anuncié a los residentes y entre los cuatro la llevamos.

Alguien había llamado al ascensor y eso agilizó el traslado. En pocos minutos estamos en el tomógrafo del subsuelo. Kevin K., el residente de imágenes, conectó la pistola del contraste endovenoso a la vía venosa de la chica y le infundió ese líquido, el cual nos permitiría ver mejor que daños había.

El movimiento de la camilla hizo que la paciente pasara rápidamente a través del anillo gigante del aparato. Junto con los residentes y con Carlos, el técnico de TAC, nos aproximamos al monitor para ver mejor las imágenes apenas iban apareciendo.

Y lo que apareció fue sangre en el lado derecho del tórax, un hemotórax derecho. Detrás se veían esquirlas del proyectil, que había atravesado una vértebra torácica. Me quedaron dudas si había líquido alrededor del corazón. No se veían fugas de sangre desde arterias ni neumotórax, y la bala no estaba en el tórax. Las imágenes fueron mostrando el resto del cuerpo hacia abajo. El abdomen se reveló limpio, sin sangre ni signos de que estuviera perforado el intestino. Hasta que apareció el proyectil, abajo a la izquierda, generando un brillo a su alrededor que no permitía definir con precisión su ubicación.

La bala entró por la columna vertebral y por el centro del tórax, y ahora está en el abdomen.

…Pero en un abdomen limpio.

Entonces se convirtió en un émbolo: esa bala se metió dentro de la circulación sanguínea por un vaso grande del tórax o por el corazón. Y viajó hasta los vasos iliacos, la arteria o la vena.

La bala embolizó. Vamos a quirófano —le anuncié a los residentes— y vayan pensando que hacemos.         

¿Solo un drenaje pleural derecho en el tórax y luego una laparotomía para sacar la bala? ¿O había que hacer algo en el sitio del ingreso del proyectil en el tórax?

Toracotomía— dijo Nina, muy decidida.

 —Bien. Y llamá los vasculares para el tiempo abdominal, para ir a buscar la bala donde sea.

En pocos minutos estábamos con la paciente en el quirófano y con el resto del equipo activado en medio de la madrugada: Joni 2 y sus residentes como anestesiólogos, y una vez más Celia W. como instrumentadora.

¿La bala entró por el corazón o por un vaso grande?

¿Solo colocar un drenaje en el tórax, o también agregar una ventana pericárdica subxifoidea para descartar una herida cardiaca?

¿O proceder directamente a una toracotomía, como proponía Nina, para asegurar una mejor visión de todas las lesiones que hubiera? 

Pintamos su piel con antiséptico y colocamos los campos operatorios de tela antes de que le realizaran la intubación orotraqueal, por el riesgo de que la paciente se derrumbara durante la inducción anestésica y entonces debiéramos ingresar muy rápidamente al tórax.

Para responder mejor a esas preguntas que nos hacíamos, tomé el transductor del ecógrafo que habíamos traído desde el shock room y lo apoyé en la parte alta del abdomen, por debajo del apéndice xifoides. Repetí la ecografía del saco pericárdico con la paciente ya sedada y entonces pude ver mejor: había claramente sangre alrededor del corazón.     

—Hay sangre en el pericardio, vamos a una toracotomía Clamshell…¡ Dale por la derecha, Nina!

La presencia de sangre a la derecha en el tórax, que habíamos visto en la tomografía, y la de una lesión cardiaca sospechada por la ecografía, hizo que me decidiera a último momento por una toracotomía tipo Clamshell, como se le decía a la toracotomía bilateral con sección del esternón. Un abordaje enorme y agresivo, pero también el único que permitiría resolver en el tórax cualquier lesión que hubiera a raíz del trayecto errático de una bala.  

Practiqué el lado izquierdo de la incisión y la sección esternal, mientras Nina hizo lo propio con el lado derecho. El sangrado de las arterias mamarias internas en el corte del esternón fue un signo que me hizo pensar en la posibilidad de que esa paciente sobreviviera, aunque ya requería de drogas vasopresoras para mantener una tensión arterial sistólica de 90. Ligamos los cabos de las mamarias y colocamos dos separadores intercostales de Finochietto, uno en cada lado del tórax. Se evacuó una colección de sangre líquida, sin coágulos, del lado derecho y quedó a la vista el saco pericárdico abombado que debíamos drenar. La tensión de aquel taponamiento me obligó a iniciar la sección del saco directamente con una pasada del bisturí.   

Doble shock, doble amenaza.

Shock neurogénico por la lesión medular y shock obstructivo por ese taponamiento cardiaco que presenciábamos.

Completé con tijera la apertura del saco pericárdico, en dirección longitudinal y lo más extensa posible. Se drenó la colección de sangre que aprisionaba el corazón, totalmente líquida y sin ningún coágulo al igual que el hemotórax derecho. Percibí de reojo una bolsa de plasma que Joni estaba colgando en la cabecera para transfundírsela.

 Sangrado sin coágulos.

¿Ya tiene trastornos de la coagulación?

No se veía ningún orificio en la cara anterior del corazón. Supuse que por su trayectoria la bala podría haber ingresado por la cara posterior del corazón. Amplié la apertura del pericardio desde su extremo caudal, con una incisión lateral cerca del diafragma hacia cada lado, transformando la pericardiotomia longitudinal en una “T” invertida. Entonces vimos la  hemorragia que alimentaba ese hemopericardio, proviniendo de la cara posterior.

—Vamos tener que mirar atrás, organicémonos—les dije a Nina y a Aylén que estaban del lado derecho de la camilla, y agregué girando mi cabeza —cambiate, Pablo— para que nuestro visitante, que estaba mirando la cirugía detrás de mí, también entrara a ayudar.

La movilización del corazón para acceder a su cara posterior era siempre un tiempo problemático en la cirugía del trauma cardiaco. A la condición ya comprometida del paciente se le sumaba la repercusión hemodinámica provocada por esa rotación del órgano, la cual estrechaba la llegada de la sangre al mismo a través de las venas cavas. Eso podía  disminuir aún más la tensión arterial del paciente y precipitar una parada cardiaca. Para tratar de prevenir ese evento debíamos manejarnos con mucha coordinación entre todos.

—Póngala en posición de Trendelenburg—le pedí a otra instrumentadora circulante, de modo que aumentara la llegada de sangre a su corazón, al estar los pies de la paciente más elevados que su cabeza.    

Joni, vamos a girar el corazón…. Se va a hipotensar, así que métanle fluidos.

Celia, pásenos suero caliente para el corazón. Es para prevenir arritmias.

—Pablo, vos vas a apretar la aorta contra la columna, si es necesario en caso de mayor hipotensión o paro…

Nina, preparate con una pinza Allis mientras trato de meter un clamp de Satinsky para cerrar el agujero …

A pesar de la situación desafiante, celebré que pudiéramos organizarnos lo mejor posible. Y eso era con el líder de turno que hubiera dando indicaciones claras y siendo el único que tomara las decisiones. Tanto lo que leíamos como la propia experiencia nos habían demostrado que esa era la forma más ordenada y fluida de actuar. Cuando había mucha interferencia verbal en el ambiente o varios operadores tomando decisiones por separado al mismo tiempo,  acababan retrasándose las acciones y los resultados se alejaban de lo  mejor posible. Y si el líder de turno era alguien experimentado, alguien que hubiera actuado antes en situaciones similares,  esa era también la forma más segura, la que estadísticamente tendría la menor posibilidad de cometer errores.

En la primera acción para controlar la lesión me di cuenta que iba a ser aún más difícil de lo previsto. Ni la R4 Nina con la pinza Allis ni yo con el clamp pudimos detener una hemorragia negra y caudalosa  que emergía desde el centro del tórax. Mi clamp, en particular, se deslizaba cuando trataba de cerrar esa herida, como si la brecha fuera muy grande y con su labio medial inaccesible.

—Es tremenda la herida, tengo los dedos dentro de la aurícula…— dijo de pronto Nina.

Ella los había colocado a ciegas, de un modo instintivo ante ese sangrado incontenible, y recién entonceso disminuyeron un poco esas pérdidas.

Recordé el grueso calibre del proyectil que había visto en la tomografía e imaginé una herida anfractuosa entre las caras posteriores de la aurícula y del ventrículo derecho.

Se está por parar— anunció Joni mirando a un monitor que mostraba un ritmo cardiaco cada vez más lento e irregular.

Vi pasar una sombra de tristeza al lado. Sabía lo difícil que era revertir esos paros cardiacos y a su vez lo difícil que era controlar esas hemorragias sin ocluir casi totalmente la entrada de sangre al corazón. Esa era la trampa, muchas veces mortal, de las lesiones graves de la aurícula derecha.

Si íbamos a masajear al corazón, los dedos de Nina ya no podrían detener mucho al sangrado. Imaginé en cada compresión a la sangre saliendo por los costados de esos dedos. Desde la ventaja que me daba la posición a la izquierda de la mesa de operaciones volví a colocar el clamp de Satinsky, pero ya no en el intento de ocluir la herida sino para cerrar el ingreso de sangre al corazón, o lo que era lo mismo la salida de sangre a través de la perforación.    

La forma angulada del clamp me permitió colocarlo  de modo que aplastó las paredes de ambas venas cavas. El corazón ya se había detenido e inicié su masaje con las dos manos, comprimiéndolo por completo como si lo aplaudiera. Le indiqué a Pablo, que estaba a mi lado, que comprimiera con sus dedos a la aorta contra la columna dorsal. Del otro lado, Nina y Aylén cuidaban la posición del clamp y sostenían un taponamiento  con gasas para frenar el sangrado desde la  fractura vertebral por donde había ingresado la bala.

Pensé fugazmente en aprovechar la parada cardiaca para suturar la herida en un corazón ya inmóvil, pero no podía ver la lesión como para hacerlo de un modo seguro o que no agregara más daño a esas frágiles paredes de la  aurícula.

La suma de todas las maniobras y la transfusión masiva de sangre y plasma que estaba en curso comenzó a llenar el volumen del corazón. Dejé de dar indicaciones y solo se oía la voz de Joni, que hacía lo propio. Detuve el masaje unos segundos y advertimos que se reiniciaba el ritmo cardiaco. Continué el masaje un poco más y ya con un ritmo mejor decidí que pasáramos al intento de reparar la lesión.   En ese momento llego Gino V., el residente de cirugía vascular, y reemplazo a Aylén en lado derecho de la mesa. La paciente no levantaba la tensión arterial a más de 70. Le indiqué a Pablo que continuara con su oclusión aortica manual, con su mano por debajo de las mías, de modo que la sangre que aun circulaba fuera a las arterias coronarias y al cerebro, los territorios más críticos. Pero el clamp auricular que habíamos  colocado había estrechado la zona de trabajo y no nos dejaba ver con claridad la herida. Ese era otro de los acertijos de ese tipo de lesiones. De pronto se reinició un sangrado allí detrás y pensé que podría relacionarse con la reanimación agresiva que la paciente recibía. La tensión arterial había subido, pero  luego descendió bruscamente a pesar de los esfuerzos de los anestesistas. Noté que el corazón se había tornado pequeño y fláccido.

Está exsanguinada.

Triple shock: neurogénico, obstructivo e hipovolémico, por orden de aparición en nuestro escenario.

Esto se termina.

Experimenté  una oleada de fastidio. Sabía que el caso era desafiante pero uno siempre abrigaba esperanzas de poder salvar al traumatizado hasta el último momento. Hasta ese preciso momento en que la sangre comenzaba a diluirse y parecía  mezclada con agua en el campo quirúrgico.  

Recoloqué el Satinsky más profundamente y aplasté prácticamente toda la aurícula derecha. La hemorragia pareció detenerse, pero también la plenificación del corazón,  el cual no volvió a recuperar su volumen y se detuvo de nuevo. Reiniciamos su masaje y lo que siguió fue ese extraño lapso final, profesional y estéril, en la reanimación de un paciente que uno ya sabe perdido. Diez, quince o treinta minutos en los que se le pide al resto del equipo continuar un poco más, pero también un tiempo en que los pensamientos comienzan a deslizarse por otro plano. Un plano diferente al técnico quirúrgico.

Como hablar con la familia del paciente.

Como absorber la pérdida brutal de un semejante.

Como resistir la pérdida aguda de un paciente bajo nuestro cuidado. 

Como continuar con nuestro trabajo después de un hecho tan aberrante.

La declaramos fallecida a las 6.05 a.m.

Gracias a todos. Gracias. Gracias —les dije a cada uno de los que estaban ahí, mirándolos por separado.

Sentí de inmediato deseos de irme de ahí, pero me quedé unos minutos más para cumplir con otro ritual extraño. Algo que siempre hacia cuando un traumatizado fallecía en quirófano y que estaba dedicado principalmente a los residentes: volver a examinar con ellos las lesiones en el campo operatorio, ya con más detenimiento y detalle. Un ensayo de autopsia, para que ese caso perdido no lo fuera del todo y nos dejara experiencias que pudieran  ayudarnos en el futuro con otros heridos.

No había familiares a la salida del quirófano.Bajé a buscarlos a la sala de Emergencias, mientras Nina escribía el parte operatorio y Aylén y Pablo cerraban la enorme toracotomía bilateral.

Encontré solo a la madre, una mujer que me pareció no más de 20 años mayor que la víctima. Tenía rasgos muy parecidos, aunque su rostro estaba surcado por muchas arrugas. Lucía  paralizada y la conduje a un consultorio. Le informé brevemente de todo, pero lo único que comprendió fue la palabra fallecida. No pudo oír nada más y se desplomó en una silla. Me quedé unos momentos con ella, con mi mano en su hombro, hasta que apareció una amiga. Hablé con una mujer policía y con otra del personal administrativo para que la contuvieran. De nuevo sentí necesidad de retirarme de un lugar, pero a la vez también de cerrar ese caso que habíamos operado. Bajé al subsuelo y fui al tomógrafo. Eran las 6.45 a.m. y hallé a Carlos, el técnico, haciendo una tomografía de cráneo a un traumatizado alcoholizado.

—La bala estaba en la arteria iliaca —me dijo en cuanto entré, y señaló otro monitor que tenía en su consola.  

Me acerqué para ver las imágenes en color de una reconstrucción vascular que Carlos había hecho. Como si volviéramos a ver el viaje demencial de esa bala, las imágenes se sucedieron por dentro de la luz de un túnel rojo que era la arteria aorta, hasta llegar a la bifurcación de la arteria iliaca primitiva. Allí de pronto apareció el plomo deformado, que se veía  gigantesco dentro de la arteria iliaca externa izquierda.

¿La pudieron sacar?     

No, falleció antes de que pudiéramos ir al abdomen…—me pareció que mi voz sonaba cansada— Tenia una lesión muy grave en la aurícula derecha… Bueno, con este estudio vascular ahora podemos decir que la bala entró por la aurícula derecha y luego atravesó los ventrículos para ingresar en la circulación arterial —le comenté, mientras hacía girar las imágenes para ver desde distintos ángulos al proyectil  viajero.

—Que bárbaro…— solo dijo Carlos, mientras miraba la tomografía de cráneo que estaba realizando.

Salí del tomógrafo y mientras volvía por el Túnel a la sala de Emergencias, de pronto fui asaltado por una sed de revancha. Poco antes había deseado irme de cada sector del hospital por donde transitaba, los cuales me parecían recubiertos por un velo invisible y sombrío. Pero después ya necesitaba que llegara otro caso de trauma, quizás para olvidar más rápidamente la desgracia reciente o bien para ayudar a otro traumatizado con un mejor final. Muchas veces un nuevo caso complejo, otro desafío distinto, era lo que nos ayudaba a seguir adelante luego de un golpe duro como el que habíamos recibido en esa noche. Y cuando un revés como ese era sufrido en el final de un turno de emergencias, luego era más difícil digerirlo. Quedaba un resto del día posiblemente sin cirugías por delante, y esas imágenes tendrían así menos obstáculos para retornar en la cabeza.        

¿Que seguía después de lo que habíamos presenciado, cuál era la continuación de ese horror de violencia urbana?

¿Solo aceptar que esos hechos históricos seguirían repitiéndose y que no podríamos salvar a todos? ¿Resistir conservando la experiencia médica recogida como un tesoro vivo, como algo que nos daría fuerzas en el próximo caso?

Una rara avis posada en la pared vertical de una montaña. Quizás algo así sea el cirujano de urgencias dentro de las especialidades médicas.

Alguien que posee  el maravilloso poder de volar, así como también el riesgo natural de ser presa fácil de algo más poderoso.


  El autor
 
Guillermo Barillaro
Médico. Oriundo de Tandil, provincia de Buenos Aires
Ha dedicado toda su carrera profesional al área de la Cirugía de Urgencias, del Trauma y de los Cuidados Críticos, tanto en la faz asistencial como en la docente y académica.

Es miembro de la Asociación Argentina de Cirugía y de la Sociedad Panamericana de Trauma, e instructor del curso internacional ATLS (Apoyo Vital Avanzado en Trauma), programa de entrenamiento orientado a médicos para el manejo inicial de los pacientes traumatizados.