Fue en 1964, tenía 23 años y trabajaba en mi primer empleo, en un periódico en Miniápolis, a 2000 kilómetros de mi casa, en Nueva York. Mi vida amorosa era un desastre, mi trabajo era aburrido, mi jefe era un misógino. Y yo, educada para asociar el amor y la felicidad con la comida, recurrí a ella para obtener consuelo. Empecé a subir de peso. Si bien hacía dietas para tratar de bajar lo que había subido, al tiempo recaía y volvía a ganar todo lo que había perdido. Y algo más.
No pasó mucho tiempo para que me entrara la desesperación. Cuando me di cuenta de que no podía dejar de comer una vez que había empezado, decidí no comer durante el día. Después, al salir del trabajo y fuera de la vista de los demás, empezaba el atracón. Me enteré dónde estaban los pocos lugares familiares abiertos las 24 horas para recoger la dotación nocturna, camino a casa. Entonces, pasaba la noche comiendo sin parar, primero algo dulce, después algo salado, después otra vez lo dulce, y así sucesivamente. Un kilo de helado era sólo el comienzo. Era capaz de consumir tres mil calorías cada vez que me sentaba a comer. Muchas mañanas despertaba encontrando comida a medio masticar en mi boca.
Ese fue mi dramático debut con el “binge eating disorder” o “trastorno por atracones”, que según concluyeron especialistas de Harvard en un estudio publicado hace algunas semanas constituye el desorden alimentario más frecuente: lo sufre el 2,8% de los mortales, un porcentaje equivalente a casi el doble de la anorexia (0,6%) y la bulimia (1%) juntas.
Lo mío no fue nada fácil. Y, como se podría esperar, debido a que nunca me purgué (ni siquiera había oído hablar de eso entonces), fui engordando hasta que había subido una tercera parte más de mi peso, aun cuando realizaba actividades físicas. Mi desesperación era profunda, y una noche en medio de un atracón me volví suicida. Había perdido el control sobre mi forma de comer. Afortunadamente, todavía era lo suficientemente racional como para pedir ayuda, y a las dos de la mañana llamé a su casa a un psicólogo al que conocía. Su disposición para verme en la mañana me mantuvo toda la noche. Sólo hablar sobre mi conducta y enterarme de que no era yo la única persona con este problema me ayudó a aliviar la desesperación.
El programa inventado
No obstante, él no pudo ayudarme a dejar los atracones. Eso fue algo que tuve que hacer por mí misma.Y para entonces ya sabía que las dietas eran un desastre, algo que uno hace para dejarlo de hacer, sólo para volver a subir lo que ya se bajó. Así es que decidí que si iba a ser gorda, al menos iba a estar saludable. Con mi entonces limitado conocimiento de nutrición, me inventé un programa de alimentación: tres comidas sustanciales al día con un tentempié sano entre comidas si tenía hambre. No me permitía saltarme comidas. Vacié mi departamento de mis alimentos favoritos para los atracones, aunque me permití una pequeña delicia al día. Y continué con mi actividad física regular. Después de un mes, perdí tres kilos y medio. Y seguí bajando alrededor de un kilo al mes (conforme bajó el peso, sucedió lo mismo con la cantidad de comida que necesitaba) hasta que dos años después había regresado a mi peso normal.
La doctora Katherine Halmi, directora del programa de desórdenes alimentarios de la división Westchester del Hospital Presbiteriano de Nueva York, dice que de 10 a 15% de la población obesa tiene este problema, y entre quienes se dan atracones sin purgarse, casi 90 por ciento es obeso. Hacer dieta con frecuencia dispara el problema, agregó Halmi, y otros factores de riesgo incluyen un desastre personal, como la muerte de un cónyuge, perder el empleo, tener un problema grave en el trabajo o que a una la abandone el marido por otra mujer. “La gente aprende que los atracones alivian la ansiedad del momento, es similar a una adicción”, agregó la especialista. Los principales objetivos de la terapia son la abstinencia de atracones, y la pérdida de peso o su control, dijo Cynthia M. Bulik, catedrática de trastornos alimentarios de la Universidad de Carolina del Norte.
El peso normal
La más popular es la terapia cognitivo conductual. Dado que quienes padecen trastorno por atracón tienen hábitos alimentarios muy irregulares, introduce una estructura a su conducta alimentaria: comidas regulares, incluido el desayuno, y un tentempié a la tarde. Quienes están en recuperación no deben pasar más de cuatro horas sin comer, e incluir alimentos que les gustan.
El aspecto cognitivo trata de deshacer nociones poco saludables como: “Ya eché a perder todo, así es que bien podría comerme el resto del helado” o “No desayuné, así es que puedo comer más por la noche”. “También las ayudamos a encontrar respuestas más apropiadas para los problemas emocionales, como técnicas de relajación en lugar de comida”, dijo Bulik. El enfoque cognitivo conductual, aun cuando muy efectivo para detener los atracones, es menos eficaz para la pérdida de peso. Thomas Wadden, director del Centro de Trastornos Alimentarios y de Peso de la Universidad de Pensilvania, encontró que un plan estructurado de comidas que reduce la ingesta diaria en 500 a 700 calorías, pero permite un par de cientos en comidas que le gustan a la persona, es efectivo para detener los atracones y ayuda a bajar de peso.
A veces se utilizan algunos antidepresivos, dijo Bulik, aunque faltan datos a largo plazo. En cuanto a mí, alguna que otra vez sigo comiendo sin control. Cuando tengo ansiedad o estoy enojada, es probable que me despache una docena de galletitas con aspecto inocente o una buena medida de helado. Sin embargo, no tiene nada que ver con lo que era antes. Y desde 1967, con fluctuaciones menores, he mantenido mi peso normal.
Por Jane E. Brody (The New York Times News Service)