Un conmovedor relato de la Dra. Natalia Panero

La madrugada en la que sentí por primera vez que era médica

"Desamparada, los vi irse. Y con ellos, se fue la inocencia con la que había ejercido la medicina hasta ese momento"

Autor/a: Dra. Natalia Panero (Rosario, Argentina)

“Tenía que dar la tristísima noticia a una mamá de que su hijito de siete años, con un Sida terminal (pos transfusional, al comienzo de la epidemia), se iba a morir. Pronuncié la consabida frase: “Ya no hay nada que hacer”. A lo que la mamá me contestó: “Si, hay por hacer”. “¿Qué puedo hacer?”, le pregunté. Y con lágrimas en los ojos, me dijo: “Doctor, ¿me puede abrazar?”
Francisco “Paco” Maglio, Los pacientes me enseñan"

El recuerdo de sus palabras me salvaron la madrugada en la que sentí por primera vez que era médica.

Tenía 24 años. Fue una noche de tormenta, habían pasado 11 meses desde que finalicé la carrera y  9 meses desde mi ingreso a la residencia de pediatría. Estaba de guardia con mi residente superior. A la 1 de la madrugada nos llaman desde la guardia externa para avisarnos que se internaría un niño de 6 años, previamente sano, por neumonía con requerimiento de oxígeno. Realizamos el ingreso, hablamos con el niño y su mamá respecto al diagnóstico y al tratamiento y nos retiramos a la sala de médicos.  A las dos horas encontré a la mamá en el pasillo: “¿Todo bien?”, le pregunté. “Durmió un rato pero se despertó porque le duele la cabeza, fui a mojar este pañito para ponerle en la frente y ver si puede volver a descansar.” La acompañé a la habitación para evaluarlo. No hizo falta ingresar para entender lo que sucedería, el paro fue inminente.

El anestesista manejaba la vía aérea, mi residente superior realizaba el masaje cardíaco, la pediatra de la guardia externa y la enfermera se encargaban de la medicación y yo terminaba de solicitar la ambulancia para derivar el paciente a terapia intensiva de otro hospital cuando escuché que, tras 15 minutos de RCP, alguien preguntó “¿hablaron con la mamá?”. Éramos pocos. En ese momento, en el que todos estaban cumpliendo un rol vital, sentí que yo también era médica y debía hacer lo que se necesitara. Sin dudarlo respondí “No, yo voy”. “Andá adelantándole” fueron las últimas palabras que escuché al salir de la habitación.

¿Qué tenía que adelantarle? ¿Que se iba a morir? ¿Qué tal vez viviría? ¿Cuánta información debía dar? Camino al office de enfermería, donde estaba la mamá, sentí pánico. Quería llorar y desaparecer. No entendía lo que estaba sucediendo y debía explicárselo a alguien, a la madre de un niño que tres horas antes ingresó caminando y me contó travesuras de su hermanita.  No podía ordenar mis pensamientos. Sabía qué hacer en la habitación pero no sabía qué hacer fuera de ella. Esa situación nunca fue pregunta de examen. Cuando llegué al office, antes de entrar, respiré profundo, contuve las lágrimas y en un instante de claridad me pregunté: ¿Qué haría Paco Maglio en esta situación? No tuve más herramientas ni recursos que apelar a él, a quien tuve la fortuna de conocer y escucharlo en múltiples ocasiones y de quien aprendí aquello que no enseñan en las aulas. Pensar en él me ayudó a ingresar.

Mi expresión, sin dudas, habló antes que mis palabras y su expresión, tan pacífica, me confundió aún más. Le expliqué que su corazón había dejado de latir y ya no respiraba, pero que mis compañeros estaban haciendo todo lo posible para revertir eso. La tomé de la mano y le pregunté cómo podía ayudarla, le ofrecí que llamara a alguien. “Tranquila, yo sé cómo lo están cuidando y que están haciendo todo lo posible por salvarlo, gracias. Ya llamé a mi marido y al pastor”, me respondió. Aún recuerdo su mirada y siento sus manos tibias. Me quedé junto a ella, en silencio. Fue ella quien habló y (sin saberlo) me sostuvo. Por respeto conservo sus palabras para mí, en lo íntimo de mi corazón.

Al tiempo llegaron mis compañeros, quienes le dieron la fatídica noticia.

Lo siguiente, también fue nuevo. Confeccionar el certificado de defunción y averiguar cómo proceder, para explicarle a los padres todos los trámites que debían realizar.

Habían pasado varios minutos cuando golpearon la puerta de la sala de médicos. Abrí. Eran los padres junto al pastor, querían hacer una oración en el último sitio donde estuviera su niño antes de ir al cementerio y me pidieron que los acompañara. “Por supuesto”, fue mi respuesta. Averigüé cómo llegar a la morgue.  El lugar se encontraba fuera del edificio central del hospital, a unos 200 metros. Salimos juntos, en silencio. Afuera ya había amanecido, había salido el sol pero aún perduraban los charcos de agua de la tormenta de la noche anterior. Llegamos a la morgue y ellos 3 se acercaron a la puerta, allí rezaron juntos. Yo observaba inmóvil a unos metros. Al finalizar, se acercaron y desearon que el Señor me diera felicidad y fortaleza en mi vida profesional, para poder afrontar todas las situaciones difíciles. Me agradecieron por haberlos acompañado y se despidieron.

Desamparada, los vi irse. Y con ellos, se fue la inocencia con la que había ejercido la medicina hasta ese momento.

Años después llegó el momento de despedirme del servicio que me vio crecer, del cual me llevé más de lo que dejé. Quise obsequiarles un detalle y fue sencilla la elección. Desde ese día, en la biblioteca de mi querida sala de pediatría, se encuentran junto al Nelson alguno de los libros en los cuales yo había encontrado humanidad: "La dignidad del otro", "Los pacientes me enseñan", "Permiso para morir" y  "La verdad y otras mentiras". Acompañados, por supuesto, de una cafetera nueva.


 

La autora: Dra. Natalia Panero Schipper. Médica, egresada de la Facultad de Ciencias Médicas de la UNR. Especialista en Pediatria, Hospital Escuela Eva Perón, Granadero Baigorria – UNR. Especialista en Nefrología Pediátrica, Hospital de Pediatría Prof. Dr. J.P. Garrahan - UBA. Nefróloga Pediátrica en Hospital Universitario Austral.