Tal vez, como pocas, la profesión médica se ve permanentemente obligada a confrontar con continuas novedades conceptuales e innovaciones tecnológicas, antes esporádicas, luego periódicas y actualmente incesantes. Los médicos se ven hoy sometidos al vértigo de la información y el conocimiento, lo que los coloca en estado de alerta y lucha constante para mantenerse actualizados y no caer en el estancamiento intelectual. Y aunque lo verdaderamente relevante es apenas una parte, entre nosotros prevalece la creencia, o como ha escrito Borges, “la superstición de que entre cada tarde y cada mañana ocurren hechos que es una vergüenza ignorar”. Envueltos en este ritmo acelerado, llegar a entender qué proponen y qué aportan los nuevos conceptos y la nueva tecnología requiere tiempo; detener nuestro tiempo y no sólo leer sino también reflexionar para llegar por fin a construir una idea: proceso secuencial que consiste en transformar información en conocimiento y conocimientos en conceptos. Ni más ni menos.
En su libro Instantáneas: medios, ciudad y costumbres en el fin de siglo, Beatriz Sarlo nos propone, frente a la novedad, dirigir una mirada cercana para “no incurrir en la celebración general y distraerse apasionadamente en sus pormenores tecnológicos o sucumbir al desencanto porque no se conoce bien aquello que se critica”. Por el contrario, los médicos nos hemos acostumbrado a manejar conceptos sin comprenderlos del todo; ideas inacabadas como rompecabezas sin terminar del que imaginamos el todo a partir de sólo unas partes. Discutimos sobre bocetos que asumimos como productos terminados, uno a continuación del otro, en una dinámica que reclama dejar una cosa para pasar a la otra con un apuro que transforma el conocimiento en comida rápida que hay que tragar sin terminar de masticar.
En las últimas décadas, la presentación del concepto novedoso de medicina basada en la evidencia y la llegada de innovaciones tecnológicas agrupadas bajo la denominación de diagnóstico por imágenes han tenido un marcado impacto en nuestra manera de pensar y actuar médicamente, y hasta en nuestro vocabulario y modo de expresarnos. Su aparición no es casual. El mundo, a través de sus cíclicos cambios sociales, culturales y económicos, condiciona el surgimiento de nuevas corrientes de pensamiento y acción; y aunque solemos pensar la medicina como independiente de los vaivenes del mundo, al igual que ocurre con otras disciplinas, la nuestra no es en absoluto ajena a las diferentes transformaciones que vienen desde afuera. La ciencia y la medicina, a su vez, han transformado la sociedad y la cultura, medicalizándola, fenómeno mucho más reconocido que el primero.
Tal vez la humanidad, después de haber probado diferentes formas y de haber delegado sus decisiones más importantes sucesivamente a religiosos, militares, políticos y empresarios, ha dejado de confiar y tiene ahora la exigencia y la necesidad de recurrir a fórmulas “científicas” de eficacia rigurosamente comprobada. En diferentes ámbitos, y no sólo en la medicina, ha empezado a usarse el término evidencia para sintetizar la idea. Hoy, antes de avanzar, exigimos evidencias; evidencias que hemos aprendido a tomar como provisorias hasta que surjan nuevas evidencias que pondrán en duda y relativizarán las primeras.
Medicina basada en la evidencia: "Su pretensión es tratar, en todo lo que se pueda, de estandarizar las prácticas a fin de domesticar de una vez la reconocida disparidad en las decisiones médicas".
Entre nosotros el concepto de medicina basada en la evidencia ha ganado un lugar indiscutible, aunque su propuesta de rigor científico no siempre ha sido bien comprendida y es común presentarla como baluarte o sinónimo de verdad; o como argumento en contra del componente de subjetividad de la medicina como ciencia, una pretensión tan histórica como imposible, pero una necesidad y una idealización siempre presentes en el imaginario de una de las grandes corrientes de pensamiento médico científico: una medicina total o casi totalmente despojada de cualquier vestigio de subjetividad. Su pretensión es tratar, en todo lo que se pueda, de estandarizar las prácticas a fin de domesticar de una vez la reconocida disparidad en las decisiones médicas.
Asimismo, la fascinación por las imágenes es, al final de cuentas, la de nuestra cultura en general. Ver dentro del cuerpo, sin embargo, ya no es un deseo ancestral privativo del médico. Hoy son los propios pacientes quienes piden una imagen de su enfermedad. Ver la imagen de lo que les pasa les da viso de verdad, de al menos algo de realidad entre tan pocas y tan confusas palabras de sus médicos. Tal vez no sea una exageración imaginativa pensar que dentro de no mucho tiempo subirán a Facebook las imágenes de sus ecografías, tomografías, resonancias o coronariografías, y las colocarán junto a las fotos de viajes o celebraciones familiares para compartirlas con sus contactos.
Más allá de cualquier especulación teórica acerca de las condiciones que pudieran haber favorecido su aceptación e incorporación definitiva a la práctica médica y de sus aportes y retrocesos, es indudable que la introducción masiva de las imágenes en la práctica médica corriente está gestando una nueva forma de entender y atender a los pacientes, objetivo principal de la nota.
"Es importante tener la mente abierta pero no tanto como para que se te caiga el cerebro"
Richard Feynman (1918-1988).
Antes de abordar las consecuencias prácticas e intelectuales del uso no reflexivo de estudios de imágenes, rasgo preponderante de la práctica médica actual, creo necesario hacer una aclaración a fin de no desviar el eje de la discusión. Como la palabra progreso tiene una sonoridad definitivamente optimista, se hace difícil y antipático convertirla en otra de carácter dual, composición variable de avances y retrocesos en la que los primeros son inmediatos, bienvenidos y fácilmente reconocibles, mientras que los segundos son más solapados (cuando no ocultados) y se vislumbran con el correr del tiempo a medida que se van aflojando las resistencias. Al señalar esta dualidad del progreso, se corre el riesgo de ser sospechado de carecer de “una mente abierta”, faltando así al imperativo moderno de mantenerse siempre joven y de tener facilidad y buena disposición para desprenderse de objeciones y reparos, es decir, de cualquier rasgo de escepticismo adulto. A esta incondicionalidad de nuestra cultura hacia la novedad, Bertrand Russell respondería diciendo que “hay que tener la cabeza abierta, pero no tanto como para que se caiga el cerebro”. El otro riesgo más temido y más probable, sin embargo, es que una propuesta de reflexión sobre las causas y las consecuencias de una práctica habitual, definitivamente adoptada y aceptada por una mayoría, sea desde el vamos una causa perdida que no despierte más que una encogida de hombros.
Así las cosas, lo que es necesario aclarar es que, sin lugar a dudas, la introducción de tecnología diagnóstica en la medicina ha sido y será de enorme utilidad para comprender y mejorar la salud de nuestros pacientes. No existe, por lo tanto, deseo ni propuesta alguna de volver a la era de la medicina pretecnológica. Sin embargo, el pliegue estaría en que si bien muchas veces el uso de estudios de imágenes es de utilidad, otras tantas podría ser, pero decididamente no es, e inclusive llega a ser todo lo contrario.
¿Se encuentra lo que se busca y se busca lo que se sabe?
Los motivos y las motivaciones que impulsan a los médicos a pedir estudios son variados: llegar a un diagnóstico, elegir un rumbo dentro de un algoritmo o secuencia de estudios, confirmar o descartar lo sugerido por otro estudio, determinar el pronóstico o estratificar el riesgo, escoger el tratamiento más adecuado, evaluar la eficacia terapéutica, tranquilizar o complacer los deseos/exigencias de los pacientes, protegerse de eventuales demandas judiciales (la llamada “medicina defensiva”), compensar el escaso tiempo de la consulta, disimular sus propias deficiencias de conocimientos, mejorar sus ingresos o los de la institución a la que pertenecen respondiendo a sus sugerencias, etc.
Todos los elementos enunciados han contribuido en los últimos tiempos a un crecimiento exponencial en la solicitud de estudios de imágenes, fenómeno que se ha observado en todas partes del mundo. Sin embargo, si bien es cierto que se realizan más estudios en pacientes enfermos o con sospecha firme de enfermedad, el incremento notable de estudios obedece fundamentalmente a que la medicina ya no se conforma con estudiar a los enfermos, sino que ha expandido su radio de acción al estudio de pacientes con síntomas menores y a personas sanas, a quienes se considera en vías de enfermarse o preenfermos, y quienes se presume se encontrarían en las mejores condiciones para alcanzar la máxima eficacia de un tratamiento indicado de manera temprana. Es allí donde hay que buscar si se pretende combatir el excedente de estudios diagnósticos y de estudios innecesarios.
En este sentido, uno de los terrenos más fértiles para la realización de un gran número de estudios es el terreno de la prevención y estratificación de riesgos, personas que curiosamente muchas veces son sometidas a más estudios que los pacientes enfermos, quienes, en general, son más fáciles de clasificar y se definen de manera más rápida. Este hecho no es paradójico. Hoy el médico padece la necesidad de tener control sobre los acontecimientos clínicos del futuro y para compensar su lógica incapacidad para afrontar lo impredecible pide estudios, sólo que en este contexto de incertidumbre cada estudio genera nuevas incertidumbres: ¿puedo creer en el resultado o se trata de un falso positivo?, ¿tendrá algún valor pronóstico?, ¿debo indicar un tratamiento y, en tal caso, qué utilidad clínica tendrá? Interrogantes que a su vez dispararán nuevos estudios para tratar de llegar a una respuesta que muchas veces es, en el mejor de los casos, tentativa. En esta búsqueda por lograr certeza, suele cumplirse la regla: “más sano el paciente, mayor incertidumbre sobre su futuro, mayor probabilidad de que sea sometido a muchos estudios y mayor probabilidad de que sean innecesarios”.
El sobreestudio de pacientes con síntomas menores es otro rasgo de la época. Pareciera que es necesario volver a formular algunas preguntas básicas que se creían superadas: ¿toda precordialgia merece un estudio de perfusión miocárdica?, ¿toda cefalea merece una resonancia magnética?, ¿todo dolor abdominal merece una ecografía? Acotar nuestro margen de error es deseable y saludable, pero más saludable todavía es convivir con la posibilidad del error, ya que, de lo contrario, en esa búsqueda imposible e interminable lejos de evitarlos se cometerán nuevos errores. Tal vez esta conducta responda a que los médicos ya no confían en sus razonamientos o están perdiendo sus habilidades clínicas (a decir verdad, son más falibles de lo que antes se nos decía) y, por lo tanto, sientan que cada vez más deben delegar la responsabilidad de sus decisiones en el resultado de los estudios de imágenes. Rehuir de la responsabilidad personal insoslayable del acto médico es, sin embargo, un riesgo intelectual y moral grave para el médico y también una causa de la creciente pérdida del sentido y del respeto propio y ajeno hacia nuestra profesión, en última instancia, un riesgo espiritual.
¿Lo que abunda no daña?
Aunque es natural y previsible que el avance de la medicina genere progresivamente mayores costos, el impacto económico provocado por la exorbitante cantidad de estudios de imágenes que se indican todos los días está más allá de cualquier racionalidad. A pesar de ello, el dispar interés que existe en atacar el problema reside en que no repercute en todos por igual. La diferencia se aprecia mejor utilizando la ecuación costo-beneficio: todo depende de qué lado de la ecuación uno se encuentre, del lado del numerador o del denominador. Para algunos —quienes realizan estudios de imágenes y las instituciones que cobran por los estudios— es beneficio; para quienes pagan —obras sociales, prepagas— o son variable de ajuste —médicos que cobran por consulta, pacientes que pagan o a quienes se les descuenta mensualmente la cobertura médica— es costo o baja remuneración.
"Una de las consecuencias más preocupantes del uso no racional de estudios diagnósticos es el gatillo de tratamientos e intervenciones innecesarias"
Si bien es conocido que a partir de un punto determinado realizar un estudio tras otro, tras otro, tiene escaso valor y su aporte es decreciente (law of diminished return), en la práctica una de las consecuencias más preocupantes del uso no racional de estudios diagnósticos es el gatillo de tratamientos e intervenciones innecesarias (fenómeno de cascada diagnóstica y terapéutica). En la actualidad, es tendencia de los médicos encontrar siempre algún motivo para tratar, y como han asimilado cualquier anormalidad detectada a amenazas clínicas, les incomoda esperar y ver qué pasa (“wait and see”, nos enseñaban antes) y, en consecuencia, pasan rápidamente a la acción (“see and don’t wait to treat”, sería ahora el mensaje). La abundancia de estudios diagnósticos es, sin dudas, una de las causas más importantes del exceso de tratamientos e intervenciones que observamos todos los días.
El riesgo oncogénico por exposición repetida a radiación ionizante y el costo emocional para el paciente provocado por los falsos positivos y los incidentalomas son otros ejemplos de situaciones que podrían minimizarse con el uso reflexivo de estudios de imágenes.
¿Una imagen puede más que mil palabras?
Probablemente, detrás de tantos pedidos de estudios, subyace una carencia de palabras, un silencio por lo no preguntado, lo no escuchado, lo no explicado. Desde hace un tiempo, los pacientes intentan compensar nuestra escasez buscando una segunda opinión, ya no de otro médico, sino interconsultando internet, lo que de todas formas no libera al médico de la tarea, porque finalmente debe dar una explicación cuando el paciente regresa con lo “investigado”.
El sometimiento médico a las imágenes es un ejemplo de avance tecnológico con retroceso intelectual, lo cual está lejos de ser una buena combinación. Desde siempre se nos ha enseñado que no debemos tratar enfermedades, sino enfermos; hoy pediríamos al menos no tratar imágenes, sino enfermedades.
Las condiciones de trabajo actuales no son las mejores y las excusas están al alcance de la mano; no debiéramos, sin embargo, apurarnos a abrazar la resignación. Demanda un esfuerzo extra que no siempre estamos dispuestos a realizar, pero es urgente que no perdamos lo más valioso que tenemos para que en nuestras decisiones médicas vuelvan a ser claramente visibles los rastros de inteligencia.
Dr. Rubén Mayer
Medico Cardiólogo (UBA), ex-jefe de resiendetes del Sanatorio Guemes, Ex docente de la carrera de médico especialista en cardiología (UBA), Investigador del Grupo GESICA en los Estudios GESICA II, III y DIAL