Un irónico número de "Lamujerdemivida"

¿Por qué odiamos a los psicoanalistas?

Un número dedicado compleja a la experiencia de no ser psicoanalista.

EDITORIAL 
 
Por Ricardo Coler
 
Entiendo que el psicoanálisis lacaniano es una de las teorías más novedosas y potentes de la época. En esta revista tiene un lugar fijo. Somos Lacan-friendly. Pero que nadie crea que es fácil. En una reunión basta con citar a Lacan para que se desboquen los ánimos y todo se malogre. Es tal el fastidio, que el que se siente lacaniano disimula y trata de que no se le note.

Me llama la atención que escritores y periodistas, sociólogos y egresados de Letras, apenas oyen decir "Lacan" se ponen colorados, se les hinchan las venas del cuello y se vuelven agresivos. Estuve averiguando razones, quería que me expliquen. No tuve suerte. A esta altura es una cuestión visceral, sienten que los están gozando.

¿Cómo se llega a ser anti-lacaniano sin saber nada de Lacan? Escuchando hablar a un lacaniano. Así de fácil. ¿Es la única manera? Claro que no. También existe la posibilidad de leer lo que escriben.

Hay algo muy preciado en la enseñanza de Lacan. Suficiente para agrupar a gente estudiosa, dedicada y fiel alrededor de ella. Opinan, y creo que es cierto, que es uno de los pensamientos que mejor describe la condición humana. De acuerdo. Ahora sería de buen gusto que lo compartan.

Los psicoanalistas lacanianos tienen opinión sobre la familia, el amor, la pareja, la mujer, la cultura, la sociedad, las universidades, el capitalismo y el comunismo. Sin embargo, a pesar de la seriedad con la que encaran los temas, nadie sabe bien qué es lo que piensan. Lo más sencillo sería preguntarles. Pero es inútil. Tienen un estilo: responden sin contestar. Hablan sin que se les entienda. Y lo que puede dar resultado dentro del consultorio, en otro contexto, resulta chocante.

Si el psicoanálisis es sólo una práctica clínica, una técnica de tratamiento, no hay nada para decir y menos para reclamar. Pero cuando la medicina entendió que la epilepsia no se curaba con exorcismos, además de tratar a los pacientes, le aclaró a todo el mundo que no eran demonios los que sacudían el cuerpo. Lo dijo fácil, sin fórmulas químicas ni descripciones biológicas. Había encontrado una forma de comunicarse. Era imposible subsistir de otra manera.

El aporte del psicoanálisis lacaniano a la cultura es escaso, los freudianos fueron mucho más generosos. Por eso sabemos de la existencia del inconsciente. Contaron de qué se trataba sin que parezca traición ni secreto.

Es extraño que los que están tan entrenados para escuchar no estén dispuestos a oír. Porque si fuera cierto que en los medios culturales existe malestar con los psicoanalistas lacanianos cabría una pregunta. ¿Alcanza con tener razón? Creo que no. Por supuesto que no. También hay que ser razonable.

 
POR QUÉ ODIAMOS A LOS PSICOANALISTAS
EL MALESTAR LACANIANO 
 
Por Ivonne Bordelois
 
La jerga oscura de los lacanianos puede llevar a despertar el enojo y el rechazo. Lo mismo ocurre con algunos conceptos básicos de su discurso. Quejas y justificativos de un malestar permanente.

Si Freud pudo hablar de malestar en la cultura, ¿podríamos preguntarnos por el malestar en el psicoanálisis? Borges dijo que las palabras eran el hecho fundamental de nuestra vida; el psicoanálisis nos trae la buena noticia de la palabra como medio de restauración y de cura. Esto ocurre en especial con el lacanismo, que considera que el lenguaje es lo que nos constituye. Pero precisamente ciertas expresiones del psicoanálisis lacaniano parecen alejar a los que quisieran compartir sus riquezas. Y no estoy sola en esta opinión: un lingüista como Georges Mounin comenta "el inextricable embrollo del vocabulario lacaniano".

Ocurre que las teorías no son sólo universos científicos: son también lenguajes que, más allá de su originalidad o verdad, nos atraen por su estética, por el impacto intelectual o emocional que nos transmiten. Si oigo hablar de "pulsión de muerte", hay algo que me interesa y me intriga; si oigo hablar del "objeto a minúscula", se me aparece una estantería de objetos alambicados e incomprensibles que me irritan por su pretensión y su ridiculez; irrefrenablemente me provocan, por contradicción, la teoría del sujeto Z mayúscula (o sea, el Zujeto).

De un modo distinto, me irrita la afirmación "la mujer no existe", que por muchas explicaciones con que se la recubra, resulta sospechosa en tiempos todavía patriarcales. Tampoco estoy sola en esta opinión, que Julia Kristeva comparte, en su estudio sobre Melanie Klein, al hablar del "falocentrismo" lacaniano. Cuando un discípulo de Lacan me dice, por ejemplo: "...la femineidad es el nombre que designa las figuras de la encarnación del límite de lo imposible, el instante de la muerte como tránsito intransitable entre vivos y muertos, momento sin duda misterioso y no sólo enigmático, momento que sólo secundariamente es fálico, ya que el falo lo orienta pero no lo causa..." no sé si se me sugiere que como mujer soy imbancable, o bien que estoy muerta, o soy espiritista, o que me influye el misterio de mi lamentable carencia de falo. Obviamente, nada de esto me ayuda ni creo que ayude a nadie a comprender mejor la condición femenina. Esta mezcla de gelatina mental e impenetrabilidad me resulta, lo confieso, exasperante.

Errores habituales

En el acercamiento al lenguaje de los lacanianos, hay cierto descuido y soberbia que también irritan, sobre todo teniendo en cuenta que Lacan dice que la lingüística tiene que estar al servicio del psicoanálisis. Si tan central es el papel de la llamada lalangue, ¿por qué cuesta tanto consultar un diccionario antes de dar rienda suelta a las aventuradas etimologías con que se trata de deslumbrarnos? Tomemos el desdichado caso de la palabra "adicto", que se descompone en a-dictum, según algunos. Esto significaría que el a-dicto está imposibilitado de palabra (el prefijo a- se interpreta de modo negativo, como en a-moral). Pero la verdad, como suele ocurrir, es más compleja e interesante. Adictum (de ad-iectum) significa, en latín, aquél que por causa de deudas queda adherido a su acreedor, que lo puede explotar como esclavo hasta que se haya satisfecho la deuda. Personalmente, no estoy tan segura de que sea decisivo en los adictos el problema del lenguaje: escritores como Michaux o Poe produjeron algunas de sus mejores obras bajo la influencia de la droga. Y me parece digna de explorar, además, la interpretación de la adicción como una dependencia forzada por una deuda contraída previamente.

De un modo más general, a veces asoma entre los lacanianos una idea inadecuada acerca de cómo los lingüistas estudian el cambio en las palabras. Es falso, por ejemplo, lo que afirma Fages: "La diferencia entre Lacan y el lingüista es que proceden desde datos diferentes: el lingüista opera con significados institucionalizados, socialmente estructurados; la idea de una fuga, de un deslizamiento de significados no le es pertinente; el psicoanalista persigue en la profundidad del inconsciente un significado sujeto a incesantes variaciones individuales". Al etimólogo le interesa crucialmente el "deslizamiento" o transformación de significados, a veces oscurecedor, a veces iluminante, siempre fascinante y sorprendente. Cuando se sabe que la felación, el pezón, la fecundidad, la hembra y la felicidad son todos desprendimientos de una misma raíz indoeuropea, hay allí algo para sentarse a reflexionar que los psicoanalistas –no sólo los lacanianos- se empeñan en ignorar.

Me complace la brillantez y profundidad de Lacan cuando dice que el deseo no es deseo del otro, sino deseo del deseo del otro; o cuando celebra el modo misterioso de representar manzanas que tiene Cézanne. Los análisis poéticos de nuestros escritores lacanianos –Sergio Zabalza, Claudia Lorenzetti– me iluminan y me regocijan. Pero cuando el lacanismo se vuelve esa "jerga de vehemente oscuridad" que critica Steiner, no puedo menos de lamentar su insistencia y persistencia en las crecientes tinieblas exteriores.

POR QUÉ ODIAMOS A LOS PSICOANALISTAS
EL ODIO Y OTRAS PASIONES DEL YO 
 
Por Germán García
 
"Digo y repito porque lo único que no se repite es la repetición misma". Razones que necesitan ser recordadas para que el lugar del analista sea entendido.

De alegre soledad dulces despojos. Quevedo

Yo pido un análisis y lo que me retorna es ello, algo impersonal en lo que no quiero reconocerme puesto que yo fui quien lo rechazó.

Algunos terapeutas, piadosos, ofrecen la primera persona del plural: nosotros. Pero cobijarse en ese nosotros no dura demasiado, ya que si somos nosotros los que hacemos el trabajo, por qué usted cobra y (una vez más) yo pago. Es que esa asimetría se establece por ello que, según Sigmund Freud, realiza sus mandatos a través del superyó.

Si yo ofrezco mi amor se me exige un saber que no tengo y que, al parecer, habla cuando yo hablo. Porque yo no sólo tengo la pasión del amor sino que padezco de esa otra pasión que es la ignorancia: no quiero saber nada. Y en especial, nada de nada. Y cuando, al fin, creo saber, algún sueño –ese vector inesperado de la palabra– viene a decir que ignoro ese goce que al fin es revelado y velado por el jeroglífico visual que intento relatar de la mejor manera. No, mejor relatarlo de cualquier manera. Incluso, no hace falta que yo relate nada y hasta puedo olvidar.

¿Qué hago yo con ese amor rechazado, con esa ignorancia que sabe y ese saber que ignoro? ¿Qué hago con ese goce que no me causa placer? Yo tengo otra pasión, el odio. Puedo odiar a quien se encuentra sentado en el infierno y al parecer no se quema.

A repetición

Yo digo y repito porque lo único que no se repite es la repetición misma; algo así fue dicho por alguien que sabía de estos asuntos. No soy yo.

Yo junto mis tres pasiones: el amor, el odio y la ignorancia. ¿Y qué hago? No puedo escribir un tango, ya están todos escritos. Podría escribir una novela de amor, en particular con un varón derrotado por los enigmas de la existencia de una mujer; caería bien entre tantas lectoras que gozarían de ese espectáculo. Yo no soy escritor, tampoco soy un budista zen que haría de las tres pasiones el nudo de un deseo ilusorio que tendría que extinguir.

Yo digo lo anterior y muchas cosas más. Incluso digo que odio a mi analista, quien estará seguro de que se trata de transferencia negativa porque tiene el psicoanálisis para tramar tanto sus respuestas como sus silencios.

Yo hablo de lo que estudio y deslizo que no sólo se trata de individuos (es evidente, exclama). Ahí afuera se lucha (por supuesto) y se acabó la sesión.

Yo puedo decir que no se trata del pasado y ser invitado a decir algo sobre el presente, el futuro o la eternidad. Qué más puedo esperar. Espere lo que desea. Yo diría que no basta. Así es.

Yo, los otros
Yo lo cuento a otros que me sugieren que cambie de analista, que algunos te orientan y te contienen como el tonel contenía a Diógenes.

No tienen el mal gusto de despedirte a mitad de una frase, exclamar cosas que no se sabe a qué de lo que uno dice responden. Hay analistas que se ocupan de sus pacientes con verdadera paciencia. Que no aplican teorías, que son humanos.

Yo respondo que algunas veces, no siempre, algo me orienta y cuando me angustio la calma de otro –que no es indiferencia– me calma. Yo me callo porque ello (s) parecen preguntar de qué me quejo.

El odio apunta al ser del otro, a ese semblante (perdón por la palabra) que se sustrae a la verdadera comunicación, que mantiene una vacilación calculada, que se sostiene en el malentendido, que una palabra cualquiera le parece preciosa y otro día no se interesa por ninguna de ellas. Lo que se dice ahora se entiende después. Yo quiero sacarle algo, nada que ver con la sabiduría porque sus opiniones no van a cambiar mi vida. Con las contingencias del pasado y un poco de libertad presente, inventar un futuro necesario. Muy bonito.

Yo, alguna vez, lloro lágrimas que valen oro pero no es un argumento.

No es que sólo se trate de ello porque yo dejo de asustarme de la angustia y algunas veces cambio la culpa por la vergüenza, es decir, tengo otras pasiones que me sacan de la espera.

Una salida que es dos

Dejar de esperar, andar sin pensamientos; como dice un tango que yo gustaba escuchar antaño, cuando andaba con pensamientos. Yo pensar, nada habita ese infinitivo y nadie piensa ahí.

Yo me analicé dos veces: la primera entre 1968 y 1973; la segunda entre 1982 y 1991. Fueron dos análisis muy diferentes, con dos analistas también muy diferentes. Yo era el mismo, pero no tenía las mismas inquietudes.

Por cada uno de esos analistas los respeto y creo entender que es porque respeto la experiencia realizada.

Más allá de los atolladeros del amor, el odio y la ignorancia se puede vislumbrar que yo es otro –como escribió un poeta–; que la intimidad es exterior; que alguien puede orientar hacia una salida, pero que sólo se puede salir si uno camina. Es un hecho simple que tiene sus alegrías, aunque uno sea incurable.  
 

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