Historias de un cirujano de trauma

Navegando de nuevo en aguas peligrosas

¿Todos los cirujanos duermen mal cuando tienen dudas acerca de un paciente, antes o después de operarlo?

Autor/a: Guillermo Barillaro

Me desperté cuando alguien entró en mi habitación. En medio de una penumbra que me impidió reconocerlo,  se acercó y me dijo con un matiz de reproche en su voz ronca:

—La paciente que dejaste en observación en la sala de emergencias… Está muerta.

Me desperté y me di cuenta que lo anterior era una pesadilla. Noté latidos fuertes dentro de mi pecho, y de inmediato experimenté alivio al comprobar que solo estaba conmigo el  instrumentador quirúrgico Trippero, quien dormía en la cama de al lado entre ronquidos salvajes.

Me apoyé en un codo sobre mi cama y mi siguiente pensamiento tuvo a la paciente que había dejado en observación en la sala de shock. Eso sí era real, y era lo último en lo que había pensado antes de conciliar con dificultad el sueño, en medio de una madrugada fría y de preocupaciones tormentosas. Sentí de pronto necesidad de verificar como estaba la paciente en ese momento. Me coloqué un abrigo, el gorro y cargué la mochila  donde llevaba camisolines y la máscara facial. Subí a la sala de shock que se encontraba encima de mi habitación, y apenas traspuse su puerta busqué con la mirada a esa mujer, la cual estaba en una camilla entre muchos otros pacientes. Que todavía estuviera allí y el color rosado de su rostro me produjeron un segundo  alivio. Su caso intrigante  seguía en curso, pero lo más importante era que aun disponíamos de oportunidades para asistirlo del mejor modo posible. Esas chances latentes estaban ahí mismo, al lado de su camilla, y parecían bendecidas por una fuerza superior, la misma fuerza con la que otras veces me había amigado, enojado o le había exigido explicaciones a raíz de otros casos de Trauma de curso turbulento.

No quiero volver a experimentar ese sabor amargo del arrepentimiento, por no haber hecho lo que pensaba hacer y a su tiempo. Ese sinsabor que retorna una y otra vez para recordarnos  uno de los axiomas más pesados de la asistencia del Trauma. Un epitafio que reza que en Trauma no alcanza con hacer, sino que además se debe hacer a tiempo; que en Trauma suele haber más problemas por no hacer que por hacer.

Recordé otros casos, dudosos o difíciles, donde las respuestas  habían llegado después de una grave complicación o luego de la muerte del paciente. Donde la claridad del hecho provocaba tanto la enseñanza aleccionadora como la impotencia irreversible. Volví a preguntarme acerca de las misteriosas razones por las cuales se reproducían esas situaciones y me veía envuelto en las mismas, llamándole la atención a un ex residente por su asistencia o cuestionándome a mí mismo por cierta actuación.

Miré el reloj: 4.00 a.m. A 7 horas del trauma padecido por esa mujer, me noté fastidiado por lo mal que estaba durmiendo en esa noche y por las dudas que me provocaba su cuadro clínico.

¿Todos los cirujanos duermen mal cuando tienen dudas acerca de un paciente, antes o después de operarlo?

De pie al lado de esa mujer y rodeado por numerosas camillas con pacientes que prácticamente ocupaban todo el espacio de la sala de recepción, recapitulé acerca de lo sucedido con esa traumatizada.

Había sufrido una colisión con su auto, llevando puesto el cinturón de seguridad y con despliegue del airbag en ese momento. Y eso había sido lo menos grave posible para ella, dado lo que podía haberle sucedido sin esos medios de prevención. No había sufrido un traumatismo de cráneo y siempre había permanecido compensada en lo hemodinámico. Sus análisis mostraban una discreta acidosis en los gases sanguíneos, aquello en lo que siempre  nos fijábamos primero como signo de  alarma. Pero desde su ingreso presentaba un dolor en el cuadrante inferior derecho de su abdomen. Y  ese síntoma, sumado a la marca  del cinto de seguridad que se veía  por debajo del ombligo y a las cicatrices de  cirugías previas que tenía, ya nos obligaba a descartar una lesión intestinal, o del mesenterio,  sector por el cual transcurría la circulación sanguínea de ese intestino. Esos marcadores externos alertaban desde el minuto uno acerca de la mayor probabilidad de una perforación intestinal o de un desgarro de sus mesos. Sus antecedentes médicos se completaban con el relato de la propia paciente  de ser portadora del virus de la hepatitis C. La tomografía de cuerpo entero había revelado un neumotórax derecho y un escaso liquido libre en la cavidad peritoneal sin ninguna  lesión asociada de un órgano sólido. Este último hallazgo nos   había traído preocupación y perturbaba lo que de entrada parecía un cómodo manejo no operatorio. El resto del examen físico y radiografías habían detectado fracturas en ambas muñecas y en un pie, por lo cual los traumatólogos rápidamente habían decidido llevarla al quirófano para reducir esas lesiones óseas. Mientras ellos trabajaban y yo le ayudaba a la residente de cirugía de tercer año Aylén a colocarle el drenaje pleural para su neumotórax derecho, noté que un pensamiento perturbador comenzaba a merodear por allí.

¿Como debemos manejar la posibilidad, sea cual sea,  de una lesión abdominal  por el cinturón de seguridad?  

¿Seguir con un manejo expectante, dado que no tenía signos de peritonitis  y el líquido era escaso en la tomografía?

¿O apretar el acelerador e ir a buscar activamente una lesión con un lavado peritoneal diagnóstico, una video laparoscopia,  o directamente con una laparotomía exploradora?

¿Qué dicen los algoritmos  de estos casos tan limítrofes, que transitan por una línea central a igual distancia de manejos  opuestos entre sí?

Observé de nuevo la hora: 4.30 a.m. Pensé que lo mejor sería descansar un poco. Todavía me restaban, con algo de fortuna, más de 24 horas de turno de emergencias, las cuales podía traer varios casos para operar. En el día siguiente podría reevaluar a esa paciente y la sensación de que su condición aun nos daba crédito me tranquilizó un poco.

Volví a la habitación donde Trippero seguía roncando de un modo imperturbable, y a pesar de ello pude dormirme.

Más tarde nuestros despertadores sonaron al unísono y me desperté con deseos de seguir durmiendo.

— ¿Todo tranquilo anoche? — pregunto Trippero, mientras preparaba con celeridad su bolso para irse.

—…Si, todo bien—le respondí de un modo distraído.

Lo primero que hice fue volver a ver a la paciente, quien permanecía con su ánimo amable de la noche anterior, lo cual comenzó a generarme una mayor simpatía hacia ella. Seguía tranquila y casi no se quejaba de dolor, aunque el examen abdominal todavía mostraba la misma sensibilidad en su cuadrante inferior derecho. Mientras palpaba su abdomen noté la luz del sol que entraba por las ventanas de la sala de emergencias, y la sensación de rever su caso con mayor optimismo.

No le vamos a dejar ninguna lesión desapercibida, aunque le cueste algún procedimiento invasivo.   

— ¿Qué haces, fiera? ¿Cómo va todo? — era la llegada inconfundible a las 8.00 a.m. de Beto Boca, mi compañero de esa guardia como cirujano de planta.

Mientras le mostraba las imágenes de la tomografía  en el monitor del office del shock room, se unió a nosotros Federico Schwazeneger, un residente de cirugía de tercer año que también comenzaba el turno de emergencias en ese momento. Les conté a ambos del cuadro de la paciente.

—Líquido libre sin lesión de órgano sólido…¿No era para una laparoscopia o una laparotomía anoche? —fue lo primero que manifestó Beto.

—Lo pensé, pero…Abdomen blando, muy poco dolor, TAC con un poco de líquido libre y nada más…Encima el antecedente de cirugías previas, lo cual me desalentó de hacerle un lavado peritoneal  diagnóstico o una laparoscopia por las adherencias que debe tener…

— ¡Laparotomía!— intervino Federico con una sonrisa entusiasta.

—Voy a verla— dijo Beto.

Volvió poco después:

—Si, la verdad que está demasiado bien esta señora…Y no me convence para laparoscopia porque seguro tiene adherencias de sus dos cirugías previas, una mediana infra umbilical  y una para mediana derecha… Me parece para manejo no operatorio, a lo sumo por ahí una laparotomía, pero les diría que antes que nada repitamos la tomografía, a ver si aparece algún cambio orientador.

Acordamos esa conducta entre los 3 y Federico fue a solicitar dicho estudio. En el resto de la mañana me dediqué a ayudarle a operar a Fernando Aldosivi, el residente de primer año del día, quien realizó una apendicectomía que resulto laboriosa por lo evolucionado de su proceso.

—Venimos con una racha…Todas apendicitis pasadas, con varios días de evolución, plastrones o peritonitis— expresó con un gesto de cansancio, mientras escribía ese parte operatorio.  

Recordé en ese momento cuando yo era un R1 y comenzaba ya cansado los turnos de emergencia, producto de una seguidilla de guardias y de muy poco descanso nocturno.

Cuando salí del quirófano fui hasta el ordenador del office del shock room y allí busqué la antigua grabación de una de las reuniones académicas de Trauma organizadas con los residentes. Bruscamente se me había ocurrido verla de nuevo, dado que el tema en esa ocasión había sido el mismo escenario en el cual estaba nuestra paciente del momento: líquido libre sin lesión de órgano sólido, un tópico siempre controvertido y limítrofe. Repasé la brillante exposición que había hecho entonces nuestro invitado Fernando Machado, profesor y cirujano uruguayo, y  fui rápidamente hasta el flujograma de acción que él proponía. Recordé los puntos claves relacionados con una marca de cinturón presente y con el antecedente de cirugías previas, y como en caso de dudas se sugería la exploración quirúrgica, ya fuera por vía laparoscópica o por laparotomía. Noté que en mi interior persistían esas dudas y el temor de una lesión desapercibida. Una sombra que no dejaba de perseguirme para mostrarme en mi cabeza a imágenes borrosas de esa paciente, ya complicada y en riesgo de muerte.

La segunda tomografía se realizó finalmente a las 3.00 pm, dada la gran cantidad de estudios por imágenes de urgencia que debieron realizarse en ese día. En esas horas transcurridas, la paciente  había permanecido sin cambios en su examen físico o en sus análisis de control. Como siempre solía hacerlo, fui al monitor del tomógrafo para ver mejor allí el estudio, compararlo con el anterior y además contar con la valiosa ayuda de Carlos Bad, el experimentado e irascible técnico de TAC.

Visitarlo a Carlos, contarle acerca de un caso clínico y explicarle que deseábamos obtener con una segunda tomografía era la mejor forma de motivarlo y ganar su colaboración.

Observó los dos estudios de la misma paciente y al cabo de unos segundos dijo:

—Yo le veo más líquido libre entre las asas de intestino y en la pelvis…. Y el mesenterio está algo sucio acá—marcó con la flechita del mouse.   

Más o menos líquido, sucio, rarefacto, grasa diferente, heterogéneo…Términos habituales en la jerga de los imagenólogos, ya fueran los residentes o los técnicos, quienes veían esas imágenes todos los días y a veces descubrían detalles sutiles que podían pasar desapercibidos para nosotros. Por todo eso, siempre valía la pena ir hasta el tomógrafo del subsuelo a cualquier hora, de modo de recibir la información que necesitábamos y aprender más acerca de las imágenes de las urgencias.      

Lo que vi en esa segunda tomografía, los comentarios de Carlos y el recuerdo de aquel algoritmo del profesor Machado me ayudaron a tomar una decisión con respecto a esa paciente. Y la decisión surgió en ese trayecto que llevaba 2 minutos recorrer desde el subsuelo hasta la sala de emergencias, a través de ese pasillo subterráneo que denominábamos el corredor de las reflexiones.

Un camino dentro del hospital que recorríamos muchas veces, en una ceremonia oculta donde el movimiento traía claridad a nuestra mente.

Un corredor al final de cuyo recorrido debíamos comunicar lo que íbamos a hacer.

Cuando ingresé a nuestra habitación desperté a Beto, quien se hallaba durmiendo la siesta.

— Fiera…—dijo lentamente, con los ojos cerrados.

— Bueno, se definió la paciente del líquido libre. Vamos a operarla. Ya hablé con el hijo y Federico la está subiendo al quirófano ahora.

Las novedades despabilaron a Beto.

— ¿Te parece? Estaba muy bien esa paciente...Quiero ver la nueva tomografía.

El hecho de haber tomado ya una decisión operatoria me había levantado súbitamente el ánimo. Sabía que entonces no dejaríamos una lesión desapercibida y me alegraba luego de horas de dudas incómodas. Una vez más, cuando se manejaba a un paciente que transcurría por una línea delgada entre conductas diferentes, la intuición acababa por inclinarnos hacia el camino más agresivo, el que nos impresionaba menos problemático, y aquel que en el peor de los casos “fallaría mejor”.

Una vez más, cuando metemos nuestra mano en la bolsa de respuestas automáticas a la que acudimos, en situación difíciles con un traumatizado, el papel que extraemos dice “intube”, ”drene”, “opere”, “deje abierto”, “re opere”... Un puñado de acciones técnicamente accesibles para todos y con las que podemos marcar una gran diferencia, pero acerca de las cuales se debe decidir de un modo precoz y filoso.

Estaban realizándole la inducción anestésica a la paciente, mientras la rodeábamos ya cambiados con los camisolines y máscaras junto con Federico y Fernando.

—Sí, la verdad que tiene un poco más de líquido…—apareció en la sala y comentó Beto.

—Cuidado con las maniobras y el manejo de las agujas —les recordé a los residentes y a la instrumentadora  —cuidado, hepatitis C.

Comenzamos con una incisión por arriba del ombligo de modo de entrar en la cavidad abdominal en un sector lo más libre posible de adherencias previas. El acceso por suerte resultó limpio, y pronto pudimos extender la incisión por debajo del ombligo, liberando  adherencias laxas y drenando bolsillos de sangre oscura retenida. En ese momento experimenté la sensación de que podríamos haber comenzado a través de una video laparoscopia, pero como tantas otras veces eso era algo que solo se nos revelaba una vez dentro de la cavidad peritoneal. Sin embargo, a medida que progresábamos la disección hacia la pelvis las adherencias se tornaron más gruesas y firmes, y entonces pensé que sí hubiera sido difícil a través de una video laparoscopia, más aun cuando habitualmente no contábamos con bisturíes avanzados para uso laparoscópico en la emergencia.

— ¿Y qué tenía? —   Beto reapareció en el teatro, preguntándonos por segunda vez con cierta ansiedad

—Liberando adherencias todavía…

Las últimas adherencias que cortamos estaban firmemente adosadas a la vejiga y a la sínfisis púbica, y requerimos de varias ligaduras gruesas para asegurar la hemostasia luego de las secciones. Con el campo finalmente despejado, comenzamos a devanar las asas de intestino delgado y pronto aparecieron dos grandes desgarros del mesenterio a través de los cuales se podía pasar un puño.

— ¡Buena, bien…! Se cumplió lo que pensábamos, debía tener algo—acoté, mientras experimentaba un sereno alivio.

De pronto uno de los desgarros mostró su carta de presentación con un sangrado de chorros arteriales. Pensé que podía haber sucedido con esa paciente si no la operábamos, con  una alta probabilidad  de complicaciones en ese caso, ya fuera  a través de un resangrado tardío como el que presenciábamos, o bien por una obstrucción intestinal.

Con varias suturas controlamos los puntos hemorrágicos en las laceraciones y luego cerramos  las mismas. Afortunadamente esos desgarros no habían provocado un déficit en la circulación  sanguínea del intestino vecino y no fue necesario actuar sobre el mismo. Revisamos  luego el resto de la cavidad abdominal siguiendo  ese orden sagrado que respetábamos siempre: primero el compartimiento supramesocolónico, luego el inframesocolónico, en la dirección de las agujas del reloj,  paso por paso. No hallamos otras lesiones. Repasé una vez más en mi cabeza a todo lo actuado y les indiqué a los residentes que terminaríamos la operación. Dejamos un drenaje y comenzamos a cerrar el abdomen. Ese momento fue distendido y con el sabor dulce de una vaga alegría. Tan vaga que la percibí como un sentimiento de la misma naturaleza que otros,  inmersos en un recuerdo lejano de la infancia, en el reencuentro con un ser querido, o en un rostro de agradecimiento. 

Nuestro desvelo, nuestra vigilancia constante de la paciente, nuestras preocupaciones casi paranoicas, habían traído una recompensa: el  diagnóstico y tratamiento certero de una lesión traumática esquiva, algo que no se lograba siempre. Eso ya era un motivo para festejar y sería tema de conversación, en la esperada cena por venir en la sala de médicos de la guardia.

En otro suceso para recordar y comentarles a todos los residentes, tanto a los presentes como a los ausentes en esa guardia, un algoritmo lanzado al rescate mostraba su poder estadístico para indicar el camino más seguro. Y eso ganaba una crucial importancia cuando sucedía en momentos de dudas, de cansancio, de confusión, o  de madrugada. Porque en esa escena donde nuestros pensamientos atareados podían distraernos, la estadística incansable  se reservaba un nicho, un escondite secreto, desde donde recordarnos algo importante para que no pasara inadvertido.

Con el caso de esa paciente ya cerrado, pude relajarme y desde cierta distancia absorber la experiencia que nos dejaba. Percibí alguna similitud con épocas distantes, cuando luego de rendir un examen universitario retomaba esa misma materia para aprenderla mejor y sin una obligación administrativa de por medio. Y agradecí haber tenido, durante ese turno, un contacto con otro caso de trauma que fuera  dudoso, complejo, desafiante, esos del tipo que más nos fortalecía en conocimientos y confianza. Esos que una vez que pasaban, nos dejaban con ganas de que vinieran otros similares, en un sentimiento diametralmente opuesto a aquel de dudas y malestar en el comienzo del turno.

Sé que este mar puede tragarnos, pero hoy no podemos dejar de navegar en él. Allí mismo, en esas aguas peligrosas donde todos, pacientes y operadores, somos vulnerables.

Celebro que al menos nosotros, lo que estamos de este lado, seamos hoy ricos al disponer del bien más preciado: nuestra  buena salud, esa que nos permite estar al lado de quienes la necesitan y nos da otra oportunidad de convertirnos en protectores de esas personas.


 
  El autor
 
Guillermo Barillaro
Médico. Oriundo de Tandil, provincia de Buenos Aires
Ha dedicado toda su carrera profesional al área de la Cirugía de Urgencias, del Trauma y de los Cuidados Críticos, tanto en la faz asistencial como en la docente y académica.

Es miembro de la Asociación Argentina de Cirugía y de la Sociedad Panamericana de Trauma, e instructor del curso internacional ATLS (Apoyo Vital Avanzado en Trauma), programa de entrenamiento orientado a médicos para el manejo inicial de los pacientes traumatizados.