Dra. María del Carmen Vidal y Benito

Empatía como condición humana

Un fenómeno imprescindible en la relación médico paciente abordado en un nuevo y apasionante libro.

Autor/a: Por María del Carmen Vidal y Benito

La capacidad de darnos cuenta de que el ser que está frente a nosotros, es un ser humano tal como nosotros lo somos, diferente en cuerpo y modo de ser, en historia y consciencia,  pero al mismo tiempo, tan similar a nosotros mismos,  es un tema que ha interesado a los filósofos desde siempre.

Si el hombre es un ser consciente, entonces la  capacidad de aprehender o de experienciar  la consciencia ajena, será la manera de llegar al entendimiento de la humanidad de nuestro interlocutor, y por lo tanto, será  la Empatía la actitud afectiva propia de la especie humana, (y según lo que algunos sostienen también de otras especies animales), que permite darse cuenta de que el otro,  es un otro como yo.

Si consideramos que este saber sobre el otro,  es la base para la posibilidad de vivir en grupos sociales, podemos decir entonces, que la Empatía, además de ser un medio importante en la interrelación humana, sustenta una de las características básicas de nuestra especie como es la gregariedad.

Alteridad es una palabra de origen latino,”alter”, que significa el otro entre dos términos.

Puede considerarse un sinónimo de otredad. Ambas se traducen al inglés como “otherness” y ambos términos significan “el otro que no soy yo”.

Ajenidad, se traduce como “strangeness” en lengua inglesa, sinónimo de extranjeridad.

Lo ajeno, es lo que pertenece al otro, lo que no me pertenece a mí, lo que es del otro.

El ajeno es un otro al que se  entiende como un extraño, de distinta nación o profesión o como los griegos veían a los no-griegos, como bárbaros,  o también como diverso, por ser de distinta naturaleza.

Todos los ajenos son otros pero no todos los otros son ajenos.

La experiencia social de la ajenidad debe diferenciarse de la de la otredad.

Esta última es considerada una experiencia universal, ya que en todo grupo social  constituído  por diferentes personas, existe un “uno mismo” y  “un otro” o “unos otros”.

Algunos autores dedicados a la sociología, plantean que solo es posible hablar de la ajenidad cuando el otro es percibido como irritante y perturbador y que frente a esta situación que genera molestia y alteración,  la tendencia general es realizar alguna acción orientada a que desaparezca dicha molestia, lo que generalmente termina en acciones discriminatorias hacia el otro diferente-ajeno.

Pero el hecho de que en el mundo actual, más interconectado, sea tan frecuente la existencia de estos seres que nos irritan porque son extraños, ajenos, también conduce a lo que podría ser llamado la universalización del extraño.

Los ajenos, cuando son habituales en nuestra vida cotidiana, motivan que  la reacción de molestia o perturbación deje de  aparecer y en este caso, se habla de invisibilidad, pero esto no es indicador de asimilación, es decir de conversión del  ajeno a un  otro como la mayoría; tampoco es indicador de aceptación por parte de la sociedad de su ajenidad, sino más bien implica una especie de acostumbramiento al  extraño y a sus particularidades, un modo de indiferencia,  lo que induce a pensar en que dicho problema no existe, no se ve , es invisible o que es “normal” y en ese caso se habla de naturalización.

Erving Goffman  denomina a este tipo de conductas sociales, por medio de las cuales, el habitante de las ciudades en la actualidad, evita fijarse en los otros con los que se cruza,  como “inatención civil”, mientras que otro autor, Allan Silver, las llama “benevolencia de rutina”, definiéndolas, no como una acción activa y consciente de aceptación de parte del que se encuentra con el extraño, sino simplemente como un acto formal, casi automático, vaciado de contenido personalizado.

En algunas situaciones sociales, tratar al extraño como si no estuviera, como si fuera transparente, evitando encontrarse con él, mirarlo a los ojos cuando se le habla, etc.  es otra de las formas de negación social de su existencia como un otro par.

Otro de los modos de ignorar al ajeno, aunque más sutil y menos evidente,  consiste en atribuirles características y valores, que en realidad pueden o no serles propios, pero que están relacionados a nuestro interés o conveniencia.

Todas estas formas hacen sentir solas y aisladas a las personas a las cuales se dirigen.

Michel Foucault, (1926-1984), plantea que en la sociedad humana lo Otro, es lo que es extraño pero al mismo tiempo, es interno a la cultura misma, está dentro de ella  y  sostiene que  la historia de la locura sería entonces  la historia de lo Otro, que hay que eliminar para reducir el peligro que representa en el orden de las cosas, pero aislando y encerrando a “los locos”, como una forma de naturalización, atenuando así su alteridad.

Sostiene que la historia social de lo Mismo, como opuesto a lo Otro, es la historia del orden social, y en ese marco, la Enfermedad es el desorden, la alteridad representada ya no en los comportamientos sociales sino en el cuerpo mismo,  sin dejar de ser un proceso natural con sus reglas propias.

Foucault propone lo que llama un análisis arqueológico de la mirada médica para entender  las características del accionar médico en el proceso salud-enfermedad.

Por lo tanto:
Si  la Empatía es un fenómeno al servicio de la interrelación de los hombres y sus subjetividades, y esto es claramente entendible al pensar en nuestros congéneres como otros:

¿Qué nos ocurre cuando el que está frente a nosotros es un otro-ajeno?,

• Es decir cuando es diferente pero  de un modo particular, ya que todos los seres humanos somos diferentes los unos de los otros.

• Cuando sus acciones, pensamientos y sentimientos son ininteligibles para nosotros y este no entendimiento nos alarma.

• Cuando  es extraño en su forma de presentarse,  un extranjero perteneciente a un mundo con hábitos y normas que no conocemos, hablante de un idioma que no comprendemos.

• Cuando es un vagabundo que vive en la calle.

• Cuando es un psicótico con ideas extravagantes e incomprensibles, o cuando se presenta agresivo y desconfiado, o un perverso, con conductas que nos repugnan.

•  Cuando el otro tiene discapacidades físicas importantes que dificultan la comunicación como cuando es ciego, sordo o ambas cosas o cuando presenta trastornos cerebrales.
 etc, etc., etc.

Pero si bien es cierto que para el habitante de las ciudades modernas, el encuentro con los ajenos, ha generado las actitudes que hemos visto, de rechazo, de pseudo aceptación, de naturalización; para un importante número de Profesionales de la Salud, las cosas son diferentes, ya que esos ajenos con los que los ciudadanos urbanos se cruzan en la calle, son los pacientes de los centros de salud de los barrios más carenciados de las ciudades y finalmente son los pacientes que atendemos independientemente de nuestro lugar de trabajo.

Son los pacientes a los que asistimos todos los días.

Pero entonces:

¿Qué es lo que sentimos cuando nosotros, los profesionales de la salud, nos encontramos frente a un otro-ajeno?

Todos sabemos qué es lo que se espera de nosotros.

Todos sabemos lo que un buen profesional “debe sentir”.

Pero es importante que tengamos una clara consciencia, de que a pesar de nuestra convicción personal acerca de la igualdad de los seres humanos, frente al extraño, el raro, el extravagante, el marginal, el loco, el agresivo, el descalificador, el que nos resulta ininteligible, es decir frente al ajeno, es difícil sentir, pensar y comportarse “como se debe”.

También debemos reflexionar acerca de que para muchos de estos otros-ajenos que nos consultan, nosotros somos los otros-ajenos, que nos regimos por normas y costumbres diferentes y extrañas, con actitudes que no saben cómo valorar, utilizando un habla que difícilmente comprenden.

Finalmente y como conclusión, resulta evidente que  es de gran importancia que reflexionemos acerca de estos temas, que no los neguemos, no con actitud complaciente hacia nosotros mismos, pero sí, con consciencia de nuestra propia emocionalidad para poder modificar, controlar, regular, nuestra actitud y poder cumplir con el objetivo de nuestra profesión sin perder nuestra propia coherencia interna.



LA EMPATIA EN LA CONSULTA

La estudiante de medicina y José "el boliviano"

Cuando estaba en sexto año de Medicina, pude conseguir ingresar a un Servicio de Guardia. Tocaba el cielo con las manos.

 


En aquella época, ya no teníamos técnica quirúrgica como materia en la Carrera de Medicina de la UBA y se habían prohibido las guardias para los estudiantes, en los  hospitales de la ciudad de Buenos Aires.

Hasta el 4° año de la Carrera,  no teníamos oportunidad de tomar contacto con pacientes.

Todo lo aprendido, fuera del laboratorio de las materias como Química o Física o de la mesa de Morgagni de Anatomía, había sido puramente teórico.

Ya en la Unidad Hospitalaria, no realizábamos prácticas, salvo las historias clínicas, que era uno de los objetivos pedagógicos centrales de la Unidad en la que yo cursaba, además del examen físico de los pacientes.

Por supuesto que no existía en aquella época, el Internado Rotatorio o Práctica Final Obligatoria, ni las pasantías rurales, ni las prácticas de consultorio de APS.

Cuando comencé a cursar el 6° y último año, como todos mis compañeros, estaba ansiosa por conseguir que alguien nos permitiera estar en una guardia para aprender lo que no sabía de la parte práctica, ya que no había realizado ni siquiera los procedimientos más sencillos.

Finalmente lo conseguí,  y un compañero de cursada hizo que me aceptaran en la Asistencia Pública, que funcionaba en la calle Esmeralda 66, en pleno centro de la ciudad, de esto hace más de 40 años.

Me autorizaron a estar en la guardia de 8 de la mañana a 20hs, una vez por semana. Mi compañero, como era varón, podía quedarse a la noche. Yo era la única mujer.

El edificio viejo, mal mantenido y no demasiado limpio, funcionaba como un servicio de consultas de urgencia.

Llegar allí el día que me tocaba, era para mí como acceder al Olimpo.

Una  “caba de las de antes”, con mucha experiencia, me enseñó  todo lo que ella sabía sobre dar inyecciones, realizar la toilette de las heridas, desgusanarlas, vendarlas,  poner enemas y bañar y despiojar vagabundos alcohólicos, que en esa época no se llamaban “sin techo”, pero que no eran escasos en el centro de la ciudad, especialmente durante la noche.

Los médicos que eran casi todos cirujanos del Rawson, ante mis deseos de aprender, además del hecho de que era una estudiante muy buena, se dedicaron también a enseñarme con mucha  disposición, a realizar suturas, canalizaciones, vendajes e inmovilizaciones.

Por otra parte muy pronto se dieron cuenta de mi gusto por conversar con los pacientes y de mi capacidad de escucha y comprensión, que sí me habían enseñado en la unidad hospitalaria en la que cursé los últimos tres años de la carrera, los psiquiatras y psicólogos del servicio de Psicopatología.

Por esta razón y porque en general “no les gustaba perder tiempo”, comenzaron a delegarme los pacientes con dificultades sociales o psiquiátricas para que yo los viera.

Lo que aprendí durante ese año, los casos que ví, las experiencias y situaciones que atravesé, constituyen un anecdotario que durante años me ha sido muy útil en la docencia de grado y también en la de posgrado.

Encuentro con José “el boliviano”

El día al cual me voy a referir, comenzó cuando la ambulancia nos trajo un paciente varón herido de bala en una pierna: “es un boliviano” dijo el médico de la ambulancia al entrarlo a la Asistencia.

Los cirujanos lo atendieron rápidamente porque estaba sangrando mucho. La bala había entrado por la cara anterior del muslo y había salido por detrás. Lograron detener la hemorragia y me pidieron que hiciera la historia y el informe en el libro de guardia,  mientras esperábamos el traslado a un hospital de alta complejidad.

José era un hombre de 42 años.
Pequeño, delgado, la piel marrón, los ojos muy negros y brillantes, la nariz aguileña, los dientes mal cuidados. Tenía las manos y los pies pequeños y delicados.

Contestaba escuetamente lo que le preguntaba, no hablaba espontáneamente y cerraba todas sus frases con un amable “doctorita”.

Había habido una pelea, en el lugar en el que vivía con sus hermanos y según él, lo había impactado una bala perdida.

Su mujer e hijos estaban en Bolivia, su país natal.

Se mostraba muy respetuoso, sin signos de dolor alguno. Mientras conversábamos, observé que su muñeca izquierda presentaba una deformación típica de las fracturas de Puteau Colles,

Le pregunté si le dolía, me dijo “no doctorita”.

Pensé que los analgésicos le impedían sentir el dolor, porque tampoco le molestaba la herida de bala.

Lo ví  pequeño y oscuro en la camilla. Solo.  Nadie lo había acompañado.

El policía de consigna estaba en la puerta de la sala, vigilándolo con “cara de pocos amigos”. Me dio pena y solícitamente decidí inmovilizarle la fractura del brazo,  mientras esperábamos la ambulancia, pensando que con el traslado y las calles de Buenos Aires, le podría doler.

Y así lo hice. Tal como me habían enseñado, primero le expliqué lo que haría y para qué. El asintió con la cabeza.

Improvisé una férula con un cartón y vendas logrando una muy buena inmovilización, debo decir que con bastante esfuerzo.

La ambulancia se lo llevó al poco tiempo y él se despidió con un “muchas gracias doctorita”.

Me sentí buena.
 
Me sentí contenta de mí misma.

Había cuidado al paciente.

Cuando llegué a la guardia la semana siguiente me enteré entre las bromas de mis compañeros, que la fractura de José que yo había inmovilizado tan dedicadamente, tenía diez años de antigüedad!!!!!  y que en el hospital que lo recibió se rieron mucho de mí.

Encuentro con José “el boliviano”: Reflexiones

Al principio me sentí avergonzada.

Es importante que al tratar a un paciente el profesional de la salud sea amable y contenedor, que escuche empáticamente y que esté imbuído por la convicción de lo biopsicosocial.

Pero todo ello debe ser acompañado, por los conocimientos disciplinares necesarios para cumplir con la tarea.

En este caso, había que realizar el examen físico del paciente, además de simpatizar con él y acompañarlo.

Yo era una muy buena alumna, pero cometí un error muy básico, no realicé el examen físico, solo miré la fractura, sin tocarla siquiera. Esto me avergonzaba.

Pero al tiempo comencé a pensar:
¿por qué José no me dijo nada cuando le expliqué lo que estaba haciendo? 
¿no quiso contrariarme por miedo?
¿qué representaba yo para él, para que me permitiera hacer algo que a esta altura era absurdo?

José y yo pertenecíamos a mundos culturales muy  diferentes.
José se mostraba amable, pero imperturbable.
No me fue posible empatizar con él.
Eramos dos otros-ajenos que se escuchaban, pero no se entendían, que se miraban, pero que no se veían.

Pero José no parecía sufrir, ni estar triste.
Nunca me dijo que se sentía solo.
Yo lo compadecía simpáticamente.
Yo sentía pena porque lo veía solo.

Frente a lo que es extraño, ajeno, no inteligible, en lugar de molestia sentí la soledad en la que él me dejaba a mí y se la atribuí a él mismo.

No me dí cuenta que yo  estaba fuera de su mundo, pero sí sentí el aislamiento en el que él, me dejaba.

Pero yo lo  ví  a él tan solo….

Pero tampoco protestó, ni discutió mi decisión.

Es probable que se mostrara sumiso y obediente para no generar irritación, sobre todo considerando que la mirada del policía no era amigable y no lo abandonaba ni por un instante.

Quizás no discutió mi decisión porque me atribuyó el lugar del saber y frente a esto, aceptaba sin preguntar, sin cuestionar. Se sometía a la decisión del médico.

Pero ya fuera por una o por otra razón, el resultado era el mismo: no había habido diálogo, colaboración, relación interpersonal.

Y yo me quedé afuera, aislada, sola

Y yo terminé sintiendo que el solo era él y quise ayudarlo en algo.

Ese algo, como era lógico,  considerando que no era producto de un intercambio y de una verdadera interrelación, era inútil para él y no le servía.

Nunca lo volví a ver
Nunca supe nada de él.
Pero he utilizado la historia de José durante años con los alumnos cuando hablamos de la relación médico paciente.

Referencias:

Este artículo está basado en “La Empatía en la Consulta” de María del Carmen Vidal y Benito. En prensa. Editorial POLEMOS. Buenos Aires. Argentina. 2012.

*Dra. María del Carmen Vidal y Benito especialista en Salud Mental, Magister en Educación Médica. Fac de Medicina. Universidad Nacional de Tucumán. 2010, Especialista en Psicología Médica. UBA- 1979, Especialista en Psiquiatría. MSP. (Ministerio de Salud Pública)- 1991, Integrante del Registro de Expertos en Psicooncología y en Psiquiatría de la CONEAU, Evaluadora de Proyectos UBACYT 2010-2012. Grupos en Formación. Designada por la Comisión Asesora de Ciencias Sociales-UBA , Jefa del Sector Psiquiatría de Enlace e Interconsulta del  Departamento de Psiquiatría del CEMIC.