La certeza es una de las sensaciones más desconcertantes de la especie humana. Sentir que sabemos es imprescindible para actuar, tomar decisiones, sobrevivir. Sin embargo, en muchas ocasiones esa sensación es falsa: creemos que sabemos lo que, en verdad, ignoramos. La certidumbre es un recurso de alto valor pragmático evolutivo pero con baja probabilidad de verdad.
Existe evidencia científica que sugiere que las sensaciones de conocimiento, corrección, convicción o certeza no son conclusiones deliberadas con estructura lógico argumentativa, ni elecciones conscientes. Son sensaciones mentales que nos suceden en distintos momentos. La sensación de conocimiento es una emoción, no una cognición.
Hay que distinguir entre el conocimiento “sentido”, como las corazonadas y los sentimientos viscerales, y el conocimiento que surge de las pruebas empíricas o del razonamiento riguroso. Cualquier idea que no haya sido o no sea capaz de ser probada independientemente debe considerarse una visión u opinión personal.
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La realidad existe como concepto o información, pero también y como experiencia subjetiva. La credibilidad es un fenómeno psicológico, no una prueba acerca de la verdad o falsedad de una afirmación. Nuestros cerebros han evolucionado conviviendo con la contradicción, la inconsistencia y la paradoja que están integradas en nuestros módulos cognitivos. Estamos programados para experimentar sentimientos injustificados sobre nosotros mismos, nuestros pensamientos y nuestras acciones. Debido a que estamos dotados de una curiosidad y un deseo irreprimibles de entender cómo funciona el mundo; hemos desarrollado una extraña habilidad para ver patrones ya sea que existan o no más allá de nuestras percepciones. El deseo de comprender y de darle sentido al mundo es independiente de nuestra voluntad.
El sentimiento visceral de saber que tenemos razón, que entendemos lo que se nos ofrece como ambiguo e indeterminado es mucho más convincente que el pensamiento racional de que tenemos límites a nuestras posibilidades de razonamiento.
Tenemos señales que nos explican cómo sabemos que sabemos, incluso si esa sensación no se corresponde con los hechos comprobados
Las neurociencias han demostrado que no solo tenemos “conocimiento” (cognición) sino "sentimientos cognitivos" (emociones). Estos fenómenos mentales no suelen clasificarse subjetivamente como emociones, son un tipo de sentimiento que asociamos con el pensamiento. Son la “sensación de saber”, la certeza percibida como sensación visceral, orgánica. Esta incluye estados mentales tan diversos como el sentido de conocimiento, de causalidad, de agencia y de intención. Se trata de señales que nos explican cómo sabemos que sabemos, incluso si esa sensación no se corresponde con los hechos comprobados.
Estas sensaciones mentales involuntarias, sentimientos espontáneos sobre nuestros pensamientos se experimentan como cogniciones (aunque son emociones). Creemos que son el resultado de un proceso evaluativo consciente y que constituyen conclusiones racionales, pero no son más deliberados que los sentimientos de amor o ira. Son sentimientos de conocimiento, califican la calidad de nuestros pensamientos en un espectro de sensaciones que van desde una vaga corazonada hasta la convicción absoluta y una profunda sensación de “¡eureka!” o "¡aha!".
En la era de la polarización y la indignación, las discusiones son insolubles porque ignoran la fisiología. La certeza es una sensación que se percibe como una cognición. Y esto es igual para quien afirma una verdad basada en pruebas como para quien afirma una falsedad sin ellas. |
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En medicina y, tal vez en todos los ámbitos de la vida, es imposible dejar de tener sensación de conocimiento, pero es perfectamente posible estar advertidos de qué se trata. Las intuiciones, las "corazonadas", son marcadores viscerales muy oportunos para elegir el color de una camisa pero hay que someterlas al escrutinio de la prueba en la clínica. Las hipótesis suelen derivarse de sensaciones, pero éste es el punto de partida del proceso de razonamiento que hará de ellas una conjetura probada o refutada. En la era del vértigo de la información, de la crispación emocional y de las meras opiniones emitidas como misiles de lenguaje, tal vez estas ideas nos ayuden a pensar acerca de lo que sentimos antes de trasladarlo al acto a al lenguaje acusatorio. No hay mejor forma de promover el error que usar un recurso evolucionado para determinado contexto en otro muy diferente. Desde muchos frentes capturan nuestra atención hasta hacernos confundir nuestras emociones con nuestra cogniciones. No se trata de una mera distracción, es una deliberada manipulación.
NO SABER Un enfermo que no está bien pero que no muestra nada evidente es todo un desafío. Sabés que tiene algo pero ignorás qué. Pasás una hora interrogándolo con las mismas preguntas. “Empecemos otra vez desde el principio”, le insistís. Lo examinás otras tantas veces. Pedís análisis de laboratorio que no muestran nada concreto. Fiebre persistente sin leucocitosis, sin neutropenia, sin linfocitosis, sin sedimento urinario alterado, sin semiología respiratoria, ni digestiva, sin signos meníngeos, sin adenopatías, sin foco. ¡Fiebre, fiebre, fiebre! También se queja de agotamiento, desaliento, negativismo, anorexia, mialgias. ¡Tiene que tener algo y yo tengo que encontrarlo! Te alentás al mismo tiempo que te culpás. Vas construyendo una lista: infección urinaria; brucelosis, mononucleosis, citomegalovirus, tuberculosis, endocarditis, leptospirosis, micosis profundas, linfoma, vasculitis, fiebre paraneoplásica, hipotalámica, hipertiroidea, farmacológica, psicógena. ¿Lo interno? Mejor hago un registro horario de la temperatura en su domicilio primero. ¿Lo cultivo? Mejor espero un par de días para ver si se focaliza. ¿Por qué no me voy a dormir y mañana lo pienso otra vez? Cerrás los ojos. Pero ves citoquinas, granulocitos, esplenomegalia, hepatocitos, anticuerpos, virus y bacterias. Querés café, cerveza, chocolate. Vas hasta la cocina, abrís la heladera pero te das cuenta de que no tenías hambre ni sed. Querés salirte del caso por un momento para volver a él más despejado. Pero nada. No lo lográs. Él manda, vos obedecés. Te volvés a acostar. No podés dormir. Te levantás. Abris el Harison en el capítulo de FOD (fiebre de origen desconocido). Leés, leés, leés otra vez lo que ya sabías de memoria. Hiciste todo lo que había que hacer. Paso a paso, con prudencia. Te acordás de un viejo maestro que te decía: “No te apures, tenés que esperar a los enfermos hasta que la enfermedad hable a través de ellos”. Era un viejo sabio y campechano: “escuchalos, observalos, tocalos, permanecé atento y concentrado hasta que la liebre asome la cola”. Apoyaba su mano enorme sobre mi hombro y me decía: "lo importante es que el enfermo mejore, no que vos ganes una medalla para tu autoestima". Claro, lo entendés, es verdad. Pero no podés evitarlo. También es un desafío personal. Esperar es la medida de la incertidumbre clínica; pero para mí es el mapa de mi ignorancia. ¡Tengo que saber! Por la mañana vas a su casa, te plantás ante la cama del enfermo y desplegás toda la agudeza sensitiva e intelectual de la clínica. Sos un cazador al aceho. Te erizás. Agudizás tus sentidos buscando signos de alarma. Activás tus radares para encontrar la "cola de la liebre". Planteás hipótesis y las contrastás con los hechos. Las refutás hasta las últimas consecuencias. Deducís, inferís, abducís. Sos Sherlok Holmes, Auguste Dupin, Charles Sanders Peirce, Osler, Popper, Bunge, House. Pero volvés al punto de partida. Andás en círculos, mordiéndote la cola. El enfermo te mira, su mujer te mira, sus hijos te miran, vos te mirás en sus ojos. "Tranquilos, hay que saber esperar. La naturaleza tiene sus tiempos"; les decís como si creyeras en eso. "Hay casos que se resuelven solos sin intervención del médico, el cuerpo es sabio". Vis medicatrix naturae. Te acercás a la ventana de la habitación. Querés pensar sin esos ojos clavándose en los tuyos. Allá abajo, en la calle, un hombre joven se baja de un camión y descarga dos medias reses en una carnicería. Las lleva como si fueran de pluma. Tiene un trapo blanco sobre los hombros manchado de sangre oscura para proteger su ropa. ¿Y si yo fuera él?, pensás. Este profesión te come la cabeza. Es caníbal. No tiene horario. No te da tregua. Te chupa hasta la última gota de voluntad. Le exige a tus sentidos y a tu razón todo lo que tengan para dar. Tenés información, podés explicarte la fisiología, imaginar sus consecuencias, recitar causas y síntomas. Listas interminables de datos que orbitan en tu cabeza. Tipos de ictericia, causas de onda R alta en V1 en el ECG, ramas intra y extracraneales de la carótida, el score de Framingham, el de Galsgow, el de Hunt y Hess, los criterios de Jones. Todo perfecto, prolijo, vuelve a tu memoria cada vez que lo llamás. Sabés que hay una fase inmediata de intuiciones rápidas. El diagnóstico aparece como si se encendiera una luz. Pero has a prendido a desconfiar de esas iluminaciones. Entonces las cocinás en el horno de la razón. Despacio, sometiéndolas a prueba, refutándolas o confirmándolas. Otras veces esa luz no se enciende. Entonces llega un paciente y todo se pone confuso, borroso, sucio. Los criterios se superponen, los síntomas se esconden detrás de palabras que significan para él cosas diferentes que para mí. Todo se mezcla en una sopa de lenguaje, gestos, circunstancias. Traducís lo que te cuenta desde su lengua ambigua e imprecisa a tu jerga acotada e inapelable. Pero no sos idiota, sabés que gran parte de las cosas que importan se quedarán afuera. Que tu idioma pequeño y arrogante no puede nombrarlas. Cada caso es nuevo, diferente, único. La medicina te quiere entero, en cuerpo y mente. Es apasionante y agotadora. Alienante y enfermiza. Te saca del mundo. Te aleja de todo lo que importa. Es una boca inmensa y voraz. Este maldito laburo es el mejor trabajo del mundo. Daniel Flichtentrei |