Representa la consagración de una nueva heroicidad y habla mucho del descreído mundo en el que vivimos.
Por Daniel Guebel
La planilla de medición de audiencia de los estrenos de series de alta calidad de esta temporada registra una fuerte caída de Lost , una disminución expectable de 24 , y un ascenso indisimulable de los nuevos capítulos de Dr. House . Esa tendencia ratinguística provoca cierta esperanza en que se ha puesto en marcha el movimiento de reforma universal del gusto, que de seguro derramará sus beneficios en todo el planeta. Este movimiento, además, parece contraponerse a la tendencia general del consumo masivo que se venía experimentando durante los últimos años (después de Borges, Eco, y como eco de Eco, Dan Brown)... la licuefacción de la sustancia se compensa dialécticamente con la expansión de las ventas, y la decadencia parece siempre infinita. Una nota erudita -no ésta- debería meditar las razones estéticas de esta aparente y momentánea reversibilidad de esa degradación que parecía infinita.
Sin embargo, existen algunas razones que explican semejante anomalía. En el caso de Lost , es evidente que, tras de su último retorcijón temporal o espacial, esa confusa mamarrachada de tintes metafísicos agotó hasta al fantasma de Bioy Casares y sus máquinas morelianas. En cuanto a 24 , la tensión en su relato se ha vuelto pura rutina. Su mecanismo de suspenso adictivo es una droga que ha perdido su eficacia por culpa del abuso, y nada, ni siquiera la más radical suspensión momentánea de la incredulidad, permite tolerar eternamente que el interés de un relato radique año tras año en la reiteración de un esquema maniqueo en el que los enemigos de siempre (chinos, coreanos, árabes, latinos o iraníes, nunca WASPS) apenas poseen la entidad suficiente como para subrayar por contraste el liderazgo político y moral de los Estados Unidos, gendarme de los destinos del planeta. Sobre todo, si la figura de esa salvaguarda reposa exclusiva y paradojalmente sobre la esmirriada osamenta de Jack Bauer, un agente melancólico y fuera de forma que ritualmente se ve obligado a torturar en busca de la información contenida en un pendrive o cualquier otro chiche de alta tecnología.
24 , además, ha tenido la desdicha de anticipar la posibilidad de que en Estados Unidos gobierne un presidente negro; y al anticiparla, la volvió legítima y posible, pensable, para la vasta minoría de los votantes blancos americanos. El problema, para la serie, fue que esa anticipación obró su antítesis; así, mientras Barack Obama anunció que desarticulará por motivos éticos (quizá incluso estéticos) la cárcel colonial y multiétnica de Guantánamo y avisó también que en 2011 desarmará (por nobles razones económicas) el plan de transformación cultural y exacciones petroleras de Irak, el universo narrativo de 24 continúa aferrado a la retórica beligerante bushista, que vuelve legítima cualquier razón si se tiene el recaudo de esgrimir cualquier pretexto. Por más que Jack Bauer muerda yugulares, amenace con hincar biromes en los ojos de los reticentes a brindar información y desparrame su desconcierto en los arrabales de un mundo cuya complejidad nunca termina de desplegarse ante su entendimiento, su destino coquetea con la indiferencia masiva y el retiro próximo, lo cual en el fondo sería una lástima. Los que hemos disfrutado de la serie y de su estructura de revelaciones inéditas y progresivas, quienes jugábamos a adivinar cómo, dónde y por qué se producía la nueva vuelta de tuerca de su historia, adoraríamos que los guionistas despertaran un tanto de su nostálgica ensoñación de grupo de tareas intelectuales y produjeran una reorganización narrativa lejana de las impostaciones idealistas y de la crédula adoración del mito americano del destino manifiesto. Dudo de que puedan hacerlo.
Pero Dr. House no tiene ninguno de esos problemas. Mientras vida y misión de Bauer se cifran en su recorrido de esclavo por las espirales del poder concebido a la manera de los terribles años noventa, House transita sus propios combates en una especie de alevoso limbo de hospital provinciano. Como en el teatro, la serie elige el ámbito de un encierro casi absoluto para subrayar que es en el artificio donde la vida se vive con más honduras y relieves. La existencia de House y sus satélites se parece a la de un grupo de cínicas monjas de clausura cuyas historias escribe un Dios de gustos very british , que ama el vértigo cultural de las citas ocultas y las citas explícitas, al punto de guiñarnos el ojo subrayando lo parecido que suena House a Holmes y Wilson a Watson. Desde luego, Dr. House está lejos de ser una típica serie médica al estilo de las que asuelan la pantalla desde nuestra infancia. Es un policial inglés que ha renovado las reglas del género luego de un período demasiado extenso durante el cual éstas abandonaron la habitación amarilla que oculta un cadáver que se encerró solo, y cayeron en manos de puritanos que escribían para denunciar las lacras del capitalismo y reconstruir el tópico de la amistad.
Dr. House , es claro, supone una reacción contra la novela negra, y sólo podía surgir, paradójicamente, en una sociedad cuya preocupación por la salud alcanza niveles demenciales mientras que a su sistema de salud sólo pueden recurrir los afortunados. Pero volviendo al punto (¿cuál de ellos?). Lo más interesante de esta renovación es que ahora el nombre del asesino ya no importa. Sabemos de antemano que la enfermedad es el criminal por antonomasia y House, el Sherlock Holmes que investiga su etiología (su modus operandi ) como si se tratara de una conspiración que hay que detectar y combatir con el propósito de restituir el orden perdido. Si la enfermedad es el criminal, en Dr. House el paciente es su cómplice. "Todos mienten", afirma siempre el protagonista. Es su regla, su máxima, la afirmación que define el objeto de su oficio. Y su labor es descubrir cómo se urde y prospera esa mentira que obstaculiza la eficacia de su diagnóstico clínico. Dr. House , en el fondo, es una versión aggiornata de la obra teatral que introduce al primer detective de la historia de Occidente: Hamlet . Apoyándose sobre su bastón de opereta para deslizarse sobre la superficie de ese universo (Universal Channel) demencial y caótico, este príncipe de los médicos con dolor de piernas sabe que hay una verdad que sacar a la luz, siempre.
En este punto conviene introducir otra digresión para disculparnos de la primera, que ya no recordamos: resulta extraño el modo en que se ha vuelto sentido común la creencia de que el príncipe Hamlet es un vacilador profesional, un mero dandi epigramático y enlutado que vaciló en vengar al fantasma de su padre a la espera de encontrar la evidencia del crimen. Pero cierto es lo contrario: Hamlet está convencido casi desde el principio de que el asesinato de papá fue urdido entre la perra de su madre y el malvado de su tío Claudio, y si no mata a este último en las primeras páginas, no es sólo porque no conviene a la extensión del drama, sino porque no encuentra la oportunidad justa para hacerlo. Así, como Hamlet, House debe luchar contra la maraña solidaria que se arma entre el paciente y su enfermedad, a la que protege y enmascara mientras lo está matando. Desde luego, también como en Hamlet , la verdad de la enfermedad evoluciona de acuerdo con las necesidades dramáticas del relato y no hacia el descubrimiento de la verdad del síntoma. En cualquier hospital de la realidad, House y su equipo habrían sido despedidos de inmediato, porque su acierto con el diagnóstico ocurre luego de una sucesión de extravíos en un laberinto de acertijos, y la cura, tras una serie de diagnósticos disparatados, ocurre milagrosamente cuando ya no queda nada más que esperar de la ciencia. No está mal que al comienzo de cada capítulo se advierta que el programa es una ficción y que no responde a la lógica médica: la revelación médica en House es siempre una epifanía. El saber, como la alada poesía, como las moscas, el manjar de los perros, "baja" hacia su mente luego de un suceso casual o de un episodio asociativo, preferentemente luego de un diálogo con Wilson, el segundón ideal para el lucimiento del protagonista, el Watson de Holmes, el Portales de Olmedo. Y allí, entonces, House clava el bastón sobre el mal reticente a la cura, como Hamlet clavó la espada sobre los cuerpos de Laertes, Polonio, Claudio.
Palabras, palabras, palabras. No escuché a nadie que criticara abiertamente Dr. House ; nadie objeta su sabiduría narrativa, la densidad y comicidad de los episodios, la optimista prevalencia de casos de cura por sobre los de entierro. Pero sí me ha tocado en suerte advertir un cierto disgusto por un presunto uso y abuso de los poderes del lenguaje. La serie está sobrescrita, se dice. Desde luego que lo está si se la compara con las mendicantes telenovelas de la tarde, orgías de la emoción que postulan la atonía de la inteligencia porque dan por hecho que en toda mujer se esconde una idiota en acto.
En Dr. House los personajes no hablan como personas, sino como las personas lo harían si pudieran. El efecto que se busca no es el de subrayar la "naturalidad", es decir, la subordinación coloquialista a las inflexiones de una época (cualquier época), sino el de obtener una duración distinta del asunto. Cada capítulo de la serie perdura más allá del tiempo de su emisión, porque funciona como un emisario de un ideal de perfección lingüística, algo que por supuesto no existe. Siendo como es, rico, suntuoso, irónico y adversario de los chantajes de la retórica sentimental, ese lenguaje se construye como una catedral gótica: pieza por pieza, cada frase es una gárgola, un objeto suntuario, pero cuya acumulación sirve en el fondo para lanzar al espectador, que sigue y sube absorto el encabalgamiento de los diálogos, a su opuesto necesario y a su consumación: el momento en que House (o Cameron, o Wilson, o Cuddy, o Chase...) se ven golpeados por una réplica que es la coronación de una serie de frases como dardos. Recién entonces, cuando el espectador y los personajes han quedado extenuados de tanta brillantez, en que ya no se puede decir ni escuchar (ni leer) nada más, recién en ese momento el guión concede su lugar al verdadero arte del actor, que deja su lugar de mono parlante para que todo el lenguaje, concentrado, palpite en el silencio. En ese segundo exacto, la serie, como una pieza teatral clásica, arma la tramoya perfecta: los televidentes creemos que estamos asistiendo a la revelación de un alma.
No hay cómo manipular el estilo para que lo que se dice produzca la curiosidad de saber de qué habla verdaderamente lo que calla.
House, el personaje, es un verdadero maestro en eso de proponerse como un enigma, esto es, como el objeto perfecto para la manía ajena por la interpretación. ¿Quién es House? ¿Por qué es como es? House es la máquina humana que todos quieren corregir, un aparato intelectualmente brillante al que colegas y amigos le reclaman la concesión de la afectividad. House tiene todas las condiciones, pero prefiere vivir una vida miserable, drogarse, tener una vida sexual furtiva y mercenaria (cuando cualquiera de las bellísimas médicas que lo rodean daría todo por conquistarlo, y nosotros por estar en la misma situación y aceptar). Además de hosco, es tacaño y tramposo. Tiene algo de matón, de ladino y de homosexual cuya represión es asumida cómicamente. La enumeración es infinita, pero la serie tiene la astucia de proponerla siempre como una trampa: la de un "trauma originario", desconocido tanto por el espectador como por sus compañeros de trabajo, que explicaría cada vez cada uno de sus comportamientos. Sobre esa presunción groseramente psicologista, House arma su fiesta antisentimental. Satisfecho de ocupar el lugar del héroe solitario, deja caer muestras eventuales de sus fisuras personales, sólo para después denunciarlas como falsas, como parte de su burla de los frágiles convencionalismos de la especie humana.
¿Puede ser inhumano un personaje de ficción? En el velorio de su padre, House pronuncia un discurso en su memoria y luego se inclina sobre el cajón, en apariencia para besar la frente del muerto, pero en realidad aprovecha la oportunidad para realizar una maniobra que permita esconder a los presentes su verdadera intención, que es cortarle un trozo de piel con un alicate y averiguar luego si aquel imbécil que arruinó su infancia era o no su verdadero padre. Al romper (con gestos como ése) toda identificación con las representaciones de un héroe posible, Dr. House propone la valorización de una figura desprestigiada: la del cínico. House lo es, como lo era Diógenes. Ninguna complacencia, ninguna transacción con nuestra especie en tanto especie. Las vidas de los pacientes sólo existen como pretexto para que la maquinaria de la interpretación (su inteligencia) se ponga en juego. Sus sucios hábitos son acordes a la verdad del que prefiere la compañía de los perros porque, curados de su enfermedad, los seres humanos se vuelven aburridos. Como un extraordinario escritor argentino que dice que sólo le interesan las personas cuando vienen en forma de libros, como un gourmet de las sustancias asquerosas (ni Marlow ni Marlowe: Marley), House, un desterrado del universo afectivo, únicamente halla consuelo en el reino de las patologías.