Como cualquier ser humano, todos los médicos fueron, son o serán pacientes, por lo menos una vez en la vida. Dado que existen noventa mil médicos matriculados en la Argentina, y si se tiene en cuenta que la enfermedad de un miembro de la familia repercute de un modo u otro sobre sus allegados, la salud de los médicos en su conjunto no es un problema menor, puesto que son ellos quienes deben estar en las mejores condiciones físicas y mentales para tratar, y si es posible curar, al resto de las personas. Existen diversos mitos alrededor de los médicos enfermos: por una parte se les asigna un cierto grado de inmunidad que los preserva de enfermarse y también que si sufren alguna alteración de su salud, tendrían la capacidad para superar el problema por el sólo hecho de ejercer la profesión. Otro mito es que son muy malos pacientes, extremadamente sensibles e incapaces de tolerar los mismos síntomas que podría soportar bastante bien el resto de las personas. Lo cierto es que algunas ventajas los asisten por los habituales contactos entre colegas, los turnos se les conceden más rápido que a los demás y los informes de los estudios demoran menos. Si la enfermedad que los afecta es grave y requiere internación, muchos rehúsan a asistirse en centros donde son conocidos para evitar que sus colegas los vean desnudos o en condiciones relativamente minusválidas, en tanto otros prefieren sitios que les son familiares porque imaginan que se les otorgará ciertas prerrogativas con respecto a los demás pacientes. Esto último no deja de generar conflictos cuando los médicos enfermos se autoasignan atribuciones que no les corresponde o pretenden tratos diferenciales que no se les puede complacer sin afectar el servicio.
Un colega que trabajaba junto conmigo en el Policlínico Ferroviario Central hoy desactivado, me refería con pedido de reserva, las vicisitudes que debió sortear para que le trataran su afección, a pesar de estar convencido de su “buen comportamiento”. Trataré de trascribir sus palabras expresadas en forma confidencial en la cafetería donde solíamos conversar sobre temas hospitalarios, y lo haré con la mayor fidelidad posible:
“A pesar de mi condición de oncólogo habituado a ver operaciones grandes, o tal vez exacerbada esta condición por ese particular atributo, tuve desde siempre terror a las intervenciones que otra persona pudiera llevar a cabo sobre mi cuerpo e hice consciente mi pusilanimidad frente al casi seguro dolor posoperatorio en caso de tener que ser operado alguna vez. Por otra parte, soy de los tantos médicos que sienten que el supuesto poder conferido a nosotros para manejar las enfermedades ajenas nos otorga cierta inmunidad al organismo propio por obra y gracia de una magia irracional, que como tal carece de todo sustento lógico”.
“Pero por fortuna cuando llegó el momento de asumir la realidad, reconocí que soy igual que cualquier otra persona en cuanto a la susceptibilidad para enfermarme, y por ello consideré la conveniencia de someterme a los mismos controles periódicos que la mayoría de los mortales,aunque gozara de un estado de salud aparente: que la presión arterial, que la cámara gama para el corazón, que los análisis de sangre, que la colonoscopia, que el examen de la próstata y todas las otras investigaciones que llevan al descubrimiento de cosas malas para ser tratadas antes que se manifiesten por síntomas, y algunas que no siendo tan graves generan igualmente ansiedades hasta que no se descubre su naturaleza, pero que para conseguir definirlas, a veces se deben invadir o penetrar los tejidos para hacer biopsias”.
“Por desidia prefería ignorar qué fenómenos raros pudieran estar ocurriendo dentro de mi cuerpo sin saberlo. Además la edad madura a que por suerte había llegado, determinaron que considerara ya oportuno confiarme a un clínico conocido para que me controlara. En el chequeo incluyó la determinación del antígeno prostático específico conocido como PSA. Los valores no fueron muy altos, pero sí lo suficientemente elevados como para encender la alarma y acortar los intervalos entre controles, en comparación con los que se llevan a cabo en personas aparentemente sanas. Indecible era la ansiedad cuando se aproximaba la fecha y durante el tiempo que mediaba entre la extracción de la muestra de sangre y la recepción del resultado del análisis. Finalmente en uno de ellos hubo franco incremento de los valores con respecto a los de referencia considerados normales, por lo cual dos urólogos de prestigio estimaron que ya era oportuno realizar una biopsia de la próstata”.
“Por esa época se venían acentuando mis rituales precedentes a situaciones de riesgo, con la ilusa pretensión de torcer el destino a mi favor: consistían en poner la pierna derecha por arriba o por delante de la izquierda, usar corbata o ropa interior con algún detalle en color rojo y unas pocas otras brujerías que por ese entonces quería creer que me servirían de ayuda”.
“Finalmente me realizaron la biopsia de la próstata, enseguida de haber pasado un inquieto fin de semana en Mar del Plata con amigos. Pocos días después me encontraba atendiendo pacientes durante una de mis habituales sesiones de consultorio, cuando me llamó el patólogo para informarme que se trataba de un cáncer. En ese momento estaba entrevistando a una paciente que en agradecimiento por el buen resultado del tratamiento que yo le había prescripto, me trajo una planta ornamental que definió como “el árbol de la vida”, junto con un pedestal para apoyar la maceta. El nombre de la planta me produjo sensación desagradable, tal vez paradojal, pero sólo era debido al momento desafortunado en que recibí el regalo. Además, para reforzar el rechazo por un probable mal augurio, el pedestal me evocó un implemento común en velatorios y cementerios. Cuando mi mujer lo vio tuvo sensaciones parecidas; como consecuencia y de común acuerdo, nos deshicimos del pedestal. La planta tuvo un destino parecido, porque como si comprendiera el significado malicioso que sin razón alguna le había atribuido, terminó muriéndose de a poco a pesar de la buena luz que recibía y el adecuado riego y fertilizantes que se le prodigaban”.
“Con el diagnóstico de tumor maligno se me indicaron estudios para encarar el tratamiento, y entre ellos una tomografía computada de abdomen. Temblé cuando mi amigo el radiólogo me contó que había descubierto un tumor en el polo inferior del riñón izquierdo, hallazgo incidental del que nunca se había tenido noticias hasta el momento. Dos especialistas coincidieron en postergar la solución de la formación renal. En cambio me ofrecieron uno de tres tratamientos posibles para el cáncer de próstata a realizar de inmediato, de los cuales elegí la implantación de semillas radiactivas mediante agujas gruesas insertadas en la pelvis”.
“Para todo esto, estaba yo entrando en un cuadro depresivo, por sentirme huésped de dos tumores en sitios distintos y ver como que un paredón me tapaba el horizonte haciendo las veces de próximo final de la vida, para lo cual no estaba todavía preparado. Lloraba mucho y quería que mi mujer estuviera siempre a mi lado, lo cual no iba a mejorar mi situación pero sí empeorar la de ella, al sustraerla de su trabajo docente en la universidad, que llevaba a cabo con dedicación apasionada. Entretanto, sobrellevé la situación gracias a la ayuda de un querido psicoterapeuta que concurría a mi domicilio, a los psicofármacos que me prescribió para que pudiera dormir, y a la elaboración como coautor de un capítulo del libro que un colega estaba editando con otros médicos de prestigio internacional.
“Finalmente llegaron de Europa las semillas radiactivas después de una espera prolongada y me internaron para ser colocadas bajo anestesia general. La recuperación fue lenta y dolorosa. Recién cuando el posoperatorio se fue superando, volví a mi urólogo a fin de fijar fecha para la operación del tumor renal. Se sorprendió cuando le expuse mi intención, porque según me explicó, las pautas terapéuticas logradas por consenso de especialistas, prescribían esperar mientras se procedía al control evolutivo semestral mediante ecografías de riñón. En ese sentido mis comentarios a otros urólogos demostraron que al respecto las opiniones estaban divididas. En cambio los oncólogos consultados eran todos coincidentemente partidarios de operar y mi primo médico que vive en Chicago y padecía algo similar, se hizo extirpar el riñón porque consideraba que un tumor debía estar en el laboratorio de anatomía patológica y no en cambio en el cuerpo de su portador. Él se operó, tuvo complicaciones y el tumor fue benigno, lo cual encima enredaba más mis pensamientos y favorecía mi indecisión”.
“Por mi comentada pusilanimidad, acepté el temperamento expectante e inicié la saga de controles semestrales por estudios de imágenes del tumor renal. Éste medía tanto en ecografía como en tomografía 17 x 22 mm al comienzo y su diámetro crecía alrededor de 1 mm por semestre. Cada control era un martirio que se iniciaba casi un mes antes. Las ecografías eran en días viernes a la mañana y con el informe, si no había crecimiento llamativo tomaba un café con mi mujer en el bar de la esquina y llamaba a mis hijos y amigos para pasarles aliviado las novedades”.
“Mantuve muchos años mi rutina de controles semestrales. Mi urólogo sostenía que aunque el tumor del polo renal inferior fuera maligno, convendría esperar hasta que superara los tres centímetros de diámetro, porque hasta entonces la diseminación es infrecuente, y además las técnicas quirúrgicas y los instrumentos se actualizan rápidamente y las operaciones se hacen cada vez menos invasivas y más eficaces. Acepté ese temperamento, porque además favorecía mi aversión a someterme a una operación. También escuché de alguien que la lentitud de crecimiento podría ser compatible con tumor benigno”.
“Al cabo de 7 años del hallazgo, el tumor tenía ya 30 mm., la frontera arbitraria y convencional entre la expectación y la cirugía. Mi urólogo amigo me invitó a disfrutar de mis vacaciones de verano y yo a cambio, lo invité a que me prometiera que en abril me iba a operar. En marzo, el diámetro era de 32 mm. La que sigue fue mi conversación en su consultorio:
-¿Cuándo me vas a operar, Marcelo?
-Conviene esperar amigo, pero quedate tranquilo que no voy a permitir que el nódulo llegue a 35 mm.
-Entonces ¿cuál es el criterio de esperar, y además antes el límite era 30 mm y ahora lo aumentás a 35?
-El criterio es el mismo que sostuve hasta ahora: la poca probabilidad de metástasis y el progreso esperable de técnicas y equipos.
-¿No habrá Marcelo alguna razón oculta que piadosamente omitís y encima me cambiás el tamaño crítico?
-No mi viejo, si me pidieras la cirugía no tendría razones para negarme, porque mucho importa la voluntad del paciente.
- Te contesto a la brevedad Marcelo.
“Tres días después volví a su consultorio con la decisión tomada de ser operado. Marcelo nos comunicó a mi mujer y a mí que no sería él el cirujano sino Fernando, experto en cirugía laparoscópica poco invasiva. De este modo se evitaría la gran incisión clásica para operar el riñón. Marcelo sin embargo ofreció estar presente durante la operación, pero no para participar en las maniobras sino para pensar y compartir decisiones durante el acto quirúrgico”.
“La intervención se llevaría a cabo en un prestigioso hospital privado donde el cirujano contaba con el equipamiento al que estaba acostumbrado y los colaboradores habituales. Como persona, Fernando me pareció simpático, contenedor, medido y con la juventud que invariablemente los médicos mayores asociamos a la destreza manual para realizar procedimientos relativamente novedosos. Es decir que todo estaba en su lugar: cirujano joven para mover las manos y poner la cabeza, cirujano de más edad para apoyar el razonamiento del más joven si hiciera falta, y centro médico con dotación adecuada.
“Ese mismo día pedí los turnos para examen cardiológico, prueba de esfuerzo, análisis y valoración del riesgo quirúrgico. A las 48 hs. estaba completado el estudio preoperatorio y una compleja tomografía, cuyo resultado me sería comunicado al cabo de dos días. Los estudios generales dieron bien, pero la tomografía puso en evidencia que en lugar de un solo tumor renal, tenía tres de tamaño parecido. Eso reforzaba la indicación de cirugía, pero como debido a las múltiples lesiones no era posible extirpar sólo una parte del riñón, debía removerse todo el órgano”.
“De mi parte, como la decisión estaba tomada, quería que se me operara cuanto antes. El cirujano me extendió la orden de internación con la cual debía concurrir al hospital a las seis de la mañana y presentarme en la oficina de admisión, para que la intervención quirúrgica pudiera llevarse a cabo a las ocho. La noche previa dormí bien sin necesidad de sedante alguno. Al hospital me acompaño mi esposa, que estaba más nerviosa que yo. Me llamaron por mi apellido, por lo cual me acerqué a un mostrador con mi documento de identidad. Respondí algunas preguntas sobre filiación, domicilio y teléfono. Se me entregó un formulario impreso con algunos espacios en blanco para rellenar y me indicaron que firmara al pie. Era el consentimiento médico-terapéutico informado, que en realidad según indican las normas, debería haber leido un médico en mi presencia, explicar los términos y escribir en los espacios vacíos de qué operación se trataba y cuáles eran los riesgos que implicaba, porque el formulario que me presentaron era genérico. Pensé que estaba mal que ese documento lo ofreciera un empleado administrativo que no podría contestar las inquietudes que al leerlo pudiera expresar un paciente cualquiera. Lo firmé sin leer, primero porque era condición ineludible para la internación, y además porque con seguridad no encontraría ningún médico a esa hora dispuesto a brindar aclaraciones a las posibles preguntas que podría formularle”.
“Me acompañaron a un sector con recintos pequeños donde sólo cabía una cama angosta y una silla para acompañante. Allí debí quitarme toda la ropa de calle y reemplazarla sólo por un camisolín. Una enfermera adusta me preguntó antecedentes clínicos y registró mi presión arterial, frecuencia de pulso y temperatura axilar. Como el tiempo trascurría y ya se había superado con creces la hora programada para el comienzo de la operación, llamé a la misma enfermera para preguntarle si había algún inconveniente que explicara el retraso. Me respondió de mala gana que el quirófano estaba ocupado con una urgencia. Media hora más tarde me transfirieron de la cama a una camilla dura y angosta y mientras me despedía de mi mujer me retiraron de la habitación. Yo estaba tranquilo, aunque el desplazarse pasivamente por los pasillos mirando el techo, y ver trascurrir los tubos fluorescentes en sentido contrario al movimiento de mi camilla, fue una experiencia que recuerdo en forma vívida hasta el día de hoy por lo inusual de las imágenes. Se abrieron las puertas de la planta de quirófanos con lo cual pasé a manos de otra enfermera que se presentó con su nombre. Me explicó que la sala de operaciones aun no estaba preparada, por lo cual me trasladarían a un espacio de estacionamiento transitorio. Allí permanecí casi una hora. Mi cabeza se apoyaba en una barra de hierro que oficiaba de cabecera de la camilla, tenía frío, no podía moverme porque si lo hacía podía caer hacia un costado. Escuchaba voces, carros cuyas ruedas chirriaban y su contenido hacía ruido de metales al entrechocarse por el movimiento. Alguien pasó cerca y le pedí por favor que llamara a cualquiera que me relevara de esta situación sumamente incómoda y angustiosa. Entonces se acercó mi cirujano, acompañado de otra persona que dijo ser el anestesista, a quien respondí algunas preguntas sobre alergia y que se supone que integran la denominada visita preanestésica de rigor que en este caso fue apenas un simulacro de lo que debía ser. Al poco rato me pasaron a la mesa de operaciones y rápidamente me dormí.”
“Fue un posperatorio muy doloroso complicado con una infección pulmonar, la cual hice tratar por un especialista que entró de contrabando a mi pedido, porque el de la planta hospitalaria no había concurrido después de un día de haber sido llamado. Durante mi internación recibí solamente dos veces la visita de mi simpático pero ausente cirujano. Todos los días en cambio, me veían los residentes. Cada uno me preguntaba lo mismo que otro había preguntado el día anterior. Por suerte, mi amigo Marcelo concurría casi a diario. Aunque dejó claro que su presencia era social, yo intuí que vigilaba que todo se mantuviera en su cauce.”
El relato de mi colega fue apasionante. Yo sufría junto con él por las vicisitudes padecidas y hasta me hacía la idea de estar en su pellejo pidiendo ayuda, y al mismo tiempo vestido de blanco ofreciéndosela. En un momento y ya en la etapa en que me refería su egreso del hospital, lo cual omito para no prolongar la crónica, me dijo que pensara, atendiendo a mi condición de profesor universitario, el modo de insertar en cada materia clínica vinculada a la asistencia a pacientes, módulos o capítulos relacionados con empatía, comunicación, humanismo y todos aquellos temas que ayudan a los pacientes a superar el trance de la enfermedad, como complemento imprescindible de la medicación y otros recursos terapéuticos.
Tomé la idea y me puse a buscar médicos docentes, que además de la teoría tuvieran experiencia práctica sobre buen comportamiento y se encontraran dispuestos a enseñar con vocación y esmero a los estudiantes, con el convencimiento de que estos aspectos asistenciales son absolutamente necesarios para recuperar la salud perdida. Trascurrieron ya varios años de búsqueda infructuosa, porque no pude completar el plantel de docentes con todos aquellos que tuvieran los atributos requeridos.
Autor:
- Profesor Dr. Carlos Spector
- Cirujano torácico
- Decano de la Facultad de Ciencias de la Salud de UCES
- Profesor Consulto Titular de UBA
- Emérito de la Academia Argentina de Cirugía