"Fulgor mediocre que resplandece por obra de la oscuridad vecina". Alejandra Pizarnik
Es natural y deseable que en el ámbito de la ciencia (y en el de la medicina que no es una ciencia) existan controversias. Es siempre saludable que se confronten hipótesis diferentes ante la complejidad de los hechos que estudiamos. Es un paso imprescindible y enriquecedor para abrir las puertas a la etapa siguiente: la de la contrastación empírica mediante el experimento o el ensayo clínico. La “verdad”, tal como el método científico la concibe, opera por aproximaciones sucesivas. Las afirmaciones son siempre puestas a prueba sin importar quién las pronuncia, quien las defiende, ni qué intereses las impulsan. La ciencia no admite el criterio de autoridad sino el de la prueba.
Lo que no es admisible, porque a todas luces contradice los fundamentos del método científico, es la existencia de tribus, sectas, clanes, facciones, camarillas o secuaces. Los hechos son inmunes a las fraternidades y a las logias. No se alcanzan verdades más contundentes por el énfasis con el que se las expresa ni por la pertenencia a grupos en pugna. Se necesitan argumentos, no la ciega obediencia del fanático.
Hay muchas áreas del conocimiento médico donde se comprueba este desvío desde la controversia hacia la confrontación. Desde el intercambio constructivo y enriquecedor de ideas hacia la disputa cargada de agresiones y resentimientos. En circunstancias como éstas, el resultado deja de ser una ganancia de conocimiento para convertirse en una derrota de la verdad, una patética desfiguración de los hechos y un absurdo sabotaje a la razón argumental. Todos pierden.
Solo por mencionar un par de ejemplos podríamos analizar lo que ocurre en la nutrición humana o en el abordaje de las enfermedades mentales.
La nutrición: ciencia débil e idolatría por las correlaciones
"Si una opinión dada sólo es aceptable para los miembros de algún grupo social, entonces es ideológica, y no científica". Mario Bunge
En la nutrición la epidemiología no cesa de describir una catástrofe que involucra a la humanidad entera. La transición de los patrones alimentarios nos ha llevado a un punto donde el sobrepeso, la obesidad y sus enfermedades relacionadas amenazan con convertirse en el problema sanitario más grave de la humanidad en nuestros días. Como en todos los asuntos complejos, las causas son múltiples y transitan por la delgada línea que corre entre la biología y la cultura. Somos seres abiertos al ambiente, sistemas en permanente interacción con el contexto. Nada de lo que nos rodea deja de tener su impacto orgánico en nuestra propia constitución. La conducta humana no es un simple efecto del libre albedrío (voluntaria y consciente). Decidimos de acuerdo a nuestra biología, a nuestra biografía situada en un medio ambiente determinado. Así somos.
Las guías nutricionales de los últimos cincuenta años se han formulado sustentadas en estudios observacionales de baja calidad. La propia naturaleza del fenómeno de la comensalidad hace muy difícil encontrar una metodología apropiada y confiable para extraer conclusiones. Se ha demostrado hasta el hartazgo la debilidad de los estudios basados en el auto-reporte y lo aventurado de formular recomendaciones a partir de ellos. La combinación de investigaciones débiles, metodologías inadecuadas y, no pocas veces, intereses ilegítimos han sido la dudosa base de muchas recomendaciones.
Desde hace muchos años se emplean estrategias retóricas con el fin de consolidar opiniones interesadas. Toda propuesta que contradiga al mainstream nutricional es denominada “moda”, mientras a sus propias propuestas –casi siempre tan inconsistentes como las que critican- se las denomina guías, recomendaciones, consensos, etc. En medicina los calificativos no dicen nada que nos ayude a tomar decisiones. Lo que se reclama es que se nos muestren hechos, consecuencias concretas de cada intervención sobre los pacientes reales. Contrastaciones empíricas -basadas en ensayos clínicos de alta calidad- entre una y otra alternativa. El resto es verborragia insustancial. Temor a perder un poder que ven peligrar a la luz de la catastrófica realidad que no hemos podido / sabido modificar. De este modo lo único que se consigue es que pierda la ciencia, pierda la gente.
Basta preguntar a cientos de médicos cuántos de sus pacientes presentan exceso de peso y cuáles son los resultados de sus intervenciones para controlarlo para tener una idea del panorama de una realidad que ya no se puede ocultar.
Todos los días asistimos a defensas enfáticas de propuestas que han fracaso de un modo escandaloso. Nada puede cambiar si antes no se acepta que lo que hemos estado haciendo es insuficiente o erróneo o ilegítimo. Basta recorrer la historia para descubrir la oscura trama de influencias que dieron origen a la ortodoxia nutricional. Desde Ancel Keys hasta las guías vigentes. Desde la fobia a las grasas saturadas (hoy en retroceso) hasta el encendido rechazo a las dietas bajas en carbohidratos para pacientes diabéticos o resistentes a la insulina con disrrupción metabólica como si fueran una propuesta criminal y no una alternativa más a evaluar científicamente en casos concretos.
Se repite a voz en cuello -y con tozuda insistencia- la voluntad de convertir a un problema complejo y multideterminado (social, metabólico y conductual) en un mero problema psicológico revictimizando a las enfermos y haciéndolos responsables de una conducta que la mayoría de las veces es un síntoma y no la causa de la enfermedad. Se ignoran los determinantes biológicos de la conducta ingestiva así como la influencia que el tipo de alimentos consumidos ejercen sobre ella en un ambiente obesogénico que facilita las condiciones de posibilidad que producen la alarmante situación actual. ¡Resultados! Es lo que los médicos que todos los días atendemos a pacientes desilusionados por el fracaso permanente y la culpabilización constante necesitamos con urgencia. No discursos arrogantes ni propuestas idílicas de encantadores de serpientes. ¡Resultados!
Las enfermedades mentales: falsos abrazos bajo un fuego cruzado
"En ciencia la única verdad sagrada, es que no hay verdades sagradas". Carl Sagan
En lo relativo a las enfermedades mentales ocurre algo diferente, tal vez peor. Conviven mediante una diplomacia hipócrita diversos marcos teóricos que se contraponen entre sí de un modo muchas veces irreconciliable. El espectro es amplio y descorazonador. Desde una psiquiatría que se propone basarse en evidencias científicas rigurosas sin sacrificar su aspecto humano de contención del padecimiento de las personas, hasta un abordaje que se siente “dueño” de la subjetividad y se atribuye el patrimonio exclusivo de la capacidad de considerar al paciente como sujeto único e irrepetible (algo que toda la medicina, sin importar su especialidad, viene haciendo desde hace más de 2000 años) pero resiste obstinadamente a cualquier demanda de pruebas que evalúen sus intervenciones. Si la ciencia se torna impensable para las humanidades y éstas innecesarias para los científicos, el futuro no puede menos que representar un escenario de alto riesgo.
Detrás del discurso de la integración y de la inter/transdisciplina se escuchan los ecos de lo que se confiesa en conversaciones privadas pero –salvo honrosas excepciones- se calla en público. Acusaciones mutuas, descalificaciones recíprocas, pugnas descarnadas por la hegemonía y el poder. En un espacio de “paz armada” repleto de falsos discursos conciliatorios y de mesas redondas donde cada uno simula un acuerdo imposible, pacientes y médicos en formación, rebotan de un campo al otro como la sufrida pelota de este juego absurdo. Desorientados, perdidos en una batalla que no es la suya, buscan referencias a las que aferrarse como a un salvavidas, una brújula en la tormenta.
La imposibilidad para identificar el tipo de abordaje con el que un paciente psiquiátrico será tratado deteriora la confianza del médico que debe derivarlo al especialista y desorienta a los pacientes y a sus familias.
La nueva ciencia de la mente y el comportamiento constituye una síntesis o fusión de disciplinas en lugar de la reducción gnoseológica de la psicología a la biología (materialismo eliminatorio) o a la interpretación libre, desaforada y a menudo delirante (subjetivismo radical). Esa síntesis que fusiona áreas del conocimiento bajo la irrenunciable garantía del método científico enriquece a este campo del saber en lugar de empobrecerlo. La opinión mayoritaria de los médicos así lo considera.
La psiquiatría se encuentra en una situación particular: carece por el momento de indicadores objetivos que permitan contrastar con ellos los diagnósticos presuntivos. Esa carencia hace necesario que el diagnóstico se base en los síntomas subjetivos que los enfermos manifiestan. Esta deficiencia se va superando día a día con los nuevos desarrollos de las neurociencias, que aportan aquello de lo que el ámbito de las enfermedades mentales ha carecido durante tanto tiempo.
Los impresionantes éxitos de la ciencia se deben al abandono del empirismo y a la adopción del método científico, no al contrario. Es imperativo exactificar las ideas intuitivas interesantes, convertirlas en proposiciones que posean una forma lógica o matemática precisa. Tal como afirma Mario Bunge: "hay leyes objetivas, es decir, pautas a las que se ajustan las cosas, independientemente de nuestra actividad cognoscitiva". El conocimiento científico se sustenta en dos pilares: los datos concretos y las teorías capaces de explicarlos. No en un repertorio de "visiones" de iluminados o en juicios enfáticos exentos de análisis y de comprobación. Ni en el trabajo arduo pero errático del “cazador / recolector” de datos que no es guiado por una hipótesis plausible que lo oriente.
En ciencia, la intuición es un insumo necesario pero insuficiente. Se puede describir, pero es necesario explicar para comprender. Cualquiera puede afirmar que al suceso A es causado por el suceso B, pero si no aclara cómo se produce ese pasaje, no nos dirá nada que valga la pena escuchar. La correlación estadística sólo mide el grado de asociación entre dos variables pero perfectamente puede ocurrir que ninguna sea la causa de la otra. Las hipótesis imprecisas, las meras asociaciones y, mucho menos, la simple opinión sin respaldo, no pueden ser resultados finales de una investigación. Son puntos de partida, no de llegada.
El conocimiento crítico se caracteriza por la conciencia de sus supuestos implícitos, de sus límites y por la innegociable exigencia de comprobación. El resto es pseudociencia, ideología, evangelización o disputa por la hegemonía disfrazada de búsqueda del conocimiento. La ciencia se ocupa de problemas no de misterios, se fundamenta en la razón y en la experiencia controlada, no en el elogio del irracionalismo metodológico ni en la interpretación exasperada.
Gritos vs argumentos
"Soñaste angelitos muy profesionales que iban al grano jugando a los gangsters..." (Patricio Rey)
Ante la controversia es inútil el griterío histérico, la ofensa o el enojo. No se cuestiona a las personas sino a las ideas. No está en juego ni la identidad ni el honor de nadie. Se trata de la validez de un argumento no de quienes lo sostienen. El punto en discusión son las evidencias que apoyan o refutan una hipótesis, no las cuestiones de poder, ni la solidaridad corporativa. El resto es pura falacia ad hominem, bocas selladas por la omertá o falsos códigos de yakuza.
Las opiniones son válidas, las creencias respetables, la autoridad reconocida. Pero la ciencia es otra cosa. Su alimento son los hechos, su estrategia es poner a prueba las ideas, desconfiar, seguir la huella de lo que sabe como un sabueso que busca pruebas en medio de la oscura y tupida selva de la vida real. La ciencia es un perro desconfiado.
No es mediante el ejercicio de una ignorancia sistemática y de la pedantería elevada al rango de género discursivo que nos ayudarán a comprender el presente. Pero tampoco silenciando un conflicto evidente o simulando que nada ocurre mientras nada se resuelve.
No es que la ciencia no merezca una crítica implacable, por el contrario la reclama a gritos. Ocurre que es imposible reflexionar sobre aquello que se desconoce. Resulta vergonzoso que el analfabetismo científico no constituya un obstáculo -de pura honestidad intelectual- para opinar acerca de lo que se ignora. Que todos los días se formulen críticas rimbombantes a conceptos sobre los que no se tiene la menor idea (psiquiatría genética, psicofarmacología, biología molecular de las enfermedades mentales) es un patético signo de los tiempos.
La racionalidad es un imperativo no sólo metodológico, sino también moral. Es el modo en que la medicina ofrece a las personas una respuesta fundada en la razón, que es el punto más alto al que ha llegado el pensamiento de la humanidad. Si no fuera así, nuestra salud estaría todavía librada a los desvaríos de la lectura de la borra de café, de los astros, de las vísceras de las aves o a la interpretación de los sueños.
Daniel Flichtentrei