La distinción entre enfermedades transmisibles y no transmisibles (en inglés se habla de communicable y non comunicable diseases) explica muchas cosas y resulta clave para diseñar las estrategias de control y prevención. Aunque la separación no es nítida, en un lado están las enfermedades contagiosas o infecciosas, que suelen ser agudas, y en el otro, las no contagiosas, que tienden a ser crónicas. Estas últimas son ya responsables del 71% de la mortalidad prematura a nivel global, y su importancia va en aumento conforme se van controlando las infecciones. Los cuatro grupos principales de enfermedades no transmisibles son las cardiovasculares, las respiratorias, el cáncer y la diabetes, y en ellas se concentran las principales estrategias de prevención, orientadas mayormente a cambiar el estilo de vida. En 2013, la OMS planteó el objetivo global 25 x 25 para reducir la mortalidad prematura por enfermedades no transmisibles el 25% en 2025, poniendo el foco en siete factores de riesgo:
- consumo de alcohol
- inactividad física
- tabaquismo
- hipertensión arterial
- ingesta de sal
- diabetes
- obesidad
Muchos epidemiólogos echaron en falta en esta iniciativa un octavo factor de riesgo, la pobreza. En el debate sobre su ausencia pueden invocarse consideraciones ideológicas y de otra índole, pero no las científicas, pues la pobreza es sin duda uno de los principales determinantes sociales de la salud y un factor de riesgo equiparable a los otros siete, como muestra un reciente estudio.
La pobreza acorta la vida de las personas incluso más que la obesidad, el consumo elevado de alcohol y la hipertensión
La pobreza acorta la vida y perjudica gravemente la salud, pero la cuestión es determinar hasta qué punto la precariedad socioeconómica se relaciona con los otros siete factores de riesgo y vale la pena incluir la pobreza en las estrategias preventivas. El estudio publicado por The Lancet en el numero del 25 de marzo y online unas semanas antes confirma que el efecto de la precariedad socioeconómica sobre la mortalidad prematura es comparable al de los otros seis factores analizados (los siete de la OMS excepto la ingesta de sal). Este metaanálisis, que analiza los datos de 1.751.479 personas durante una media de 13 años, revela que la pobreza acorta la vida de las personas incluso más que la obesidad, el consumo elevado de alcohol y la hipertensión, aunque no tanto como el tabaquismo, la diabetes y el sedentarismo. Aunque muchos de los factores de riesgo relacionados con las enfermedades crónicas están interconectados y es difícil establecer su contribución aislada, la pobreza resulta ser un determinante clave de la mortalidad prematura. El nivel socioeconómico empeora algunos de estos factores y a la vez se ve empeorado por ellos, en una suerte de círculo vicioso. Además, como escriben los autores, el hallazgo de que el estatus socioeconómico se asocia con la mortalidad prematura de forma independiente de los demás factores de riesgo sugiere que debería ser incluido en el objetivo 25 x 25 .
La ausencia de la pobreza en esta iniciativa de la OMS suscrita por los estados miembros parece indicar que las circunstancias socioeconómicas no se consideran un factor de riesgo modificable. Desde luego, excede las posibilidades de los médicos y del conjunto del personal sanitario que trabaja por la prevención de las enfermedades no transmisibles. Pero eso no quiere decir que deba estar ausente de la agenda oficial de las agencias de salud internacionales y de los Gobiernos. La gran mayoría de los determinantes de la salud son sociales, y la reducción de la desigualdad es una vía directa e indirecta para reducir la mortalidad prematura causada por las enfermedades crónicas y mejorar así la salud de la población y su esperanza de vida, como confirma el estudio de The Lancet. Y esto no es ideología. Está científicamente comprobado.
Columna patrocinada por IntraMed y la Fundación Dr. Antonio Esteve (España)