Ya es habitual que conozcamos por la información periodística innumerables casos que plantean como conflicto central diversos aspectos relacionados con el fin de la vida y donde siempre la muerte está vinculada con acciones que la provocan o la permiten.
Hay tres cuestiones que conviene precisar. En primer término lo más importante es saber que la difusión pública de los casos es sólo la expresión mínima de una situación cotidiana que ya está instalada desde hace décadas en la sociedad.
En segundo lugar hay un importante reconocimiento que debe tenerse claro y es que se trata de un problema de toda la sociedad y no de la medicina.
Finalmente, no es bueno creer que la solución se encontrará, en cada país, con la más refinada técnica legislativa o la mejor decisión judicial.
La discusión de cómo vivir y cómo morir se instaló para siempre y con extensión creciente en la segunda mitad del siglo XX por el reconocimiento del ejercicio pleno de la autonomía de los pacientes para decidir sobre sus vidas y en medio de una época signada por el progreso tecnocientífico de la medicina.
En el ejercicio del nuevo derecho apareció la calidad de vida por delante de la cantidad de días o años por vivir y el dato biográfico de la persona deberá prevalecer por sobre el número biológico que registra la ciencia. En la creación inconsciente e insensible del mantenimiento de una vida biológica en situaciones clínicas claramente irreversibles la medicina deberá recordar que su meta no es evitar la muerte, sino ayudar al buen vivir y al buen morir.
Pero aquí el imperativo tecnocientífico que domina a la sociedad promueve un agravamiento de la producción de esta situación clínica y un aumento en el ejercicio de este nuevo derecho. El imperativo de hacer todo lo posible no encuentra límites y nos lleva a una medicina de medios y no de fines.
La medicina lo ofrece y la sociedad lo compra porque muchas veces es instada a ejercer la elección en virtud de una autonomía equivocada que es víctima y consecuencia de la progresiva ausencia de una decisión médica indispensable.
Y así las cosas el paciente puede ejercer libremente un rechazo al tratamiento cuando su conciencia se lo permite y negarse a ser sometido a nuevas acciones médicas aunque con tal decisión pueda efectivamente perder la vida.
Pero cuando no puede ejercer su autonomía porque la ha perdido por la naturaleza de enfermedad o por las acciones sucesivas que se han emprendido para salvarlo (estados vegetativos o irreversibles), no se puede invocar el ejercicio de aquello que se ha perdido.
La vida es sagrada para todos, mas allá de la creencia religiosa, aunque sólo sea por el milagro de vivirla. Lo sagrado de la vida de un hombre sólo puede ser determinado por ese mismo hombre, según lo que Dworkin ha llamado sus intereses críticos. En estos casos el sentido de su vida estaría dado por la elección de su propia muerte. Sería razonable que si no pudiera hacerlo y no lo hubiera dispuesto antes, lo hicieran por él quienes mejor conocieran su persona y sus valores.
La vida será siendo sagrada, pero su comienzo y su final han sido invadidos por la técnica que los hombres han creado en nombre del progreso y que ahora tenemos que administrar.
* Dr. Carlos Gherardi, autor de "Morir y vivr en Terapia Intensiva"