Por Diego Golombek
Foto: Martín Lucesole
Nuestra vida está llena de maravillas de las que ni siquiera nos percatamos. Una de ellas es tan pero tan común que nos pasamos más de una hora diaria (o unos 19 días por año, si lo prefieren) haciéndolo y nada, no nos damos cuenta. Efectivamente, parpadeamos unas 15.000 veces al día y cada parpadeo dura en promedio unas tres décimas de segundo, así que a hacer las cuentas de todo lo que nos perdemos de mirar. Y esta obligación de parpadear tal vez sea la explicación de por qué es tan difícil el juego de mirarse a los ojos a ver quién dura más sin cerrarlos.
Es cierto, el parpadeo es necesario para limpiar y lubricar el ojo, pero hay más ciencia escondida en este abrir y cerrar de párpados. Por ejemplo, la frecuencia no necesariamente se altera si estamos en el desierto, en un sauna o en un baño de vapor. Ahora prendan los cronómetros, el párpado -ese pedacito insignificante de piel- comienza a bajar lentamente, se acelera en la mitad y luego se enlentece antes de cerrarse del todo. Luego de 1/20 segundos cerrado, se abre de nuevo y para el cerebro aquí no ha pasado nada. Eso sí, si se apaga la luz por esta fracción de segundo, nos percataremos de inmediato.
Una observación de lo más interesante es que la frecuencia del parpadeo tiene que ver con lo concentrados que estemos: los pilotos de aviación o de autos parpadean menos cuando están en situaciones que requieren mucha atención, e incluso todos reducimos esta frecuencia si estamos leyendo o haciendo cálculos artiméticos. ¿Y saben lo que todos ustedes acaban de hacer? Parpadearon al llegar al punto de la oración anterior, como si el parpadeo acompañara la pausa de la actividad mental. Así, este movimiento de morondanga parece estar reflejando lo que pasa dentro de nuestro cerebro con la información que le llega.
Si estamos hablando con alguien y parpadea impúdicamente, puede que no nos esté llevando mucho el apunte, porque está en una especie de pausa mental mientras nosotros le decimos todo lo que tendría que estar haciendo.
No estamos solos en esto, los animales también parpadean y hasta hay diferencias de acuerdo con su modo de vida. Hay observaciones de los años 20 que indican que los herbívoros son más parpadeadores que los carnívoros. Entre el bichaje, los gatos son buenos en esto del parpadeo, y como lo hacen más lentamente, es fácil observarlo y estudiarlo. Tal vez sea que hablan más, ya que al menos en los humanos se comprobó que el lenguaje hablado aumenta este abrir y cerrar de ojos. Asimismo, los nervios o la ansiedad suelen aumentar la frecuencia de parpadeo; hay quienes dicen reconocer las mentiras por cómo parpadea el interlocutor.
A esta altura más de uno se habrá preocupado por todo lo que se desaprovecha del mundo. Tal vez, incluso, nos perdamos el momento clave de una película por estar con los ojos cerrados. Pero no, resulta que en el cine podemos controlar de manera inconsciente el momento del parpadeo y así no nos perdemos de nada importante. Y como nuestra mirada cinematográfica suele ser compartida, resulta que en la platea los parpadeos de los espectadores suelen estar más o menos sincronizados y tienden a ocurrir cuando en la película pasan cosas poco interesantes. Ya se imaginan el experimento: pochoclo, los súper agentes en la pantalla y los científicos midiendo cómo, cuándo y cuánto parpadea el público.
Pero, ¿por qué no nos damos cuenta de esta oscuridad repentina? Parece ser que durante el parpadeo se apagan las áreas visuales del cerebro (lo que obviamente no ocurre cuando simplemente se apaga la luz). Y el ojo es una colección de fenómenos imperceptibles. Prueben, por ejemplo, mirar a uno u otro ojo frente al espejo, seguramente no van a percibir el movimiento. En cierta forma el cerebro -ese mentiroso- nos roba ese momentito en el que los ojos se están moviendo de un lado a otro. Es ese mismo cerebro que nos hace creer que si miramos de pronto a un reloj -pruébenlo con el del microondas mientras se calientan un café-, el primer segundo parece tardar mucho más que los siguientes. Y si miramos hacia otro lado y luego dirigimos nuevamente la vista hacia el segundero, zas, de nuevo, el primer segundo tarda una eternidad. Estas dos experiencias tienen que ver con los movimientos bruscos (en la jerga, sacádicos) de los ojos, que el cerebro trata de ocultar por todos los medios. Y uno que pensaba que todo lo que hay ahí afuera se percibía tan fácilmente. Como el parpadeo de las sombras que a lo lejos...
* El autor es doctor en Ciencias Biológicas, profesor de la UNQ e investigador del Conicet.