Introducción
La fiebre es un síntoma frecuente que acompaña muchas enfermedades de la niñez y, si bien varias de estas suelen ser autolimitadas, suele provocar malestar e incomodidad al niño por sí misma, además de ansiedad a sus padres. Los antifebriles permiten aliviar este cuadro y los síntomas asociados, por lo que son utilizados ampliamente, aunque aún no está claro cuál es el tratamiento ideal. (1, 2)
En este contexto, se hizo una revisión de algunos aspectos importantes y, a la vez, controversiales del tratamiento de la fiebre en pediatría.
Los signos y los síntomas asociados a la fiebre pueden ser malestar general, apatía, anorexia, somnolencia, cefalea, artralgias y mialgias, náuseas y vómitos cetónicos. De la misma forma, los estados febriles repercuten sobre diversos órganos y sistemas, como el cardiovascular, el respiratorio, el neurológico, el metabolismo, el equilibrio hidroelectrolítico, el ácido-base y renal.
Sin embargo, se le reconocen efectos positivos a través de sus acciones en el sistema inmunitario, tales como el estímulo de las acciones bactericida y fagocitaria de las células de dicho sistema, la disminución en la disponibilidad de los nutrientes necesarios para el crecimiento y el desarrollo de los gérmenes invasores, y el aumento de la síntesis y la liberación de mediadores de la respuesta inflamatoria. (3).
Todo esto contribuye a la necesidad de ver la fiebre como un balance de repercusiones positivas y negativas que afectan de distinta forma a los pacientes.
Por ello, las opiniones cambiaron respecto del tratamiento sintomático de la fiebre. Se cuestiona la conveniencia de un tratamiento antitérmico sistemático, y el objetivo ha pasado a ser el bienestar del niño, más que una búsqueda casi obsesiva de la apirexia; además, no podemos olvidar que el control de la fiebre es secundario al diagnóstico y al tratamiento de su causa. (4)
Consideraciones en el tratamiento de la fiebre:
En general, deberíamos tratar la fiebre cuando esta afecte el confort del paciente o cuando constituya por sí misma un riesgo cierto o posible de complicar la enfermedad subyacente. De la misma forma, cuando el beneficio de los fármacos antipiréticos sea mayor que sus potenciales riesgos (efectos adversos). El uso racional de antitérmicos debe basarse en una serie de consideraciones extraídas de las evidencias actuales sobre el tratamiento de la fiebre en el niño que, como se dijo anteriormente, continúa en revisión por no ser concluyentes (3).
No existen, en la actualidad, pruebas suficientes para sostener la hipótesis de que la fiebre debe respetarse siempre, ya que ningún estudio clínico en seres humanos apoya el efecto beneficioso de la fiebre. A pesar de ello, algunos autores afirman que tratarla podría afectar de manera negativa la evolución de la enfermedad que la motiva (3).
No hay un umbral de temperatura en particular para iniciar el tratamiento antipirético, ya que muchos niños toleran fiebres altas sin parecer enfermos, mientras que otros se muestran irritables e inquietos incluso con febrícula. En la práctica cotidiana, la mayoría de los autores recomiendan realizar tratamiento farmacológico de la fiebre cuando la temperatura axilar supera los 38,5 °C. Este dato se ve reflejado en una encuesta realizada por el portal médico IntraMed a pediatras en el año 2008 y reeditada en 2014.
No existe evidencia firme de que el tratamiento antitérmico pueda enmascarar signos y síntomas de una infección grave subyacente. La falsa sensación de seguridad que provoca el descenso de la temperatura y el riesgo potencial requieren precaución en el tratamiento de la fiebre de etiología desconocida, particularmente en niños más pequeños, ya que puede retrasar el diagnóstico y el tratamiento de la enfermedad causal (3).
El diagnóstico de fiebre y su medición
Uso de termómetros
La percepción subjetiva de la fiebre por parte de los padres debe ser jerarquizada como válida por parte de los profesionales de la salud (5).
Se recomienda evitar la determinación sistemática de la temperatura rectal y oral en niños de hasta 5 años. Se propone la determinación de la temperatura axilar en los menores de 4 años por medio de un termómetro electrónico, y en los niños de entre 4 meses y 5 años, puede optarse por esta técnica, por el termómetro timpánico infrarrojo o por los termómetros químicos colorimétricos.
En cambio, los termómetros químicos aplicables sobre la región frontal no se consideran confiables (5). En niños mayores y en adultos, la medición puede realizarse con cualquier medio, excepto con los termómetros de mercurio, por considerarse contaminantes del medio ambiente ante eventuales roturas (que son frecuentes, por cierto).
Los medios físicos como tratamiento de la fiebre
La eficacia de los métodos físicos para tratar la fiebre no es clara y no parece ofrecer ventajas, especialmente cuando se comparan dichos métodos con los fármacos antipiréticos comunes, por lo que su uso es controvertido.
Los métodos físicos pueden ser por conducción, convección o evaporación. Con estos, se facilita la pérdida de calor, lo que produce una respuesta hipotalámica forzada para lograr la temperatura señalada en el centro del hipotálamo. Puede observarse, en consecuencia, una situación de “rebote” (6).
Algunas medidas físicas pueden resultar eficaces, aunque contribuyen en escasa proporción a la reducción de la fiebre, y no todas son aconsejables. Se recomienda retirar la ropa de abrigo y de cama, mantener un ambiente fresco e hidratar al niño.
El efecto antipirético de las medidas físicas es limitado, ya que, aunque con ellas se consigue un descenso inicial rápido de la temperatura, este es de breve duración y está seguido de un rebote con un rápido regreso a la temperatura original o a una mayor. Esto se debe a que la disminución de la temperatura cutánea es detectada por el termostato hipotalámico y, consecuentemente, se activan mecanismos fisiológicos para “recuperar” la temperatura corporal. Además de ser menos eficaces que los fármacos antipiréticos para reducir la temperatura, causan más molestias, con lo que la disminución de la temperatura se produce a expensas de una importante incomodidad para el paciente (3).
La única medida que ha sido objeto de estudios científicos ha sido el baño tibio con esponja. Una revisión de Cochrane no encuentra datos suficientes para demostrar o refutar la efectividad de los métodos físicos para normalizar la temperatura y concluye que hay pocas pruebas (3 ensayos con escaso número de pacientes) de que la aplicación de paños húmedos tenga un efecto antipirético. Contrariamente, constituyen el tratamiento básico en la hipertermia no febril, situación en la que el termostato hipotalámico no está elevado. Las indicaciones aceptadas para el uso de medidas físicas para el tratamiento de la fiebre en los niños, usadas junto con un tratamiento antitérmico farmacológico, pueden ser, entre otras, el fracaso de la monoterapia con fármacos antitérmicos, una fiebre alta superior a 40 °C - 41 °C, niños con enfermedades de base con riesgo importante de descompensación e intolerancia o alergia a fármacos antipiréticos (3).
Opciones disponibles de fármacos antifebriles en Argentina
La acción de los fármacos antitérmicos es tanto central como periférica, pero la diana básica son las células microvasculares endoteliales del hipotálamo, donde se produce la prostaglandina E2 (PGE2) en gran cantidad, tras la expresión de la enzima ciclooxigenasa 2 (COX-2) como respuesta a distintos inductores de fiebre. Con esto, actuamos sobre el centro hipotalámico, de forma que se fuerza artificialmente una vuelta a la “normotermia”(6).
Entre el 2% y el 5% de los niños de 6 a 36 meses sufre convulsiones febriles, con temperaturas que, en general, superan los 39 °C. Es de destacar que las vías productoras de convulsiones febriles son distintas a las del aumento de la temperatura corporal, y el descenso de esta no constituye un tratamiento efectivo para evitarlas, pero sí lo constituyen las benzodiacepinas (3). Teniendo en cuenta que las convulsiones febriles no causan consecuencias importantes, la indicación de utilizar fármacos antitérmicos debe basarse fundamentalmente en la seguridad que brindan (6).
Hay opciones que actualmente han caído en desuso por considerarse inseguras, tal como sucede con el ácido acetilsalicílico (AAS), que debe evitarse por su asociación con el síndrome de Reye, de muy baja incidencia, pero grave (3).
Por otro lado, lograr que la fiebre baje no es sinónimo de mejoría; de hecho, puede darse el caso opuesto. Además, la fiebre es un marcador de la evolución de la enfermedad, que perdemos al tratarla de forma exagerada, lo cual no permite seguir la eventual evolución natural de la afección (6).
No se sabe si es el descenso de la temperatura o el efecto analgésico de los antipiréticos lo que realmente produce el bienestar del paciente febril (6).
Paracetamol
Es el antitérmico más utilizado en el mundo. En nuestro país, es el más utilizado en niños menores de 6 meses y constituye la primera alternativa en los mayores de esa edad.
El mecanismo de acción es complejo e incluye los efectos tanto periféricos (inhibición de la COX) como centrales (COX SNC, vía serotoninérgica descendente neuronal, L-arginina y sistema cannabinoide) (7).
El paracetamol ha demostrado su inocuidad, con excepción de las situaciones de intoxicación, y no existe toxicidad hepática en particular con las dosis terapéuticas. Son pocos los casos de efectos secundarios informados frente a la utilización tan difundida y masiva de esta molécula (21).
En adultos, la vía de conjugación principal es la glucuronización, mientras que en niños de hasta 12 años, es la sulfatación. Las formas conjugadas, finalmente, son eliminadas por la orina. Un 5 % del total consumido es convertido en un metabolito activo por el sistema de oxidación del citocromo P-450, que se encuentra presente en las células hepáticas (N-acetil-para-benzoquinoneimina o NAPBQ).
A dosis normales de paracetamol, la pequeña cantidad de ese metabolito activo producido es eliminada mediante la conjugación preferentemente con glutatión reducido y excretada por la orina como conjugados no tóxicos de cisteína y ácido mercaptúrico. En el paciente sobredosificado por error o en forma accidental (vulnerados los conceptos de prevención de lesiones), la cantidad de NAPBQ formada por la vía del citocromo P-450 se ve incrementada debido a las grandes cantidades totales de fármaco ofrecidas al hígado.
Cuando el aumento es lo suficientemente importante para disminuir un 70% del glutatión o más, y este no es adecuadamente regenerado, la NAPBQ no podrá ser eliminada totalmente por esta vía, y se producirá el enlace covalente entre el tóxico y las proteínas macromoleculares de la célula, por lo que aromatiza los elementos donadores de electrones celulares y causa necrosis hepatocelular.
Dosis de paracetamol:
Hay suficiente evidencia para destacar que la dosis adecuada de paracetamol en niños es de 10 mg a 15 mg/kg/dosis cada 6 h (60 mg/kg/día). Este tema no es menor, puesto que entre ambas dosis hay un 50% de diferencia. Se puede considerar intoxicación aguda con daño hepático cuando las cifras superan los 150 mg/kg/día (3).
La eficacia del paracetamol y del ibuprofeno depende de la dosis; se consideran equivalentes 15 mg/kg/6 h de paracetamol y 10 mg/kg/6 h de ibuprofeno. Sin embargo, varios autores destacan que el paracetamol, a una dosis de 10 mg/kg/dosis, tiene escasa efectividad antifebril. Para lograr una dosificación de 15 mg/kg/dosis de paracetamol, se deben administrar 3 gotas por kg de peso de la presentación en gotas (100 ml – 10 gramos) y por ¾ del peso del paciente en ml en su presentación en solución (100 ml – 2 gramos) (20).
Ibuprofeno
Desde hace aproximadamente 10 años, es la opción más utilizada en niños de más de 6 meses de edad. La razón, más allá de la efectividad comparable con la del paracetamol (a dosis de 15 mg/kg/dosis) y la dipirona (a dosis de 10 mg/kg/dosis), es que tiene un excelente sabor y, por ende, cuenta con la aceptación de sus formas líquidas por parte de los niños (8).
El ibuprofeno es un fármaco antipirético considerado más eficaz que el paracetamol en un metaanálisis reciente y, además, lo sería también en cuanto a la mejoría del bienestar del niño (21).
Nuevas advertencias de uso en niños:
Síndrome de shock tóxico mortal por estreptococo beta hemolítico del grupo A (EBHGA ) posterior a la varicela.
Un punto de debate es la asociación entre las mencionadas enfermedades y el uso de antiinflamatorios no esteroides (AINE). El nivel de evidencia actual no autoriza a restringir el uso de AINE en los niños con varicela. No debemos olvidar que las complicaciones de la varicela en niños son < 1%, y los casos de complicaciones graves como fascitis o miositis por EBHGA son anecdóticas (informe de casos en la bibliografía) (9, 10, 11).
La recomendación teórica en lo referente a los casos de varicela certificada es ser prudentes con la indicación de AINE (lo mejor sería un antifebril no AINE, como el paracetamol) y plantearles a los padres de los pacientes pautas de alarma para anticipar complicaciones de gravedad de una patología con una natural evolución hacia la benignidad.
Dipirona
Es una droga proscripta desde hace más de 10 años en los EE. UU y en varios países de Europa.
Existe en la Argentina, además de la presentación oral, la vía parenteral utilizada en los casos en los que es imposible o está contraindicada la vía enteral (todos los antifebriles tienen excelente biodisponibilidad). Esta es, quizás, la causa por la que, en la actualidad, y a pesar de su baja seguridad por sus efectos adversos no tan frecuentes, pero graves (agranulocitosis, anafilaxia, etc.), se sigue asociando su potencia antifebril para casos severos o estados febriles importantes.
La dipirona no es recomendable por el riesgo de reacciones de hipersensibilidad tóxico-alérgicas del tipo urticaria y shock, de alteraciones del metabolismo neuronal y, sobre todo, de alteraciones hematológicas tipo agranulocitosis (3).
En el boletín de noticias de la OMS, se estima que el índice de incidencia de agranulocitosis está entre 0,2 y 2 casos por millón -uso por persona y día-, con aproximadamente un 7% de casos mortales (con acceso a la asistencia médica urgente). Si bien el riesgo parece poco frecuente, debe valorarse el tratamiento antifebril, sobre todo a la vista de alternativas mucho más seguras, como el paracetamol y el ibuprofeno (12).
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Elección del antifebril
La fiebre es un síntoma que, en general, no conlleva riesgo por sí misma, y el concepto de tratarla pasa principalmente por evitar los “efectos adversos” en el paciente (en particular, incomodidad). Por dicho motivo, su tratamiento debe basarse en la seguridad del fármaco.
El empleo del ibuprofeno en términos de la evaluación de la aparición de efectos adversos (pocos, pero mayores a los del paracetamol) debería reservarse para los niños con cuadros febriles muy elevados, con hipertermia mal tolerada y con respuesta adversa a la monoterapia de paracetamol indicada en forma correcta (21).
Los prescriptores deberían estar advertidos de las precauciones para su empleo e, inclusive, de las contraindicaciones para aplicar esa molécula: varicela, enfermedades con riesgo de hipovolemia, como los vómitos o la diarrea, y, quizá, antecedentes de asma o de alergia. Se destaca la necesidad de brindar buena información a los médicos sobre los temas mencionados (21, 22).
A modo de resumen de este apartado, el paracetamol y el ibuprofeno son los dos agentes antitérmicos más utilizados en la población pediátrica y se ubican, en la actualidad, como las dos únicas “opciones válidas” para el tratamiento de la fiebre en pacientes pediátricos. Si bien las dos drogas se toleran bien, por lo general, se prefiere utilizar paracetamol, porque se lo considera un agente más seguro que el ibuprofeno. Sin embargo, este último puede administrarse cada 6 u 8 horas, en tanto que el paracetamol se utiliza cada 4 horas (23).
Cambio de conducta terapéutica según la edad del paciente, ¿por qué?
La indicación de un antifebril depende de la edad del paciente, además de la causa de la fiebre, los estados morbosos acompañantes (insuficiencia hepática, insuficiencia renal, coagulopatías, estado de hidratación, estado nutricional) y los antecedentes familiares (alergias, asma bronquial, etc.). En lo referente a la edad del paciente, sobre la base de estudios realizados en los distintos grupos etarios y que figuran en los prospectos de los antifebriles, se recomienda:
• Paracetamol: a todas las edades, incluso neonatos. Presentación en gotas: recién nacidos y hasta 1 año. Presentación en solución: a partir de los 6 meses hasta los 12 años o mayores (13, 14).
• Ibuprofeno: en mayores de 6 meses (no se ha establecido la seguridad y la eficacia en menores de esa edad). La utilización de las distintas concentraciones en las formulaciones de ibuprofeno en suspensión (2% y 4%) se da principalmente por una cuestión de comodidad en la administración del volumen de la dosis. En los niños con peso mayor a 20 kg, es conveniente la presentación al 4%, y al 2%, en los que tienen un peso menor (15, 16).
• Dipirona: en niños mayores de 3 meses (17).
Usos del ibuprofeno y del paracetamol distintos de los indicados en el prospecto
Hay evidencia de que, en neonatos prematuros, tanto el paracetamol como el ibuprofeno (ambos por vía oral o endovenosa) son utilizados en forma frecuente. Más allá de su actividad antifebril, en el caso de bebés prematuros extremos, la indicación para cerrar el conducto arterioso permeable (CAP) no está incluida en el prospecto, pero no es rara en ese grupo de pacientes. Varios artículos comparan tanto la efectividad como la seguridad de ambas drogas observando porcentajes parecidos de tasas de cierre del CAP, aunque menor cantidad de efectos adversos por parte del paracetamol (hiperbilirrubinemia y sangrado intestinal)(18, 19).
Alternancia de antifebriles
El paracetamol y el ibuprofeno difieren en sus mecanismos de acción, de modo tal que cuando se los usa en forma secuencial o combinada, el efecto sinérgico es posible (23).
A pesar de la falta de recomendaciones oficiales de las normativas de tratamiento en los Estados Unidos y en el Reino Unido, la terapia alternada con ibuprofeno y paracetamol es una práctica común en el tratamiento de la fiebre que no responde a la monoterapia. Tres de los 4 estudios de alta calidad presentaron respuestas favorables de la terapia alternada, en los que se logró alcanzar un estado afebril y mantenerlo. Sin embargo, estos ensayos fueron limitados, ya que se realizaron fuera de los centros asistenciales y, en consecuencia, la curva térmica fue de difícil seguimiento (24).
Existe incertidumbre sobre si estos regímenes son mejores que el uso de agentes individuales y sobre el perfil de los efectos adversos de los regímenes de combinación (25).
Un ensayo clínico aleatorizado y controlado con placebo realizado en el Reino Unido en 156 niños estudió la efectividad, la seguridad y los costos del tratamiento alternado de paracetamol y de ibuprofeno en niños de entre 6 meses y 6 años con temperaturas de 37.8 °C a 41 °C. Las conclusiones fueron que la combinación de paracetamol e ibuprofeno es más eficaz a las 24 horas que la monoterapia con cualquiera de estos fármacos. Además, se asoció con menor costo tras un período de cinco días, un menor uso del sistema de salud y menores costos de transporte y lucro cesante para los padres (26, 27).
Seguridad del tratamiento alternado con antitérmicos: el riesgo de eventos adversos clínicos graves en niños menores de 2 años que reciben tratamiento a corto plazo es muy pequeño con paracetamol o ibuprofeno (28).
La biterapia (tratamiento alternado entre drogas antifebriles) implica un riesgo de error en el curso de la aplicación familiar, por la posibilidad de sobredosificación y el problema de identificación de la molécula responsable en el caso de aparición de una reacción alérgica. Por lo tanto, esa biterapia debería reservarse para los niños con cuadros febriles muy elevados, mal tolerados y resistentes a la monoterapia, de acuerdo con las recomendaciones de los grupos de consenso pediátricos internacionales (29).
Los antifebriles y los errores de dosificación
En los niños, los errores de dosificación por parte de los padres pueden provocar sobredosis con cuadros de intoxicación e, incluso, la muerte. Por esta razón, es importante entrenarlos en la determinación correcta de la dosis y el intervalo de los antifebriles. Además, se les debe informar la recomendación especial de guardar estos fármacos en lugares fuera del alcance de los niños y en envases seguros (30).
Se denomina “fobia a la fiebre” (FF) a los temores infundados de los padres en relación con la presencia de este síntoma, en asociación con diferentes conceptos erróneos vinculados con su enfoque y su papel en las enfermedades (31).
Los padres reconocen a los pediatras como su principal fuente de información acerca de la fiebre; de este modo, las conductas inadecuadas compartidas por unos y otros parecen exponer a los niños al riesgo de sobredosis de antitérmicos.
La implementación de programas educativos podría representar una opción para modificar el conocimiento y mejorar el tratamiento de la fiebre (31).
Conclusiones finales:
Se puede asumir la fiebre como una respuesta natural contra las infecciones, pero con frecuencia con un alto costo para el paciente ya que, algunas veces, puede terminar perjudicándolo. La disponibilidad de fármacos efectivos para el tratamiento de la fiebre puede torcer la evolución natural de los estados morbosos que la generan; por ello, se requiere prudencia y la evaluación de cada caso en particular. De este modo, se podrá establecer el favorable balance entre los costos (eventuales efectos adversos) y el beneficio (mejorar, entre otras cosas, el confort del paciente), como en toda acción médica, con el principio básico respetado de ayudar y de no dañar.
Las cifras exactas de la temperatura corporal se presentan como una variable menos importante que la evaluación de las repercusiones sobre el estado general del niño y, especialmente, de su comodidad a la hora de decidir medicar con antifebriles o no. Se demanda, como actitud médica, la superación de la natural tendencia hacia la intervención, cuya consecuencia son las sobreactuaciones, cuando, en realidad, muchos casos solo exigen nuestra atenta observación, la intervención oportuna y la educación del paciente y de su familia en el reconocimiento de los signos de alarma de una patología grave.