Por Ricardo Coler
Nace una niña. Con la cabeza, el tronco y las extremidades no hay inconvenientes, pero, al querer terminar de describirla, aparece la primera discusión. No es tan importante saber qué tiene o si hay algo que le falta: lo notable es que al cuerpo de una mujer hay que completarlo con palabras.
¿Qué significa esto? Que las formas no son, de por sí, ni tan eficaces ni tan contundentes. La gente habla, piensa, opina y esas capacidades son tan estructurales como tener un cuerpo. ¿Por qué será que nos aferraremos tanto a la anatomía si justamente el lenguaje, el pensamiento y la opinión son los que, por naturaleza, nos diferencian de los animales?
Como esto intranquiliza, hay que tener templanza para evitar la visita de las dos parejas que siempre están dispuestas a darnos una visión rápida de todo lo que ocurre sobre la faz de la Tierra. Me refiero al bien y al mal y a lo sano y lo enfermo.
Si el sujeto en cuestión nació con órganos masculinos, por alguna razón debe ser, y está muy mal oponerse a esa razón. Además, todo órgano cumple una función y es enfermizo no atenderla. Como si el cerebro no fuera un órgano.
La verdad es que un poco de miedo da. Aceptamos que para todo hay un motivo y, aunque ese motivo no sea claro, como viene de arriba, mejor hacer buena letra. La moral y la ciencia parten del supuesto de que todo tiene que coincidir. A cualquier precio, pero coincidir.
Si el cuerpo que nos ha tocado en suerte es el cuerpo de una mujer, está muy bien y es muy saludable comportarse como una de ellas. Cumplir con lo que toda mujer debe. Fantástico. Por fin la entrada al paraíso parece algo simple. El problema se presenta cuando, en esta época, queriendo hacer lo correcto, tratamos de averiguar qué es ser y comportarse como una mujer. ¿Será ser madre? Muchas mujeres ni siquiera lo pretenden. ¿Qué te gusten los hombres? La extensa lista de varones con igual inclinación les quita la exclusividad. ¿Ocuparse de la casa? Si además trabajan, no parece muy justo. Como nada de esto alcanza y la referencia que nos da el cuerpo de la mujer es una hendidura, un vacío, un espacio, mientras tratamos de saber si en verdad ahí hay algo o no hay nada, la pregunta pica y, acuciante, exige una respuesta. Como en tantos otros órdenes de la vida, cuando no hay certeza se arman debates, se definen corrientes y se escriben artículos, en este caso sobre género. Cuando intentamos definir lo femenino la entrada al paraíso, que antes parecía libre y gratuita, ahora resulta que tiene patovicas en la puerta. Y la dama, sin nada para mostrar, necesita convencerlos para que, llegado el momento, le franqueen la entrada. A un patovica, justo.
Hablar sobre género es, básicamente, hablar sobre la mujer. Ellas son las que nos obligan al replanteo. Entre mi tatarabuelo y yo hay muchísimas menos diferencias en la manera de pensar, en lo que nos entusiasma, nos indigna o nos calma que entre la tatarabuela de una mujer de mi generación y ella misma. Ahí sí que hubo cambios. Si desactivamos el pensamiento de lo que debería ser y miramos un poco lo que es, siempre habrá otro mundo que se abre.
Que coincida el cuerpo con la identidad sexual es lo que tendría que ser y, de hecho, es lo que es. Al menos, en la mayoría de los casos. Pero no en todos. Cuando no coincide, está mal o es enfermo. Esto implica que no sólo alguien se guarda la patente de lo que es bueno y sano, sino que además arrasa con el lugar, tan particular, que cada uno adopta. En ese punto, moral y ciencia se dan la mano.
Pero ocurre que también está la gente, y a la gente le gusta tomar posiciones. Y frente a algo tan enigmático como la identidad sexual, desde tiempos inmemorables, las personas resisten a las reglas.
Una mujer puede, por momentos, pensar como un hombre para averiguar, desde allí, lo que a los hombres les gusta de las mujeres. Un varón puede creer que es una mujer porque ellas lo comprenden bastante mejor que sus congéneres. El también sabe que hay cosas que los hombres no entienden. Una mujer puede recurrir a la lógica más implacable, como lo hacen los varones, y un hombre puede sentir que eso no alcanza y que el hecho de que dos más dos dé cuatro no le sirve ni le importa. Y tiene razón, aunque no tenga forma de explicarlo.
Con las familias ocurre algo similar. Repetimos hasta el cansancio que la familia está formada por el padre, la madre y los hijos. Eso es lo normal, lo que llamamos el orden natural de las cosas. Lo que tendría que ser. Pero para armar una familia no hay que olvidarse de que hace falta una pareja. Y como nadie quiere privarse de nada, vamos en busca de alguien que nos enamore y nos entienda. No contentos con eso, queremos, además, que sea compañera, desee un hogar y esté dispuesta a compartir la economía. ¿Demasiado pedir? No importa: ya no podemos parar. Ahora queremos también, con esa misma persona, una sexualidad plena y un deseo vivo. Y, por favor, que salga acompañado con la garantía de que sea para siempre.
Así contada, tanta pretensión parece graciosa.
Que el amor coincida con la pareja es un deseo relativamente nuevo en la historia de la humanidad. Que la pareja sea el inicio de la familia, aunque mayoritaria, no es la única manera que los humanos eligen. En las comunidades donde un marido tiene muchas mujeres o una mujer muchos maridos, la institución familiar suele ser seria y sumamente conservadora. La violencia, el sometimiento y la degradación de algunos de sus miembros no pasa, de ninguna manera, por el régimen que eligieron para relacionarse. La gente se las arregla perfectamente para que pueda haber maltrato, así tengan treinta años de matrimonio o sean miembros de una tribu que, por tradición, están casados con todos los miembros de otra. Por suerte con los buenos momentos pasa lo mismo.
Si a la sexualidad no la define la anatomía, si la posición femenina o masculina depende de la cultura en la que se nace, del lugar que construimos o de la suerte que tengamos, ¿no será que el género es más genérico de lo que parece?
Algo que me llamó muchísimo la atención en la sociedad matriarcal, un punto de la Tierra donde son ellas las que tienen absolutamente todo el poder, es que la mujer, a la hora de la cena, sirve al hombre. No deja ni que se levante a buscar un plato. Mucho menos a lavarlo. Para que quede claro: esa misma mujer es la única que puede tener bienes a su nombre. Lleva el apellido de su madre y no es sólo que gane más dinero que un hombre: sólo ella puede manejar el dinero. Durante el día, le deja las orejas coloradas a los varones de tanto gritarles y los tiene a todos de aquí para allá con los mandados. Pero, a la noche, esa misma mujer pone la mesa, sirve la comida y se inclina para llenar las copas. Cuando ella quiere, con vino; cuando ella quiere, con agua.
El autor es director de la revista La mujer de mi vida y ha publicado recientemente el libro El reino de las mujeres (Editorial Planeta).