Remedios Kurovich fue compañera de estudios de nuestra promoción en la universidad pública varias décadas atrás. Durante toda la carrera competíamos permanentemente por quién de nosotros obtenía mejores notas; lo cierto es que ella siempre ganaba. Era una época en que la proporción de varones que estudiaban en la facultad de medicina superaba ampliamente a la de mujeres. De ellas, solamente progresaban las muy inteligentes, estudiosas y sobre todo tenaces.
Era frecuente que la mayoría masculina las hiciera objeto de bromas, casi siempre de mal gusto. A Remedios por ejemplo, apenas empezamos a cursar los trabajos prácticos de anatomía le pusieron subrepticiamente en la cartera el testículo de un cadáver. Ella lo soportó estoicamente, así como también otras bromas de grueso calibre, si así se pueden calificar con benevolencia tales procederes denigrantes.
Remedios era bastante poco agraciada, no se maquillaba y las prendas que usaba eran muy descuidadas y fuera de moda; tal vez por eso más que por su escasa locuacidad, pasaba bastante desapercibida la mayor parte del tiempo que compartía con sus compañeros. Sin duda a nadie le despertaba fantasía erótica alguna. Por ese entonces, antes de las residencias y del internado anual rotatorio hoy imprescindible para graduarse, las prácticas con pacientes eran voluntarias y se llevaban a cabo en hospitales públicos. Durante el último año de la carrera, los estudiantes se ofrecían a los jefes de distintas guardias, y ellos en forma discrecional decidían si aceptaban o no la incorporación de los postulantes.
Durante las 24 horas de la guardia semanal, se participaba en la mayoría de las labores cotidianas de rutina, las urgencias y emergencias, las operaciones programadas que se hacían pasar como impostergables para “hacerse la mano”, los abortos incompletos que se debían completar mediante legrados uterinos, las salidas en ambulancias a los domicilios de pacientes o a las calles donde se producían accidentes o lesiones por armas blancas o de fuego. Había jerarquías: el practicante mayor era el de más edad y por lo general un estudiante crónico muy autoritario; el practicante menor se comportaba de modo algo más amigable y ya estaba incorporado al plantel estable con renta, y finalmente los “perros de guardia”, voluntarios con obligaciones, pero sin derechos.
Durante el primer día de trabajo, era de rigor la “manteada”, ritual de bautismo que podía variar entre bromas más o menos pesadas y agresiones crueles. Entre las primeras, era un clásico preguntar al practicante que volvía de su primer auxilio en ambulancia cuál había sido el diagnóstico del paciente asistido y qué medicación había prescripto. Se constituía un verdadero tribunal de los “viejos” para enjuiciar al recién ingresado, aduciendo que el medicamento recetado no era el que correspondía y que la dosis indicada era poco menos que mortal. Entre las más agresivas, a veces se usaba atarle hasta que le doliera una barra de hielo a la espalda o encerrarlo con cadáveres en la morgue del hospital.
Los bautismos que produjeron lesiones en ingresantes, fueron determinantes entre otras razones, para la supresión definitiva del practicantado. Remedios soportó todo estoicamente durante muchas semanas. Mejor no relatar las vicisitudes que debió sortear para ganarse su permanencia. Por esos años la habitación para mujeres estaba separada de las destinadas a varones.
Un día, un practicante muy fiestero se escondió debajo de la cama de Remedios, esperó a que ella se quitara la indumentaria de trabajo y se acostara a descansar durante el poco tiempo que se le había permitido hacerlo, para propinar fuertes golpes en la parte de abajo del colchón. Remedios se asustó mucho y salió en ropa interior despavorida al pasillo, donde la esperaban entre carcajadas los compañeros de la guardia. También esta vez, soportó pacientemente la broma, sin imaginar que su actitud tolerante y determinada le iba a generar un gran respeto de todos y que a partir de entonces no haya habido ulterior maltrato.
Se graduó con medalla de oro y se propuso dedicar toda su energía con gran vocación solamente a la medicina en todos sus aspectos: el asistencial a través del ejercicio de la clínica médica, el docente en la cátedra de la especialidad y el académico mediante su incorporación a sociedades científicas desde la categoría de miembro adherente. Varios ex compañeros de estudios mantuvimos con ella una relación casi estrictamente profesional por un tiempo breve después de la graduación, porque en lo personal el trato mutuo fue muy distante. Sólo una vez comentó a uno de nosotros que no pensaba casarse ni tener hijos. Inferimos entonces que simplemente ella no podía concretar ese propósito tan habitual en el común de la gente, y que el elogio que hacía de las bondades de dedicarse a la profesión para el progreso de la humanidad en lugar de desperdiciar el tiempo en la familia tal como declamaba, era nada más que hacer de su carencia una virtud, como una forma engañosa de autocomplacencia.
Fue muy “exitosa” en su actividad hospitalaria pero no tanto en el consultorio de la clínica donde los pacientes elegían el médico con quien atenderse. Remedios era adusta, muy formal, exigía de manera autoritaria el cumplimiento estricto de las indicaciones, reconvenía a quienes cometían desvíos aunque estuvieran justificados, hablaba poco y dejaba hablar menos aún, era muy intolerante con los atrasos sin atender razones, nunca exhibió un gesto afectuoso ni formuló preguntas que demostraran interés en la vida de los demás. No obstante, la dirección del centro la mantenía en el cargo porque resolvía con precisión los casos complejos en que los colegas inseguros y dubitativos fracasaban.
En el hospital, se destacaba por su puntualidad, rendimiento y la concurrencia fuera de horario para atender algún paciente complejo que requería visitas asiduas a cualquier hora del día y de la noche, aunque jamás se ocupó de los aspectos humanos o personales de los demás. Los pocos ratos libres que tenía, los usaba para concurrir a la biblioteca. Estaba siempre actualizada, no solamente sobre los temas frecuentes de la clínica médica, sino también de otras especialidades, y por esta razón podía derivar pacientes en forma oportuna a distintas áreas para mejor diagnóstico y tratamiento.
Pocos años después de su incorporación fue designada subjefa del servicio. Tenía frecuentes enfrentamientos con su superior inmediato, no por razones de organización ni seguramente tampoco de género, sino debido a diferencias conceptuales en los diagnósticos y tratamientos de los pacientes difíciles que se presentaban en los ateneos para discusión sobre las conductas más adecuadas según el consenso entre los profesionales participantes. Era arrogante y enrostraba sus triunfos, lo cual generaba rechazos por parte de muchos de los colegas a quienes solía denigrar con epítetos, poco frecuentes entonces en boca de las mujeres.
Por los choques constantes que por error ella atribuía exclusivamente a su condición femenina, Remedios pensó en irse del hospital, cuando se abrió un concurso en otro centro asistencial perteneciente a una de las instituciones estatales armadas. Ella sabía de las dificultades a las que iba a someterse tanto por ser mujer, como por pertenecer a una minoría étnica discriminada en ciertos ambientes. Más aún, era la época de la guerrilla en que las prevenciones oficiales eran extremas. Nos refirió que la entrevista preocupacional fue una verdadera tortura.
El interrogador lo hizo en un recinto cerrado sin ventanas, separado de ella por un escritorio sobre el que, antes de ordenarle que se sentara sobre una silla destartalada, apoyó una pistola con el caño dirigido hacia su cuerpo. Con seguridad fue una suerte que no fuera admitida porque probablemente se ahorró un futuro lleno de sinsabores. En consecuencia, debió esperar pacientemente a que se produjera otra vacante, pero en un hospital público, y allí se fue a trabajar por haber ganado el concurso de antecedentes y oposición. Por fortuna, era un centro universitario con actividad docente y académica a la que de inmediato se incorporó con dedicación obsesiva.
Su meta estaba siempre más arriba que el peldaño en que se encontraba. Pocos años después fue jefa del departamento clínico, pero eso tampoco le alcanzaba; quería ser directora, cargo que otorga poder y por ello sumamente apetecido para algunos. Muchos inescrupulosos pretenden usarlo para direccionar licitaciones y percibir comisiones o lograr prebendas indebidas, lo cual no podría ser el caso de Remedios, cuyos valores encomiables eran muy conocidos.
En parte debido a eso había generado resistencias. Nunca fue apreciada por la asociación de profesionales a la que no se había afiliado, ni por la agrupación gremial a la que pertenecía el personal no profesional, la cual pretendía ejercer la dirección en las sombras con propósitos espurios. Le inventaron causas judiciales poco sustentables de las que tuvo que defenderse y desde luego salió airosa, pero al precio de un estrés indecible. Mucho la ayudó su actividad académica para sobrellevar los sinsabores provocados: había presidido la sociedad de medicina interna del país y una asociación internacional muy prestigiosa.
En la docencia universitaria logró acceder al máximo cargo del escalafón, que es profesor regular titular. No obstante ello, con asiduidad expresaba su frustración por no haber alcanzado el decanato de ninguna facultad ya que nunca la convocaron a pesar de sus aptitudes para la gestión, debido a su carácter poco componedor y su escasa flexibilidad ante situaciones complejas en que se deben poner en juego artes diplomáticas de las que la doctora carecía. Hoy Remedios se encuentra en las postrimerías de su carrera, muy próxima a la jubilación. No ha preparado su retiro, carece de afición por alguna otra actividad fuera de la medicina que la ocupe y distraiga. No tiene familia que la contenga ni a la que dedicarse, porque jamás recordó los cumpleaños de su sobrina ni concurría a las reuniones en que sus allegados celebraban algún acontecimiento.
Su biblioteca personal carece de otros libros que no sean los de medicina, no tiene televisor ni equipo de música. Su guardarropas está casi vacío; sólo tiene indumentaria de trabajo, un par de trajes formales y algunas monótonas blusas grises. Ignora lo que ocurre con la política, no opina sobre noticias de actualidad porque las desconoce, ni de espectáculos ya que siempre dijo que no eran su tema. Jamás practicó deportes, ni siquiera fue afecta a paseos o caminatas. Carece de habilidades manuales, por eso nunca cosió un simple botón ni arregló un enchufe de su casa. Ni hablar de un hobby o de juegos de salón; estos últimos porque requieren socializar, lo cual nunca fue compatible con su modo de ser huraño.
Mientras le obedecen a regañadientes, los compañeros y subordinados que no la quieren mucho, esperan el momento en que se le conceda la jubilación. Varios de ellos, los más impacientes, juntaron el dinero para encargar una placa de bronce con su nombre en relieve, destinada a ser colocada sobre la puerta de entrada al servicio de clínica médica. Los otros, más benévolos, les explican que se suele dar el nombre a una sala para conmemorar a un apreciado jefe que ha fallecido. Es por lo segundo que lo hacemos, responden.
El autor |
- Profesor Dr. Carlos Spector
- Cirujano torácico
- Decano de la Facultad de Ciencias de la Salud de UCES
- Profesor Consulto Titular de UBA
- Emérito de la Academia Argentina de Cirugía