Un libro conmovedor y descarnado
Sinopsis sobre "Ante todo, no hagas daño"
Título original: Do No Harm
ISBN: 978-84-9838-720-9
Número de páginas: 352
Tipo de edición: Rústica con solapas
Sello editorial: Salamandra
Colección: Narrativa
«La idea de que mi aspirador quirúrgico avance a través del pensamiento en sí, de la emoción y la razón, de que los recuerdos, los sueños y las reflexiones puedan formar parte de esa gelatina, resulta demasiado extraña como para plantearla siquiera.»
Henry Marsh tiene posiblemente la profesión más delicada y fascinante que existe. Henry Marsh es neurocirujano, uno de los mejores del mundo. Esto significa que se ve obligado a hurgar en el cerebro de las personas. Con unas pinzas bipolares coagula los vasos sanguíneos que recorren su superficie, hace una incisión con un bisturí pequeño, introduce una fina cánula conectada a un aspirador quirúrgico y, con la ayuda de un microscopio, se abre camino por la sustancia blanca en busca del tumor.
De su pericia y su pulso depende en muchas ocasiones que un paciente recupere la visión o acabe en una silla de ruedas. Hay días en los que salva vidas, pero también hay jornadas nefastas en las que un pequeño error o una cadena de infortunios lo hacen sentirse el ser más triste y solo sobre la faz de la Tierra.
En "Ante todo, no hagas daño" —título extraído del principio supremo de la medicina, atribuido a Hipócrates de Cos en torno al 460 a.C.—, Marsh acerca a los lectores el día a día de su especialidad, una montaña rusa de emociones, descubriéndonos cuantos misterios sigue custodiando el cerebro y los múltiples riesgos, limitaciones, dudas y conflictos morales a los que se enfrentan los neurocirujanos en la mesa de operaciones.
Con una honestidad sorprendente, el autor desmonta en esta obra la ilusión colectiva de que la neurocirugía es un arte de microprecisión tirando a infalible en manos de unos profesionales serenos, objetivos y de pulso perfecto. Pero también se dan cita en el libro la recompensa tras una intervención técnicamente brillante y humanamente insuperable, la compasión hacia el enfermo y los peculiares vínculos que se crean entre éste y su médico, así como el gozo derivado de poder comunicar la más feliz de las noticias a los familiares. Y, por supuesto, la generosa dosis de humor negro que exige la práctica de su profesión, sin la cual difícilmente se podría soportar una disciplina capaz de llevar al equipo médico a conocer el cielo y el infierno con escasas horas de diferencia.
Una vida tan fascinante como aterradora
Escogido Mejor Libro del Año por el Financial Times y The Economist, y finalista del Guardian First Book Award y del Costa Book Award, Ante todo, no hagas daño es un conmovedor y aterrador testimonio en primera persona de los triunfos y los fracasos que se dan a diario en los hospitales, al tiempo que una mirada experta a ese enigma inconmensurable que da cobijo a nuestras células grises.
Muchas cosas han cambiado desde que Henry Marsh estudió Medicina, y él mismo presta testimonio sobre cuánto se ha avanzado desde un punto de vista científico y tecnológico a la hora de trazar el mapa del cerebro, pero lo que hay en juego sigue siendo exactamente lo mismo: la posibilidad de llevar una vida digna y con salud. Por descontado, tampoco han variado las sensaciones a flor de piel que experimentan tanto los pacientes y sus familiares, como los equipos médicos.
Al final de su larga y exitosa carrera como uno de los neurocirujanos británicos más sobresalientes, Marsh recuenta —a cerebro abierto, si tal broma nos es permitida— multitud de casos profesionales —que acaban siendo también personales—, muchos de ellos capaces de llevar al lector hasta las lágrimas, sean éstas de desconsuelo o alegría. En su consulta, enfrentándose a dilemas hamletianos o a la delicada obligación de comunicar malas noticias, o delante de la mesa de operaciones, donde se le exige la máxima concentración y el más firme de los pulsos, Marsh sintetiza su tan fascinante como compleja y maravillosa trayectoria médica en unas páginas que rebosan tacto y sabiduría, llenas de verdades dolorosas y de momentos de dicha.
El autor
Henry Marsh (Oxford, 1950) estudió Medicina en el Royal Free Hospital de Londres, se convirtió en miembro del Colegio Real de Cirujanos en 1984 y, desde 1987, ejerce de especialista en neurocirugía en el ala Atkinson Morley del St. George’s Hospital de Londres. Ha sido protagonista de dos documentales: Your Life in Their Hands, ganador del premio Royal Television Society Gold Medal, y The English Surgeon, merecedor de un premio Emmy. Está casado con la antropóloga y escritora Kate Fox.
Extractos del libro
Capítulo 11 "Ependimoma"
Con los años, había llegado a conocer bien a Helen y a tenerle mucho aprecio. Quizá ése fue un error por mi parte. Era siempre encantadora y llevaba su enfermedad con una entereza considerable, aunque a veces me preguntaba si no sería simplemente poco realista con respecto a sus posibilidades. Aunque no siempre es malo negarse a aceptar algo así.
La familia sentía devoción por ella y, pese a que me transmitían su más efusivo agradecimiento siempre que los veía, me miraban con tanta intensidad, con una mezcla tan grande de esperanza y desesperación, que sus ojos parecían disparar clavos para inmovilizarme contra la pared. [...]
Helen llegó finalmente de madrugada, aunque cuando entré a trabajar por la mañana nadie sabía en qué sala la habían ingresado y acudí a la reunión matutina sin haber podido verla aún. Una vez allí, le pedí al residente de guardia que proyectara el escáner de la paciente. Ofrecí un breve resumen de la historia clínica de Helen.
—¿Por qué creéis que voy a operar en un caso incurable como éste? —pregunté a los internos en prácticas. Nadie se ofreció voluntario para responder, de modo que les hablé de la familia y de que les era imposible aceptar que no pudiera hacerse nada más.
Cuando se trata de un cáncer que progresa lentamente y recidiva una y otra vez, puede resultar muy difícil saber cuándo parar. Los pacientes y sus familias se vuelven incapaces de aceptar la realidad, y empiezan a pensar que los tratamientos pueden alargarse eternamente, que el fin no llegará nunca, que la muerte puede postergarse para siempre.
Se aferran a la vida. Les expliqué a los internos en prácticas allí reunidos que había tenido un problema similar unos años atrás con un niño de tres años, hijo único y fruto de un tratamiento de fecundación in vitro.
Lo había operado de un ependimoma maligno y todo salió bien. Luego le administraron radioterapia. Cuando el tumor recurrió, como hacen siempre los ependimomas, dos años más tarde, volví a intervenirlo, y poco después hubo otra recidiva, en lo profundo del cerebro. Me negué a operarlo de nuevo, me pareció que no tenía sentido. La conversación con sus padres fue terrible: se negaron a aceptar lo que les dije y encontraron un neurocirujano en otro sitio que llevó a cabo tres cirugías más a lo largo del año siguiente, y aun así el niño murió. Los padres trataron entonces de demandarme por negligencia. Fue una de las razones por las que abandoné la neurocirugía pediátrica. El amor, les recordé a mis discípulos, puede ser muy egoísta.
—¿Es por eso por lo que vas a operar en este caso? ¿Porque te preocupa que te demanden? —quiso saber alguien. En realidad no me preocupaba que me pusieran una demanda, pero sí que estuviera siendo un cobarde, o quizá sólo un tanto perezoso.
Tal vez iba a operar porque no me veía con ánimos de enfrentarme a la familia para decirles que, lamentablemente, había llegado el momento de que Helen muriese.
Capítulo 18. "Carcinoma"
Mi hermana y yo acudíamos mañana y tarde para cuidar de ella. Al principio, yo la ayudaba a llegar hasta el cuarto de baño, donde mi hermana la lavaba, pero al cabo de muy poco ya no pudo recorrer ni siquiera aquella corta distancia, de modo que la cogía en brazos para dejarla en la silla con orinal que habíamos tomado prestada de la residencia para enfermos desahuciados del barrio.
Mientras la limpiaba, era maravilloso observar cómo mi hermana le explicaba con cariño y delicadeza los uidados de enfermería más simples y necesarios. Al fin y al cabo, ambos hemos visto morir a mucha gente, y yo había trabajado también años atrás como enfermero geriátrico.
Creo que a los dos nos parecía una tarea sencilla y natural, pese a la intensidad de nuestras emociones. No estábamos angustiados, pues los tres sabíamos que iba a morir, pero supongo que lo que sentíamos era
sencillamente un amor intenso, un amor sin segundas intenciones, sin la vanidad y el interés de los que tan a menudo es expresión ese sentimiento.
—Es extraordinario sentirse rodeada de tanto cariño —declaró dos días antes de morir— . Doy gracias por la suerte que tengo. Y tenía razón, por supuesto. Dudo que ninguno de nosotros llegue a disfrutar —si es que ésa palabra puede usarse en estos casos— de una muerte tan perfecta cuando nos llegue la hora. Una muerte bastante rápida en tu propia casa, tras una vida larga, atendida por tus propios hijos, rodeada por la familia y sin el más mínimo dolor. Unos días antes de que muriera, casi por casualidad, toda la familia —hijos, nietos y hasta dos bisnietos, así como dos de sus más antiguas amigas— nos reunimos en la casa familiar.
Representamos sin saberlo lo que acabó convirtiéndose en un velatorio improvisado antes de su muerte, para el regocijo de mi madre. Mientras yacía moribunda en el piso de arriba, nos sentamos a la mesa del comedor a rememorar su vida y a brindar por su recuerdo, pese a que no había fallecido aún, y comimos la cena que había preparado mi prometida, Kate.
Sólo hacía unos meses que había conocido a Kate, para gran alegría de mi madre tras el traumático final de mi primer matrimonio. Kate se había sorprendido un poco al encontrarse cocinando para diecisiete en lugar de para cinco personas, como le había pedido yo con cierta vacilación unas horas antes.
Cada día me parecía que sería el último, pero todas las mañanas, cuando llegaba a verla, mi madre me decía:
—Sigo aquí.
En cierta ocasión, cuando le di un beso de buenas noches y le dije que la vería por la mañana, me contestó con una sonrisa:
—Viva o muerta.
Mi familia estaba representando una escena antiquísima que supongo que rara vez se ve en el mundo moderno, pues ahora la gente muere en hospitales o residencias impersonales, al cuidado de afectuosos profesionales cuya expresión de afecto —como la mía en el trabajo— se esfumará de su rostro en cuanto se dé la vuelta, como la sonrisa de un recepcionista de hotel.
Críticas y comentarios
«La neurociencia ha encontrado a su Boswell en Henry Marsh. Dolorosamente honesto sobre los errores que pueden “arruinar” un cerebro, exquisitamente sintonizado con el vínculo tenso y efímero entre médico y paciente, hilarantemente ansioso con la gestión hospitalaria, Marsh nos sumerge en el arte más difícil de la medicina y nos levanta el ánimo. Un logro soberbio.» Ian McEwan
«Increíblemente absorbente... Una visión tan sincera que asombra.» Bill Bryson
«Cuando un libro arranca así: “A menudo me veo obligado a hurgar en el cerebro y eso es algo que detesto hacer”, uno no puede dejarlo, debe proseguir, ¿verdad? Confío plenamente en las habilidades de aquellos que practican la neurocirugía y tiendo a olvidarme del elemento humano, aquello que implica fracasos, malentendidos, errores, suerte y mala suerte, pero también de la vida diaria que los médicos llevan fuera de su profesión. Ante todo, no hagas daño, de Henry Marsh, revela todo esto en medio de situaciones de vida o muerte, y éste es, por sí solo, un motivo para leerlo: una honestidad auténtica en un lugar inesperado. Pero hay muchos más.» Karl Ove Knausgaard, Financial Times
«El doctor Marsh revisa su vocación de una forma extraordinariamente íntima, compasiva y a ratos aterradora.» Michiko Kakutani, The New York Times
«Unas memorias deslumbrantes y emotivas [...]. Es su desarmante franqueza lo que convierte este libro en una lectura cautivadora... Fascinante.» Gavin Francis, The Guardian
«Ante todo, no hagas daño es un conjunto de elegantes reflexiones tras una larga carrera. Algunas de las historias son tan emotivas que pueden llevarnos a las lágrimas [...]. En el fondo, éste es un libro acerca de la sabiduría y la experiencia.» Nicholas Blincoe, The Telegraph
«Si, como cirujano, Marsh es un décima parte de lo bueno que es como escritor, le dejaría abrirme el cráneo en cualquier momento.» Leyla Sanai, Independent on Sunday
«Tan fascinante y absorbente como las mejores películas sobre médicos, pero con el añadido de ser una historia real. Este conmovedor repaso de lo que significa ser neurocirujano te mantendrá con el corazón en un puño.» Sandra Parsons, Daily Mail
«Soberbio... Tremendamente emotivo.» William Leith, The Spectator «Marsh nos ofrece una mirada reflexiva y profundamente personal y fascinante a la élite de la neurocirugía, dando cuenta tanto de sus asombrosos éxitos como de sus aleccionadores fracasos.» Publishers Weekly
«¿Por qué nadie había escrito hasta ahora un libro así? [...] ¿Por qué no ha habido más doctores que hayan narrado sus experiencias, especialmente en obras de una belleza tan prosaica? Sobre sangre y dudas, errores y decisiones [...].» Euan Ferguson, The Observer
«Las memorias de Henry Marsh son de una honestidad asombrosa... Su franqueza nos revela un carácter reflexivo que halló una ruta nada convencional en su carrera... Treinta años después, le sigue estimulando su trabajo, parte Sherlock Holmes a la hora de diagnosticar, parte hombre de acción frente a la mesa de operaciones. A ratos se muestra entusiasta, y compartimos su emoción al ponernos en la piel de un cirujano, dejándonos guiar por la topografía oculta del cerebro.» Ben Felsenburg, The Mail on Sunday
«Son contados los neurocirujanos que pueden sacar pecho. La cirugía cardíaca... Eso sí que es un área a vida o muerte, una labor de fontanería verdaderamente dramática y que puede desembocar en curaciones reales. Por el contrario, la cirugía cerebral conlleva en ocasiones un grado tan alto de discapacidad que la muerte puede ser preferible a la calidad de vida resultante. Nosotros, los neurocirujanos, llevamos a cabo cosas maravillosas, pero también terribles.»
«En estos tiempos de expectativas y consumismo crecientes, la gente debe saber y entender que la medicina es peligrosa e impredecible: necesitan que se les aleccione sobre ello. Si desean que los traten como a niños, poniéndose en manos de médicos a los que convierten en dioses, allá ellos, pero luego no pueden venir quejándose. Los pacientes deben aceptar que las cosas pueden salir mal y responder a esta realidad como
personas adultas.»
«Pasar por el quirófano no es como llevar el coche al taller: los desenlaces de una operación son muchas veces inciertos. Y los pacientes tienen derecho a sentir ansiedad; yo sigo poniéndome tenso antes de una operación.» [Fuente: The Telegraph]