La Nación
Resulta bastante común graficar la memoria como un arcón alojado en nuestro cerebro que sirve para guardar los recuerdos. Así, cuando algunos de esos recuerdos son requeridos, se recuperan intactos y de la misma manera se vuelven a guardar. Aunque resulte sorprendente, nada de eso puede estar más alejado de la realidad.
Uno de los campos más fascinantes en el estudio neurocientífico es la memoria humana, ya que es a través de ésta que podemos evaluar el pasado para actuar en el presente y planificar el futuro. ¿Qué es lo que recordamos exactamente? ¿El hecho tal cual sucedió? ¿Nuestra percepción del hecho? ¿El último recuerdo sobre el mismo hecho, es decir, recordamos nuestra propia memoria? ¿Recordamos de la misma manera a lo largo de toda nuestra vida?
Comencemos por este último enigma. Mi hijo Pedro tiene 5 años. Él recuerda perfectamente bien el viaje que hicimos para fin de año. También el resultado del último partido de Boca, el club del cual es hincha. Pero pronto todos esos recuerdos desaparecerán de su mente. Cuando tenga ocho, él ya no recordará casi nada de sus primeros cuatro o cinco años. Y cuando sea adulto, sus primeros años quedarán completamente en blanco. Esta pérdida normal de los primeros recuerdos se llama “amnesia infantil”.
A diferencia de lo que muchas veces se piensa, la memoria no es un fiel reflejo de aquello que pasó sino más bien un acto creativo, uno de los más creativos en el funcionamiento de nuestras mentes. Cada recuerdo se reconstruye de nuevo cada vez que se lo evoca. Aquello que recordamos -una imagen de un paisaje, una frase de nuestro abuelo, un aroma de nuestra adolescencia- está influido por el contexto que rodea esa acción de recupero.
La relación entre la memoria y el hecho o elemento que se recuerda es sumamente compleja y atrapante.
Lo primero que debemos tener en cuenta es que cada memoria tiene un patrón de activación neuronal que es capaz de ponerse en funcionamiento incluso cuando el estímulo que originalmente lo provocó ha desaparecido. Este complejo proceso funcionaría así: la primera vez que percibimos un objeto -por ejemplo, un jarrón amarillo en la casa de nuestra abuela- dispara la activación conjunta y simultánea de un grupo determinado de neuronas. Si volvemos a ver el mismo elemento, el mismo grupo de neuronas se activará, a esto se sumará una cualidad fundamental de nuestro cerebro que hace que dos neuronas que normalmente se activan juntas, aumente la probabilidad de que, al activarse una se active también la otra. Entonces ya no será necesario ver el jarrón para recordarlo. Solo con ver un color, el lugar donde estaba o una parte del mismo, será suficiente para evocar la representación completa del jarrón y la información con él asociada (el olor de la casa de nuestra abuela, su cara y hasta el sentimiento de comodidad que su casa nos provocaba).
Pensemos otro ejemplo cualquiera. Una persona está en una reunión social con su pareja y se le ocurre contar, para amenizar la charla, una anécdota personal: el relato de cómo fue la historia de amor que llevó a conocerla, las primeras conversaciones, detalles románticos y otros curiosos de ese hecho. Imaginemos también que no es la primera vez que la cuenta, ya que le resulta útil porque permite entretener al resto con un relato lleno de vicisitudes, complicaciones y azares. A todos les gusta la anécdota, de hecho aportan sobre algunas cuestiones, e incluso, hacen preguntas disparadoras. Pero cuando ya se despide y están volviendo a su casa, la pareja le comenta con sorpresa: “Lo que contaste no es exactamente lo que en verdad pasó entre nosotros”. ¿Fue así? ¿Quién tiene razón? ¿Qué es en lo que “en verdad” pasó?
Analicemos qué es la memoria y de qué tipo de memoria estamos hablando en este caso. La memoria es la capacidad para adquirir, retener, almacenar y evocar información. Existen diferentes tipos de memoria y cada una se asocia a estructuras neurales específicas. Llamamos “memoria autobiográfica” a la colección de los recuerdos de nuestra historia. Esta nos permite codificar, almacenar y recuperar sobre eventos experimentados de forma personal, con la particularidad de que, cuando opera, tenemos la sensación de estar “reviviendo” el momento. Ese componente personal le da una particularidad esencial a la memoria autobiográfica: está definida por lo episódico, es decir, podemos asignarle un tiempo y un espacio a cada una de nuestras memorias. Cuando recordamos este tipo de eventos, no solo recordamos dónde fue y con quién estábamos, también los sentimientos y las sensaciones vividas. Esto tiene sentido porque las estructuras cerebrales que están involucradas en la memoria autobiográfica alimentan a su vez circuitos neurales ligados con las emociones. Los hechos autobiográficos con fuerte carga emocional se recuerdan más detalladamente que los hechos rutinarios con baja implicancia emocional. ¿Acaso no conservamos el recuerdo de qué estábamos haciendo el 11 de septiembre de 2001 por la mañana? Y el día siguiente, ¿también lo recordamos?
Volvamos al ejemplo de la pareja y las preguntas que nos hicimos. ¿Quién de los dos recuerda “fielmente” al hecho narrado tal cual sucedió? ¿Uno o el otro? ¿Ninguno de los dos? Lo que sucede es que la forma en que recordamos un evento en particular no se trata muchas veces de una recopilación exacta de cómo sucedió originalmente, sino el modo en que lo relatamos la última vez. Y si esa última vez estábamos más contentos, seguramente hayamos cargado con esos condimentos positivos el recuerdo. Por el contrario, si nuestro ánimo era más bien negativo, el recuerdo tendrá un tinte más pesimista. La memoria, cuando se evoca, se hace inestable, frágil y permeable a nuestras emociones del presente.
Nuestros cerebros constantemente nos “traicionan”, transformando nuestra memoria. ¿Por qué? Cuando uno experimenta algo, el recuerdo es inestable durante algunas horas, hasta que se fija por la síntesis de proteínas que estabilizan las conexiones sinápticas entre neuronas. La próxima vez que el estímulo recorra esas vías cerebrales, la estabilización de las conexiones permitirá que la memoria se active. Cuando uno tiene un recuerdo almacenado en su cerebro y se expone a un estímulo que se relaciona con aquel evento, va a reactivar el recuerdo y a volverlo inestable nuevamente por un período corto de tiempo, para volver a guardarlo luego y fijarlo nuevamente en un proceso llamado “reconsolidación de la memoria”. La evidencia científica indica que cada vez que recuperamos la memoria de un hecho, ésta se hace inestable otra vez permitiendo la incorporación de nueva información. Cuando almacenamos nuevamente esta memoria como una “nueva memoria”, contiene información adicional al evento original. Muchas veces aquello que nosotros recordamos no es el acontecimiento exactamente tal como fue en realidad, sino la forma en la cual fue recordado la última vez que lo trajimos a la memoria. Esto es como un documento de Word que, al “trabajarlo” podemos incorporar y sacarle cosas y, cuando lo volvemos a guardar, se “fija” la nueva versión hasta el próximo “uso”. Cada vez que evocamos una memoria la recreamos y tenemos menos precisión del recuerdo original, por lo que podemos suponer que la memoria es el último recuerdo. Aunque suene contradictorio con el sentido común, la evidencia científica muestra que si uno tiene una memoria, cuanto más la usa, más la cambia.
Décadas de investigación científica han establecido que la consolidación de la memoria a largo plazo exige la síntesis de proteínas en los caminos neuronales de la memoria, pero nadie sabía que también hacía falta una síntesis de proteínas después de recuperar un recuerdo, lo que implica que el recuerdo también se está consolidando en ese momento. Esto resultó una excelente pista bioquímica de que al menos algunos tipos de recuerdos hay que reescribirlos neuronalmente cada vez que se recuperan.
Estas evidencias aquí expuestas abren también interesantes debates en otras áreas del conocimiento, desde las teorías sociológicas hasta la práctica jurídica. Por ejemplo, ¿cuál es la “verdad y nada más que la verdad” que jura el testigo revelar cuando recuerda algún hecho si, como fue dicho, el contexto de un nuevo lugar y tiempo, o incluso el estado de ánimo, permiten que las memorias pueden integrar nueva información?
Al recordar, nos volvemos eximios creadores, ya que las memorias se reconstruyen cuando son evocadas. Así lo refiere una de las obras cumbres de la literatura universal que lleva por título, justamente, “En busca del tiempo perdido” y fue escrita por Marcel Proust en los albores del siglo XX. El primer volumen recorre esos recuerdos de la infancia y, sobre todo, la labor creativa de recordarla. Una bella cita lo dice así: “Ya sea porque en mí se ha cegado la fe creadora, o sea porque la realidad no se forme más que en la memoria, por ello es que las flores que hoy me enseñan por vez primera no me parecen flores de verdad.”