Los médicos conocen mejor que nadie la frecuencia y trascendencia de sus propios errores; los pacientes los sufren, hacen sus cábalas y, cada vez más, los denuncian. Pero, ¿cuántos tienen consecuencias fatales? Un polémico estudio del BMJ ha estimado que en EE UU se producen cada año más de 250.000 fallos mortales. Si el error médico estuviera considerado como una causa de muerte, sería la tercera en magnitud, solo por detrás de las enfermedades del corazón y los cánceres. En una encuesta del portal médico Medpage Today, más de la mitad (53%) de los participantes considera estos datos verosímiles. Sin embargo, esta muestra de autocrítica, inusual en otras profesiones, choca con la enorme dificultad de definir y medir los errores médicos y, sobre todo, de deslindar las equivocaciones de las negligencias, y los fallos humanos del despiadado azar.
La causa de la muerte de una persona no siempre está clara, pero en cualquier caso el error médico no es una causa oficial de fallecimiento. En los certificados de defunción, tal y como recomienda la OMS, se distingue entre causas inmediatas, intermedias y fundamentales, siguiendo una secuencia natural y retrospectiva desde el fallecimiento hasta la aparición de la enfermedad o lesión que desencadenó la muerte; el abanico de causas se ciñe a la Clasificación Internacional de Enfermedades (ICD), utilizada en 117 países y disponible en 43 lenguas. También se hace constar si hay indicios de muerte violenta y si esta ha sido consecuencia de un accidente de tráfico o laboral. Ciertamente se podría incluir además una casilla para el error médico, pero antes habría que definirlo claramente y distinguir los errores de acción de los de omisión, los de ejecución de los de planificación, los atribuibles al personal y al material, los prevenibles de los imprevisibles, los sistémicos de los puntuales, entre otros muchos.
Reducir al máximo estos errores es un aspecto más de la obligación médica de no hacer daño. Pero muchos son inevitables. “La mitad de lo que enseñamos es falso y la otra mitad es cierto”, decía a sus alumnos el decano de la Facultad de Medicina de Harvard Charles S. Burwell. “El problema es que nos sabemos cuál es cada mitad”. Si esto es así y, además, las pruebas científicas tardan una década en llegar a la práctica médica, ¿cómo pueden saber los médicos que están haciendo lo correcto? Muchas de las prácticas usuales durante un tiempo han resultado ser auténticos desastres, y no hace falta remontarse a los tiempos de las sanguijuelas. Las opiniones médicas no son el producto de una ecuación, sino decisiones tomadas a partir de las pruebas científicas, siempre probabilísticas y provisionales, y de las circunstancias y preferencias de cada paciente. Todas las intervenciones médicas tienen sus riesgos y las cosas pueden salir mal por múltiples factores, pero no siempre es posible hablar de equivocaciones y mucho menos medirlas.
La taxonomía del error humano es compleja y delicada. ¿Cómo distinguir un fallo humano cuando se rompe un aneurisma en una operación? ¿Qué y quién ha fallado cuando se hace un diagnóstico demasiado tarde? ¿Habría también que considerar las equivocaciones del paciente en la gestión de su salud? Detrás de cada muerte prematura siempre podría identificarse algún fallo humano inmediato, intermedio o fundamental. El estudio de los errores ayuda a mejorar la atención sanitaria, y por eso surgen estos debates en una profesión ejemplar en su autocrítica y deontología. Pero ahondar en el conocimiento del error no debería hacernos perder de vista lo azaroso de la vida y del ejercicio médico. Errar es humano en el doble sentido de equivocarse y de tomar un camino u otro por puro azar.
Gonzalo Casino
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Columna patrocinada por IntraMed y la Fundación Dr. Antonio Esteve (España)