Por Diego Golombek | LA NACION
Mirta se levanta muy temprano, aún antes de que salga el sol. La mañana es su paraíso personal: está de lo más fresquita, puede ir al gimnasio, resolver los problemas cotidianos, avanzar en el informe pendiente para su trabajo. Se diría que el sol es su aliado incondicional. El problema es tratar de despertar a Esteban, su hijo adolescente, para que de esa mata de pelos y huesos largos salga un ser humano relativamente consciente para llegar a horario al colegio. Esteban siente que esas horas de la mañana son un calvario, un universo equivocado en el que no le corresponde vivir. Pero con el correr de las horas la historia se invierte: ya hacia la tardecita Mirta comienza a sentir esa somnolencia que le opaca la vista y el pensamiento; y si por ella fuera, cenaría bien temprano y de ahí a la cama sin escalas. Esteban, por el contrario se empieza a despertar -lo que se dice despertar -en algún momento de la tarde, y por la noche se siente brillante, listo para el fútbol 5 con los amigos o para entender la tarea escolar que a duras penas había podido copiar hace sólo unas horas.
Ejemplos, extremos tal vez, de algo que nos pasa a todos: nos identificamos como mañaneros o noctámbulos o, de acuerdo con la jerga cronobiológica (aquella que estudia nuestros tiempos y nuestros ritmos), alondras y búhos. Ojo, a no abusarse: si bien todos tenemos algún grado de preferencia temporal para actividades físicas o intelectuales, los casos extremos representan sólo al 10% de la población. Pero sin duda que lo sufren y mucho.
Comencemos por el principio: escondido en el cerebro, un pedacito de tejido nervioso mide el tiempo y le dice al cuerpo qué hora es -el famoso reloj biológico. Gracias a este reloj hay tiempos para dormir, para despertar, para tener hambre, para cargar bolsas en el puerto y para resolver crucigramas -y también para responder de manera ideal a los remedios. Pero el asunto es que las agujas de este reloj no apuntan igual en todas las personas: en algunos están más adelantadas y en otros, más retrasadas, lo que genera que sus tiempos estén un poco desfasados con respecto a lo normal -si es que hay algo normal o anormal en todo esto. Más aún: hay evidencias de que estas preferencias temporales -que en el lenguaje técnico se llaman cronotipos- en algunos casos son innatas y hay pistas genéticas que subyacen a ser mañanero o noctámbulo, de la mano de ligeras variaciones en genes como period o clock (nombres muy originales para tener algo que ver con el reloj biológico.).
Aunque la cosa se pone más interesante cuando consideramos que no necesariamente mantenemos el mismo cronotipo durante toda la vida. Los adolescentes -como nuestro amigo Esteban de unos párrafos más arriba- son típicos búhos, imposibles de despertar o descifrar por la mañana. Una consecuencia de esto es que el horario de comienzo de clases de la escuela secundaria es una verdadera estupidez cronobiológica: hagan la prueba de visitar un aula en las dos primeras horas y verán una población de zombies. (Claro está que cuando a los cronobiólogos nos toca dar una charla en tales antros, salimos en andas, vitoreados como héroes). Es más: el hecho de que los jóvenes tiendan a tener más actividades nocturnas -chatear, ir a bailar, ver tele hasta cualquier hora- no es sólo un fenómeno cultural, sino que también obedece al particular tic-tac de su reloj biológico. Por el contrario, no es raro que en los ancianos (sin que se ofenda Mirta) la temporalidad se invierta y se vuelvan alondras, con despertares y anocheceres muy tempranos. Más allá de estos cambios en el desarrollo, hay personas que son búhos o alondras extremos toda la vida, imposibilitados de conciliar el sueño en horarios normales -y en algunos casos es un fenómeno hereditario, con familias que se juntan a desayunar a la tarde. No se cura, pero se puede tratar de varias maneras.
El problema surge cuando estas preferencias horarias entran en conflicto con nuestras actividades cotidianas, como el trabajo o la escuela. En cierta forma, todos estamos deprivados de sueño -piensen en la necesidad de usar un reloj despertador por las mañanas. Hasta hay quienes hablan de un jetlag social que, en lugar de provocarse por atravesar husos horarios y llegar a París para encontrarse con Ingrid Bergman, se debe a que nos toca trabajar de noche, o en turnos, o en momentos en que quisiéramos contar ovejas o tomar un Martini. Si sólo pudiéramos escuchar por quién doblan las agujas de nuestro reloj biológico, todo andaría mucho mejor. El tiempo no espera a nadie...
* Doctor en Ciencias Biológicas, profesor de la UNQ e investigador del Conicet.