Hay una medicina que se ejerce en los salones de los hoteles five stars, en los journals y en las academias. Es interesantísima, deslumbrante, te come la cabeza. Está llena de gente valiosa e inteligente. Pero también está infectada de fanfarrones y egomaníacos. Es una medicina para médicos, endogámica. Una isla paradisíaca donde el sufrimiento, el dolor o la muerte nunca salen del Power Point. Es seductora y mentirosa. Huele a perfume de free shop. Es falsa como el espejo de la madrastra de Cenicienta.
Pero también está la gente...
La mujer que te mira con sus enormes ojos azules y te pide aire, aire, aire... El hombre que se toma el pecho y cierra la mano como una garra sobre el esternón. El tipo te pregunta con la mirada si eso es la muerte. La madre que te pone sobre los brazos a una nena empapada en sudor sacudiéndose en medio de una convulsión. Te grita, sin pronunciar ni una palabra, con la boca apretada y las manos crispadas, que vos sabés, que vos podés, que vos sos Dios y que por eso te la entrega. Una viejita esquelética abandonada en la cama del hospital a la que nadie nunca vino a ver. Te mira. Te pide que le tomes la mano. Que la toques. Porque morirse sin otra piel que roce la suya es inhumano, es indigno, miserable. Y vos le apretás fuerte los dedos flacos y huesudos. Y esperás a que la muerte se la lleve en paz. El viejo que te pregunta si sus hijos están afuera. Se queda esperando tu respuesta con sus ojos clavados en los tuyos. Vos dudás. Y le decís que sí, que pasaron toda la noche en vela, que están preocupados, que lo deben querer mucho por la forma en que preguntaban por él. Que más tarde los dejarás pasar aunque sea un ratito. Pero afuera no hay nadie. Le mentiste. Nunca hubo nadie.
Después viene la secretaria y te exige que completes un certificado. Te apura para que hagas las epicrisis pendientes. Te llaman del sanatorio para avisarte que las obras sociales no pagaron, que no podrás cobrar por tu trabajo del mes.
Más tarde entregás la guardia y te vas a tu casa.
La calle te resulta extraña, inhóspita. Has perdido los códigos de convivencia. No entendés ninguna de las preocupaciones de la gente. Ni sus tristezas ni sus alegrías. El mundo está cubierto de un velo opaco. Una atmósfera turbia de Jet-lag. Abrís la puerta y tu mujer te recibe como si desde el momento en que te fuiste -36 horas atrás- no hubiese ocurrido nada en tu vida. Hay un agujero de tiempo que nadie, excepto vos, percibe. Te dice que tu hijo tiene fiebre, que llegó la cuota del colegio y que hay que llamar al service del lavarropas. Te encerrás en el baño. Ella te sigue hablando a través de la puerta. Te grita que no orines sobre la tabla del inodoro y que pongas la ropa sucia en el canasto.Te mirás al espejo. Te das lástima. Te duele la espalda.
Pensás en tu compañera de guardia. Sabés que ella te entendería. Que no necesitarías decirle nada. Cerrás los ojos y ves sus pechos flotando debajo de la chaqueta. Despeinada. Acostada en la cama de abajo, vos en la de arriba. Derrumbados, los dos. Sobre el piso hay una caja de cartón con restos de pizza fría mordisqueados. La escuchás respirar. Están agotados, insomnes. Ella estira el brazo, lo sube como buscando el cielo. Vos bajás el tuyo. Se tocan. Se acarician las manos. Se arpietan hasta hacerse doler.
Ahora estás solo en el baño. Afuera tu hijo llora. En la tele una idiota grita y se ríe a carcajadas. Te sacás la ropa. Abrís la ducha. Dejás que el agua te ahogue las ganas de gritar. Te secás. Te ponés el pijama. Buscás en la agenda el número de teléfono del técnico del lavarropas. Tratás de recordar cuántos kilos pesará tu nene. Contás gotitas de Paracetamol: diez, once, doce…
D.F.