La absolución en un juicio por estafa o asesinato, pongamos por caso, nos viene a decir que no se ha probado que los acusados hayan cometido el delito. Esta falta de pruebas no prueba que no hayan cometido la estafa o el asesinato, simplemente indica que no se ha podido probar, lo cual es muy diferente. Considerar que una afirmación es verdadera porque no hay pruebas en contra es una falacia que se denomina llamada a la ignorancia o argumento ad ignoratiam, aludiendo a que se argumenta desde la ignorancia (la falta de pruebas) en vez de desde el conocimiento. La medicina, tan exigente ella con las pruebas o evidencias y con los procedimientos probatorios, es un terreno fértil para esta falacia y también para otra manera de pensar equivocada: considerar que si un tratamiento médico se usa de forma habitual es porque su eficacia está probada (científicamente, por supuesto).
La cruda realidad es que muchos de los tratamientos médicos tienen una efectividad real desconocida, pues no ha sido probada (en ensayos clínicos de calidad, se entiende). Y, sin embargo, se siguen utilizando. Aunque no hay una contabilidad pública de todas las intervenciones de salud y las respectivas evidencias sobre su efectividad, es un secreto a voces que faltan pruebas sobre los efectos de muchas de ellas. En un ya clásico análisis sobre los beneficios y riesgos de 3.000 tratamientos evaluados en ensayos clínicos, publicado hace más de una década en la revista Clinical Evidence del grupo BMJ, se mostraba que la mitad de ellos tenía una efectividad desconocida. Del restante 50%, el 3% probablemente no eran efectivos o eran perjudiciales, el 5% era improbable que fueran beneficiosos, el 7% tenían un balance equilibrado entre beneficios y riesgos, el 24% eran probablemente beneficiosos y el 11% eran beneficiosos. Aunque la revista dejó de publicarse en 2016, la figura adjunta que recoge estos resultados es tan impactante que todavía sigue dando pie a comentarios y es fácil localizarla en internet.
Estos 3.000 tratamientos no fueron seleccionados por Clinical Evidence entre los más utilizados y tampoco ofrecen una panorámica completa de todos los disponibles. Es posible, además, que en los años transcurridos desde este análisis las cosas hayan mejorado. Pero, en cualquier caso, la rotundidad de los datos revela hasta qué punto se usan tratamientos que no han sido suficientemente estudiados en ensayos clínicos de calidad, o bien que han sido estudiados y los resultados no han sido publicados, y por tanto los datos disponibles pueden ofrecer una imagen distorsionada. Lo que viene a revelar esta abrumadora falta de pruebas es no solo la envergadura de la tarea de la investigación clínica, sino también las limitaciones y carencias de este tipo de investigación.
La ausencia de evidencia no es evidencia de ausencia
Pero no hay que engañarse. La ausencia de evidencia no es evidencia de ausencia, como dice un aforismo que circula en medicina desde hace décadas, y que ha dado título al menos a los artículos de Phil Alderson en 2004 y de Douglas Altman y Martin Bland en 1995. Ciertamente, no es fácil conseguir respuestas de alto grado de certeza a las preguntas sobre intervenciones de salud, sobre todo cuando las investigaciones no se llevan a cabo con los diseños adecuados y rezuman sesgos por los cuatro costados. En los casos en que el efecto de un tratamiento es muy grande, no hace falta estudiar a muchos pacientes para detectarlo, pero cuando el tamaño del efecto es pequeño las cosas se complican. Asegurar que un tratamiento no funciona (evidencia de ausencia de eficacia) es científicamente complicado y arriesgado, pues lo habitual es que, simplemente, no haya pruebas de que sea eficaz.
El autor: Gonzalo Casino es licenciado y doctor en Medicina. Trabaja como investigador y profesor de periodismo científico en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona.