Por: Paul Davies
La ciencia, se nos dice una y otra vez, es la forma más confiable de conocimiento del mundo porque se basa en hipótesis verificables. La religión, en cambio, se basa en la fe.
La expresión "ver para creer" ilustra bien la diferencia. En la ciencia, un saludable escepticismo es una necesidad profesional, mientras que en la religión el hecho de creer sin prueba alguna se considera una virtud.
El problema de esa separación es que la primera tiene su propio sistema de creencias basado en la fe. Toda la ciencia procede sobre la premisa de que la naturaleza está ordenada de manera racional e inteligible. Si alguien pensara que el universo es un conjunto sin sentido de elementos yuxtapuestos al azar, no podría ser un científico.
La expresión más refinada de la inteligibilidad racional del cosmos se encuentra en las leyes de la física, las reglas fundamentales del funcionamiento de la naturaleza. Las leyes de la gravedad y el electromagnetismo, las leyes que regulan el mundo interior del átomo, las leyes del movimiento; todo ello se expresa mediante prolijas relaciones matemáticas. ¿Pero de dónde salen esas leyes? ¿Por qué tiene esa forma?
En mis épocas de estudiante, se consideraba que las leyes de la física estaban por completo fuera de cuestión. La tarea del científico, se nos decía, es descubrir las leyes y aplicarlas, no preguntarse por su procedencia. Las leyes se consideraban algo "dado" —grabadas en el universo a la manera de la marca de un creador en el momento del nacimiento cósmico— y estable para toda la eternidad. Para ser un científico, por lo tanto, había que tener fe en el que el universo estaba regido por leyes matemáticas universales, absolutas, inmutables y confiables.
Hace años que a menudo pregunto a mis colegas físicos por qué las leyes de la física son lo que son. Las respuestas varían entre "esa no es una pregunta científica" y "nadie lo sabe". La idea de que las leyes existen sin razón alguna es profundamente antirracional. Después de todo, la esencia de la explicación científica de un fenómeno es que el mundo está ordenado de forma lógica y que hay razones por las que las cosas son como son. Si se rastrean esas razones hasta el fundamento de la realidad —las leyes de la física— sólo para descubrir que entonces la razón nos abandona, eso invalida la ciencia.
¿Es posible que el poderoso edificio de orden físico que percibimos en el mundo que nos rodea se base en última instancia en un absurdo irracional? Si es así, entonces la naturaleza es un engaño inteligente y perverso: ausencia de sentido y absurdo disfrazados de orden genial y racionalidad.
Si bien durante mucho tiempo los científicos se inclinaron por ignorar las preguntas relativas al origen de las leyes de la física, ahora experimentan un cambio de actitud considerable.
Es evidente, entonces, que tanto la religión como la ciencia se basan en la fe, a saber, en la creencia en la existencia de algo exterior al universo, como un Dios no explicado o un conjunto no explicado de leyes físicas.
Copyright Clarín y The New York Times, 2007. Traducción de Joaquín Ibarburu