“Lado B”, por Celina Abud

Barbijos: ¿qué chances tiene Occidente de incorporarlos en la era post COVID?

Se puede pensar que quitárselo será una liberación. Pero también podríamos adaptarnos con el tiempo, ya que además de esta, surgirán otras pandemias. Un análisis del tapabocas, más allá de lo clínico.

Autor/a: Celina Abud

La pandemia de Covid-19 nos obligó a reinventar nuestros hábitos y a incorporar un accesorio hoy indispensable: el barbijo, que en un principio la OMS solo recomendaba para uso médico pero que  con el tiempo se reconoció como herramienta importante frente a la propagación del SARS-CoV-2. Utilizado en Oriente desde hace siglos, las poblaciones de Occidente debieron adaptarse al empleo de esta prenda, pero a la vez esta prenda debió adaptarse a las necesidades de los usuarios, no sólo en materia de comodidad –con alambre nasal para que no se empañen los anteojos o con elásticos ajustables– sino también en cuestiones de diseño, en sus versiones ´de fiesta’, en colores divertidos o del combinable negro.

La incertidumbre sobre cuánto tiempo durará la pandemia y, en muchos países, la obligatoriedad del uso de mascarillas, llevó a que aquel primer tapabocas casero sin costuras, realizado con remeras, bandas elásticas y rollos de cocina, quedara en el olvido por no ajustarse a nuestro rostro. Si se hiciera una broma evolutiva, se diría que fue víctima de la “selección natural”. Pero también ese tiempo más prologado del que ansiábamos llevó a que ciertas prácticas y negocios se adaptaran a la mascarilla y la emplearan a su favor. En ortodoncia, por ejemplo, se alienta a la colocación de brackets, incluso los metálicos económicos, “total hay barbijo para rato”.  Las líneas de dermocosmética resaltaron qué productos de su cartera son apropiados para el “maskne” y si hablamos de ropa, este año se pudo ver cómo el lila, color que durante años estuvo prácticamente en desuso, se puso de moda. ¿Tendrán algo que ver ya famosos “barbijos del Conicet”, que incluso en la cuenta de twitter de la Universidad de San Martín llegaron a ser catalogados como “las nuevas (mochilas) Jansport”?

Estas líneas podrían parecer graciosas, pero pensemos en si realmente, cuando tengamos la opción, vamos en verdad a quitarnos el barbijo como quien se quita un grillete o si lo vamos a incorporar como un “yo extendido”,  concepto del sociólogo estadounidense Charles Horton Cooley para nombrar “la elección de objetos imbuidos de alguna cualidad o prestigio que pueden ser percibidos por los otros como un atributo nuestro como individuos”.  Algo que hace a la reputación, la imagen social y el “espejo del yo”.

Recordemos ese video en un colegio de Israel en el que, tras el avance de la vacunación, se les avisaba a los niños que ya podían quitarse el tapabocas. Eufóricos, le dieron a ese acto el valor simbólico de la liberación, hasta que llegó la variante Delta y la obligación de dar marcha atrás. Así, la carga pesada de la máscara volvió a sentirse, más allá de los materiales livianos.  ¿Por cuánto tiempo más deberá llevarse? Cómo saberlo. Lo que sí tenemos en claro es que habrá más variantes del SARS-CoV-2 y en el futuro, nuevas pandemias. Con este panorama, ¿tendremos tiempos para adaptarnos por completo a las mascarillas e incluso resignificarlas? ¿Nos arrancaremos el barbijo ni bien alguna autoridad le de algún descanso a nuestra percepción de riesgo o la adoptaremos como un recurso protector en un mundo que por la contaminación, el cambio climático y la ganadería intensiva se volvió un ambiente propicio para la  aparición de nuevas zoonosis? ¿Hasta cuándo se podrá negar que todo comportamiento que se sostiene en el tiempo tiene una utilidad, más allá de nuestras opiniones personales?

“No solo es una práctica colectiva desinteresada, sino un ritual autoprotector del riesgo”

Pensemos un poco en Oriente, en donde las mascarillas se utilizan desde mucho tiempo antes que la pandemia. Una de las razones es meramente adaptativa. Por ejemplo, en Beijing –capital de China– pocas veces se ve el cielo azul por el nivel de contaminación generada por los combustibles fósiles, al punto de traspasar ventanas. Incluso el escupir, acto devenido en costumbre, tiene origen en la bronquitis crónica de la población. En Hong Kong hacen de esta necesidad de protección un accesorio, por ejemplo con mascarillas estampadas de Hello Kitty, mientras que en Japón, el uso de barbjios “no solo es una práctica colectiva desinteresada, sino un ritual autoprotector del riesgo”. Así lo explicó a la BBC Mitsuro Horii, profesor de Sociología de la Universidad de Shumei, en Japón. “Cuando alguien está enfermo, por respeto al otro, usa el tapabocas para evitar contagiar a los demás”, señaló el catedrático, quien asumió que probablemente se instalaron en la llamada gripe española al principio del siglo XX. Sin embargo, la población lo asumió como parte de su folclore, lo que vino bien con la irrupción del SARS en 2003 y la explosión de la central de Fukushima en 2011.

En el mismo artículo el profesor de historia japonesa de la Universidad de Georgetown, George Sand, sostuvo que “existe una falsa creencia de que los japoneses adoptaron esta medida porque sus gobiernos son autoritarios (…), pero no es así, lo hicieron porque confiaban en la ciencia”, precisamente en la recomendación científica dicha en un país que estaba en un proceso de industrialización, como la adaptación a un mundo moderno”.  Y agregó que en el nuevo milenio, las mascarillas en Japón se volvieron omnipresentes, no tanto por directivas estatales sino por lo que se conoce como “estrategia de afrontamiento”, que abarca los recursos externos e internos que usa una persona para adaptarse a un entorno que lo estresa.

Lo cierto es que más allá de su utilidad práctica, en el libro La mascarilla en tiempos de Covid se postula que la máscara COVID es rica en significado simbólico y es simultáneamente un dispositivo médico, social y multisensorial. De acuerdo con el meta análisis de sus autores, el barbijo “se ha vuelto una forma de significar la individualidad, el sentido del estilo y las creencias del usuario o su postura ética en relación con la necesidad de proteger la propia salud y la salud de los demás”. Algo similar al concepto del “yo extendido” de Cooley, que data de 1902.

Llevemos esta afirmación a la realidad en Argentina y de otros países, en donde el uso del tapabocas cobró tintes de toma de posición (en los casos más extremos, binaria o de política partidaria): el “yo me cuido y cuido a otros” versus el “no pueden obligarme”. Un retazo de tela, por más nanopartículas de plata que tenga incorporadas, no puede llegar por sí solo a esta pugna, sino que son las valencias que cada persona o grupo le otorga a esa prenda lo que entra en juego.

Con relación a la normalización del barbijo, los autores de este libro agregan: “Aunque la entrada de las máscaras COVID en nuestras vidas fue abrupta, los procesos más lentos mediante los cuales llegamos a conocer y sentirnos cómodos con los objetos que están más íntimamente cerca de nuestro cuerpo están comenzando a emerger en nuestra relación en desarrollo con las máscaras faciales. Sin embargo, para algunas personas, el uso de la máscara nunca puede resultar familiar o aceptado debido a una discapacidad, angustia o simplemente a la sensación de que la máscara no se ‘siente bien´ en su rostro”.

En síntesis plantean la posibilidad de que se incorporen. Algo que podría suceder en mayor medida si las autoridades plantearan “incentivos” para su uso, traducido en beneficios concretos. Antecedentes no faltaron: EE. UU. hizo lo mismo con las vacunas (hubo bares en que ofrecieron cerveza gratis a los inmunizados). Además, evidencias sobran para demostrar la utilidad del tapabocas. Cuando por ejemplo, la actual ministra de Salud de Argentina Carla Vizzotti  había dicho en junio de 2020 que  “cualquier resfrío que tengamos este invierno es coronavirus hasta que se demuestre lo contrario”, hablaba de que con aislamiento, el distanciamiento y el uso de mascarillas, había bajado la incidencia de otras enfermedades estacionales frecuentes.

Ahora, supongamos que por ejemplo en Latinoamérica se acepte la incorporación de la mascarilla a largo plazo como se aceptan las vacunas. Si eso pasara, las mascarillas podrían ser también, como los agentes inoculantes, “víctimas de su propio éxito”, al bajar en la población general la percepción de riesgo (con períodos de intermitencia uso-no uso comparables a las reducciones en las coberturas de inmunización).

Más allá de que se incorpore o se niegue el uso de la mascarilla, sin dudas ella dejará marcas en nuestro rostro, y no hablo de las del elástico sino en nuestras expresiones. Por ejemplo el “smizing” (sonreír con los ojos), porque las expresiones faciales que involucran a la boca son mucho más difíciles de interpretar cuando se las tapa. O en el volumen de nuestra voz, tras exigir más a la garganta para que el sonido traspase el tamiz.

Desde otro aspecto, las argentinas Silvina González y Greta Winckler plantearon en su trabajo “Entre el ocultamiento y la exhibición: el barbijo en la disputa por el rostro” que el barbijo podría ahora formar parte de una disputa que viene de larga data por la soberanía del rostro. Citan al filósofo Byung-Chul Han, que destaca que en Europa hay una conexión entre la construcción del individualismo occidental con “llevar la cara descubierta”, mientras que en su Corea Natal, el uso del barbijo no resultó escandalizador ni ridículo en sociedades donde la rostrocidad se construyó de forma distinta a la occidental. También citaron al antropólogo Marcel Mauss, quien ya tempranamente (1938) planteaba que la máscara, podría hacer a lapersona social” (al esconder la singularidad como individuos), ya que fija expresiones posibles de compartir con un colectivo. Así, “la máscara no sería solamente un ocultamiento sino también la posibilidad de comunicación (incluso en rebeldía)”. ¿Algo parecido a la toma de posición actual?

Por último, y más allá de la utilidad clínica, ¿podrá convertirse el barbijo en una herramienta adoptada para recuperar cierta privacidad en un contexto en que la tecnología de reconocimiento facial no sólo se emplean entre Estados sino también en las redes sociales de uso doméstico? Es decir, en un contexto hiper tecnológico, ¿el barbijo “opresor” colaborará para que nos sintamos más libres?


Referencias

  1. One Health (una sola salud) o cómo lograr a la vez una salud óptima para las personas, los animales y nuestro planeta. https://www.isglobal.org/healthisglobal/-/custom-blog-portlet/one-health-una-sola-salud-o-como-lograr-a-la-vez-una-salud-optima-para-las-personas-los-animales-y-nuestro-planeta
  2. En Beijing, la contaminación penetra dentro de los hogares. https://www.clarin.com/arq/urbano/beijing-contaminaci-penetra-dentro-hogares_0_BklaR_AUg.html
  3. Prevención del coronavirus: por qué en algunos países la gente usa mascarillas en público y en otros no. Por Tessa Wong. https://www.bbc.com/mundo/noticias-52701699
  4. Coronavirus: por qué los japoneses utilizaban mascarillas mucho antes de la aparición del covid-19. Por Alejandro Millán Valencia. https://www.bbc.com/mundo/noticias-53398040
  5. Lupton, Deborah, et al. The facemask in Covid times, Berlin/Boston: De Gruyter, 2021
  6. González, Silvina y Winckler, Greta. Entre el ocultamiento y la exhibición: el barbijo en la disputa por el rostro. Artefacto Visual, Vol. 5, N°9, Octubre 2020.

La autora: Celina Abud es periodista de Ciencia y Salud del staff de IntraMed.