Nadie estaba preparado para la irrupción del coronavirus y los cambios de la noche a la mañana del mundo tal cual lo conocíamos. A medida que llegaban las noticias, tratábamos de encontrar la manera de mantenernos a salvo, siempre con la incertidumbre que lo teñía todo porque no se veía (y aún no se ve), cuando será el fin de la pandemia. Mientras esperábamos la llegada de una vacuna, recibíamos las noticias de la comunidad científica que trabajó contrarreloj para encontrar respuestas. De a poco, el trabajo de los investigadores se fue convirtiendo en un tema de dominio público y muchos se familiarizaron con las palabras “ensayos clínicos” o “fase III”. Todo mientras cambiaban las recomendaciones sobre el uso de mascarillas. Las respuestas, tan demandadas, “mutaban” a medida que se conocía más sobre el SARS-Cov-2. Y no siempre lo que los investigadores o las autoridades sanitarias tenían para decir gustaba, más cuando había un confinamiento de por medio. Este fenómeno, con la angustia del no saber, desató agresiones a los encargados de transmitir las novedades del virus. Hablando mal y pronto, no faltó quienes se tomaron su tiempo para “matar al mensajero”.
Un reciente artículo publicado en la revista Nature llamado “’I hope you die’: how the COVID pandemic unleashed atack on scientists” (‘Espero que mueras: como la pandemia de COVID desató ataques a científicos) recopiló testimonios de docenas de investigadores que habían recibido tanto de manera online, como telefónica y en algunos casos presencial, amenazas de muerte, de violencia física y de hasta abuso sexual”. Esto ocurría cuando elevaban el perfil y cuando comunicaban de forma masiva la propagación de la enfermedad generada por el virus SARS-COV-2.
Según una encuesta realizada por esa misma publicación sobre más de 300 científicos que dieron entrevistas a los medios sobre COVID-19 –o bien hablaban sobre la pandemia en las redes sociales– sufrieron algún tipo de hostigamiento, por lo general online. En el extremo, el 15% recibió amenazas de muerte, pero también ataques a su credibilidad (cerca del 60%) y amenazas de violencia física y sexual (22%). Incluso seis científicos declararon haber recibido ataques físicos concretos.
Personas con un alto perfil tuvieron que tomar medidas frente a las amenazas. Es el caso del doctor Anthony Fauci, director de los NIH de EE. UU., al que le fueron asignados guardaespaldas luego de que su familia recibiera amenazas de muerte. Otros expertos, como la médica Krutika Kuppalli tuvo que cambiar de trabajo (y de país) tras comunicar sobre la pandemia: dejó Estados Unidos para trabajar en la Organización Mundial de la Salud, con sede en Ginebra, Suiza. Otro de los que recibió hostigamiento por mail con mensajes fuertes como “Espero que te mueras” o “Si te tuviera cerca te dispararía” fue el epidemiólogo australiano Gideon Meyerowitz Katz, tras escribir públicamente sobre vacunas.
El ataque de trolls o las amenazas a investigadores por redes sociales no es algo nuevo: tópicos como el cambio climático y la eficacia de las vacunas solían despertar la ira de determinados grupos. Pero incluso los científicos que siempre tuvieron un alto perfil reconocieron a Nature que el hostigamiento ligado a la COVID-19 fue inédito.
“Comunicar la incertidumbre, decir lo que se sabe, pero también admitir lo que no se sabe”
Muchos de los ataques tienen que ver con lo que se dice y sus cambios porque el conocimiento sobre este virus varía de forma tan dinámica que sorprende hasta a los mismos científicos. Pero también porque no hubo (de forma universal) quién explique en palabras claras al ciudadano promedio que así es como funciona la ciencia, que los debates y los desacuerdos (como el cambio de posición sobre el uso de mascarillas o de la forma más predominante de la transmisión del virus, por ejemplo), siempre se dieron en conferencias cerradas y hoy se dan ante el gran público. Entonces se produce la falsa impresión de que la ciencia es arbitraria o que simplemente los investigadores “inventan”. Según planteó en diferentes conferencias la periodista científica Nora Bär, tanto ellas como sus colegas se vieron en el desafío de tener que “comunicar la incertidumbre, decir lo que se sabe, pero también admitir lo que no se sabe” y que incluso, con la pandemia, la práctica en sí misma tuvo múltiples desafíos y cambios, ya que “se incrementó el volumen de información, con un ritmo de vértigo”.
“Antes para tomar una noticia, los periodistas especializados solo le dábamos entidad a los estudios publicados en revistas científicas con revisión de pares, pero con la urgencia de información y la explosión de repositorios de preprints, los medios comenzaron a tomar estos trabajos como fuente, y hasta incluso los comunicados de empresas que hablan de los avances para hacerle frente a la pandemia”, siguió Bär. En la misma línea, la periodista Apoorva Mandavillo reconoció en un artículo en The New York Times que los investigadores, los funcionarios de salud pública y los periodistas acostumbrados a la naturaleza mutable de la ciencia se vieron sorprendidos con el fenómeno pandémico. Los cambios llevan a la actualización constante y al chequeo continuo. De hecho, por la llamada “infodemia” en la que proliferan las llamadas “fake news”, cada vez aparecen más grupos multidisciplinarios que hacen fast-cheking.
Sin embargo, muchos de los ataques de trolls no son hacia lo que se dice sino hacia quiénes lo dicen. La historiadora Heidi Tworek, de la Universidad de British Columbia en Vancouver, Canadá, indicó a Nature que “si sos una mujer, una persona de color o pertenecés a un grupo marginado, el ataque probablemente incluya una de tus características personales”. Además, no faltó durante la pandemia quienes asociaron la evidencia científica (o la falta de ella) a postulados políticos. Es lo que pasó con la microbióloga brasileña devenida en comunicadora de la ciencia Natalia Pasternak, quien recibió ataques tras negar la eficacia de la hidroxicloroquina, medicamento que demostró carecer de beneficios pero que fue defendido desde siempre por el gobierno del presidente Jair Bolsonaro. O bien al australiano Meyerowitz Katz, quien además de amenazas de muerte tras hablar de vacunas, recibió mensajes con apasionadas defensas hacia la ivermectina.
Un punto débil del cual los trolls suelen aferrarse a la hora de atacar son aquellos momentos en los que a los científicos les piden opinión sobre temas que no dominan. Por eso, desde Nature recomendaron a los expertos que están expuestos a la mirada pública que eviten adentrarse en temas por fuera de su expertise, para evitar tergiversaciones y ataques. Esta idea, también fue planteada en diferentes libros, como Meaning and Relevance, de Deidre Wilson y Dan Sperber, que expresan que “los expertos de pensamiento son notablemente eficientes en su dominio específico de competencia, pero sobre temas que no pertenecen a su dominio propio, su desempeño puede ser pobre o resultar en ‘ilusiones cognitivas’”.
“Si algo desafía nuestras creencias buscamos formas de neutralizarlo o asimilarlo deformado”.
Pero más allá del qué, el quién o las declaraciones fuera del área de expertise, “lo que sangra”, como decía aquella clásica canción de Soda Stereo es la incertidumbre. Y lo que agota es que la pandemia nos haya obligado a aprender a la fuerza a vivir de otra manera. El doctor Daniel Flichtentrei planteó en un curso brindado para IntraMed que “para aprender, el mecanismo predictivo –la explicación más plausible de nuestro cerebro sobre lo que está sucediendo en cada momento– debe atenuarse, es decir, nuestra codificación predictiva rígida es un obstáculo para aprender”. Y el escenario actual marcado por lo imprevisible que nos obligó a “desaprender” lo incorporado en tiempo récord fue un constante desafío, para muchos casi imposible de aceptar.
En otros apuntes para el mismo medio, Flichtentrei continua: “La razón humana está sesgada y es perezosa: sesgada porque busca constantemente razones que confirmen el punto de vista del razonador y perezosa porque hace poco esfuerzo para evaluar la calidad de los argumentos que produce”- Por ende, “cuando encontramos argumentos que nos dan la razón activamos nuestro circuito de recompensa (descarga de dopamina)” y “sentimos pánico de perder esa recompensa tan placentera que nos da la certeza”. Entonces, “si algo desafía nuestras creencias buscamos formas de neutralizarlo o asimilarlo deformado”.
Cuando se trata de creencias, nosotros mismos somos la fuente y hay pocas razones para suponer que sería ventajoso aplicar una mayor vigilancia hacia la fuente cuando la fuente somos nosotros mismos. Porque, según dice Flichtentrei, “la verificación de la propia coherencia no es un procedimiento simple, ni agradable, ni barato”. Por ello, cuando un científico, un médico, un funcionario público o un periodista especializado dice algo que nos obliga a realizar en nosotros mismos una vigilancia epistémica, corremos el riesgo de que su mensaje valioso pueda ser rechazado.
Los comunicadores – dígase científicos, periodistas o autoridades sanitarias– están bajo la vigilancia de su audiencia, que es costosa. Esta revisión constante se ejerce los comunicadores deshonestos pero también los honestos. Un comunicador honesto puede estar ansioso por comunicar información relevante, pero puede no ser suficiente autoridad a los ojos de su interlocutor para que él lo acepte. Y si bien la argumentación ayuda a superar los límites de la desconfianza, no siempre es fácil. Ejemplos sobran: por ejemplo el de comunicar sobre la eficacia de las vacunas a grupos que las rechazan.
Cuando existe un contexto que predispone al ataque hacia quienes comunican la pandemia por múltiples factores (incertidumbre, el qué y el quién), se corre el riesgo de que muchos investigadores se llamen al silencio o piensen dos veces antes de irrumpir en los medios. La doctora Helen Jenkins, experta en enfermedades infecciosas de la Universidad de Boston, dijo en declaraciones en The New York Times: “Hay algunas personas cuya confianza supera su conocimiento y no les preocupa decir cosas que están mal. Y hay otras que probablemente tienen todo el conocimiento, pero se quedan calladas porque tienen miedo de dar información, lo cual es también una pena”.
Más allá de los ataques, el lado positivo fue el esfuerzo de los científicos de adentrarse en la comunicación pública durante la crisis de Covid. Algunos métodos que se proponen desde Nature para frenar los embates (más allá de bloquear y borrar) es que los investigadores se capaciten en el manejo mediático y sobre qué esperar de los trolls, además de pedir ayuda institucional a sus empleadores si fueron hostigados. Dos conductas que podrían paliar los efectos de quien quiere “matar al mensajero”. Con esto no se pretende evitar los embates, sino aplicar la reducción de daños, en un nuevo escenario que sin duda, necesita de este enfoque.
Referencias
• Nogrady, Bianca, ´I hope you die’: how the COVID pandemic unleashed attacks on scientists Nature, 2021, Oct 13.
• Mandavilli, Apoorva. Los consejos sobre la covid cambian… Porque así funciona la ciencia –The New York Times, Aug 24.
• Flichtentrei, Daniel. ¿Qué es la codificación predictiva cerebral? , IntraMed, 2021, Feb 27-
• Wilson, Deidre y Sperber, Dan. Meaning and Relevance , Cambridge, 2012
• Bär, Nora. Webinar del grupo #ConfíaLA sobre Infodemia, 2021, Jul 13.