Por el Prof. Dr. Oscar Bottasso

Un empirista en pleno medioevo

El enfoque cartográfico de la Europa cristiana se había venido entroncando con las tradiciones y las leyendas fundadas en interpretaciones religiosas. La tierra aparecía compuesta por tres continentes de idénticas dimensiones.

Autor/a: Profesor Dr. Oscar Bottasso

 

Inventan incesantemente fábulas y mitos; inducen a los "sofistas" a elaborar teorías especulativas sin fundamento; a los "empíricos", a generalizar a partir de datos sin verificar; a los "supersticiosos", a mezclar las creencias y confundir la ciencia con la fe.

Francis Bacon: Los ídolos del Teatro. Novum Organum

 

Después de su trilogía memorable, Verdi escribió una ópera (I Vespri Siciliani), la cual abordaba una cuestión histórica referida al asesinato de los franceses que ocupaban Sicilia. El 30 de marzo de 1282, cuando las campanas de las iglesias de Palermo llamaban al oficio de vísperas se produjo un levantamiento contra la guarnición francesa posteriormente extendido a otros sitios de la isla, que se terminó llevando puesto al reinado de Carlos de Anjou (Carlo I d´Angiò). Al inicio del segundo acto la escenografía representa unas colinas con la capilla de Santa Rosalía y el mar por detrás. Un hombre acaba de desembarcar, Giovanni da Procida vuelto del exilio quien tras de pisar tierra da riendas sueltas a su regocijo por un momento tan ansiado.[1]

 

La isla acarreaba un largo historial de ocupaciones por parte de distintos ejércitos. Promediando el siglo XI una facción de aventureros normandos, los Hauteville (Altavilla), habían conseguido arrebatársela a los bizantinos. Uno de los descendientes Ruggero, afianzó la conquista tomando plena posesión de ella, con el beneplácito del Papa, quien miraba con buenos ojos a los normandos, tanto por su apego a la religión, cuanto por sus generosidades para con la Iglesia. Ruggero, con título de conde y soberano de Sicilia falleció en 1101, y así el poder paso a su hijo, quien en 1130 consiguió que el Santo Padre lo declarara rey con el nombre de Ruggero II. Se trataba de un monarca bastante fuera de tono para aquellos reyes cristianos, dado su estilo de vida bastante oriental, al punto que sottovoce se lo apodaba el “sultán bautizado”. Su formación estuvo en manos de griegos y musulmanes, transmisores de un profundo interés por la indagación científica. Era corpulento, con barba y cabellos oscuros; que obraba con una combinación de diplomacia, sabiduría y destreza por lo que su reinado llegó a ser considerado un faro de luz para aquellos tiempos. Circulaban por allí destacados filósofos, matemáticos, doctores, geógrafos y poetas. Según testimonios escritos abundaba en saberes fruto de un profundo estudio de las ciencias imperantes por ese entonces.

 

Enterado de las contribuciones efectuadas por los árabes en ese terreno, Ruggero II convocó al célebre geógrafo andalusí Al-Idrisi para encomendarle un extraordinario desafío, la confección de la Tabula Rogeriana. El estudioso, había nacido en Ceuta en el año 1100, cuando la ciudad estaba ocupada por los almorávides. Su pertenencia a una familia noble le permitió educarse en Córdoba, uno de los centros más salientes de la península ibérica, en tanto que su afección por viajar lo había llevado a conocer no solo Iberia, sino el norte de África y Oriente tomando nota de cualquier dato de interés surgido de tales travesías.

 

En el año 1138, el palacio real de Palermo atestiguó un encuentro largamente esperado entre un atípico rey cristiano y un distinguido hombre de ciencia musulmán. Cuenta la historia que a poco de ingresar al recinto, Ruggero II se levantó para tomarlo de la mano y conducirlo hasta un lugar donde se dispusieron a conversar sobre el proyecto por el cual el erudito había sido convocado: la confección del primer mapa que representara cabalmente el mundo conocido. Por esa época solo se contaba con cartas de navegación las cuales mostraban líneas costeras, cabos, bahías, y puertos donde los navegantes acudían en busca de agua y provisiones.

 

El soberano tenía en mente algo que a la par de servir como carta de travesía, debía abarcar la totalidad de la tierra explorada para confeccionar una representación explicativa y fidedigna de la geografía planetaria. Consecuentemente, la misión confiada a Al-Idrisi era casi hercúlea: recoger y evaluar todos los conocimientos geográficos disponibles a partir de libros y la información proporcionada por observadores sobre tal o cual territorio, con la mayor exactitud posible.

 

Para llevar a cabo el proyecto, Ruggero II fundó una academia de geógrafos encabezados por él mismo y Al-Idrisi como secretario permanente. Su propósito consistía en estar al corriente de las condiciones exactas de su reino y el mundo en que hallaba inserto incluido los aspectos climáticos, geográficos al igual que las vías de conexión.

 

Acusado de traidor por servir a un rey de otra confesión, Al-Idrisi trabajó en el proyecto alrededor de 18 años, utilizando un método científico que habría hecho las delicias de lo que muchos siglos después aplicaron los empiristas. Empleó los apuntes tomados durante sus viajes en paralelo a recopilar todas las referencias del mundo oriental y occidental.

 

El enfoque cartográfico de la Europa cristiana se había venido entroncando con las tradiciones y las leyendas fundadas en interpretaciones religiosas. La tierra aparecía compuesta por tres continentes de idénticas dimensiones –Asia, África y Europa–espaciados por reducidas extensiones de agua, sin dejar de lado la existencia de seres monstruos fabulosos, sirenas, dragones que moraban en las regiones más inexploradas.

 

Pero los musulmanes tenían un basamento mucho más aproximado de la topografía, fundamentalmente ligada a su floreciente y abarcadora actividad comercial. Estos mercaderes, peregrinos o funcionarios se valían de los “libros de caminos”, en los cuales constaban las rutas, condiciones de viaje y por supuesto las ciudades.

 

Tras un análisis exhaustivo de los datos recopilados, Ruggero II y Al-Idrisi advirtieron discordancias y huecos, ante lo cual dispusieron que alguno de los geógrafos o dibujantes se trasladara a la zona en cuestión a fin de obtener partes de primera mano. Cualquier navegante de paso por la isla también constituía una especie de informante clave respecto de las características de su país de origen, la orografía, redes viales, edificaciones, actividad comercial, mismo las cuestiones sociales (religión, cultura, costumbres y lenguas habladas). Después de una friolera de 15 años de trabajo el proceso de recolección y análisis de los datos había concluido, para dar paso a la labor cartográfica. Bajo la dirección de Al-Idrisi se confeccionó un primer bosquejo, donde se ubicaron los lugares de aquel mapa en ciernes. Luego realizaron un gran disco que apuntaba a simbolizar la “redondez de la tierra”. Al-Idrisi no estaba solo en dicha concepción. A contrapelo de la falsa creencia terraplanista reinante, ya en la era precristiana existían astrónomos quienes sostenían la idea del globo terráqueo entre ellos Eratóstenes de Alejandría (siglo III a.C).

 

Pero la disciplina estaba aún en pañales, por lo que el problema de apisonar una esfera como para que se llegara a representar en la bidimensionalidad se resolvió varios siglos después. Sea como fuere la aproximación de Al-Idrisi a un planisferio no dejó de constituir una visión muy de avanzada para ese tiempo.

 

A la vez, Al-Idrisi preparó para el Rey un libro donde se volcaban todas las referencias compiladas por los geógrafos, en la ardua tarea de describir de manera sistemática el mundo habitable. El texto incluía un proto-mapamundi, y unos setenta mapas parciales con secciones de itinerarios a su vez divididos en diez apartados. Los cuales iban de oeste a este y de sur a norte. Cada división arrancaba con una descripción general de la región, continuando con un listado de las ciudades principales para luego proporcionar una detallada referencia de cada ciudad, y las distancias entre ellas.

 

Recurriendo a la práctica de cotejar, el aporte de Al-Idrisi estaba muy por encima de los otros documentos medievales. Su base empirista hacía que los rasgos geográficos fueran más fidedignos.

 

Los intentos para reconstruir aquel trabajo a partir de varios textos salvaguardados pusieron de manifiesto que, en consonancia con Ptolomeo, para Al-Idrisi la parte habitable de la tierra ocupaba 180 de los 360 grados de longitud, desde el Atlántico, en el Oeste, hasta China en el Este, y 64 grados de latitud, desde el Océano Ártico hasta el Ecuador. Su planisferio mostraba las fuentes del Nilo que seguramente habían sido referidas por los viajeros musulmanes de aquel tiempo. El área del Báltico y Polonia aparecían representadas de forma mucho más detallada. Algo similar se dio para con las Islas Británicas ubicadas en el “Mar de las Tinieblas”. En la principal de ellas florecían ciudades, en conjunción con la presencia de montañas, ríos de porte y llanuras. Al-Idrisi consignaba los nombres de muchas ciudades, mismo los puertos. Así Hastings aparecía como una ciudad importante, densamente poblada, con gran actividad económica mientras que Dover, era una urbe igualmente de peso no muy lejos de la desembocadura del ancho rio que atravesaba Londres. Asimismo ofreció una detallada descripción de España, donde había vivido sus años como estudiante.

 

De igual modo, se hizo referencia a ciudades Francesas, donde París era mencionada como una de tamaño reducido, centrada en una isla del Sena. Para el caso de Roma sus rasgos eran magnificentes de calles pavimentadas con adoquines de mármol azul y blanco. Existían unas 1.200 iglesias, una de ellas poseía un altar con esmeraldas incrustadas, sostenida por doce estatuas de oro puro, con ojos de rubí en tanto que su soberano recibía el nombre de Papa.

 

Va de suyo que el sur con Sicilia a la cabeza ocupó un lugar muy especial en la obra; de la cual hoy solo quedan diez copias de los manuscritos originales.

 

A principios de 1154 Al-Idrisi presentó el libro a Ruggero II, quien lamentablemente falleció unas semanas después a los 58 años, aparentemente de un ataque cardíaco. Al-Idrisi prosiguió trabajando en la composición de otra obra geográfica para el hijo del soberano, Guillermo I. Se dice que este encargo era más extenso que el antecesor, pero del mismo sólo han sobrevivido algunos extractos.

 

En el año 1160 un grupo de nobles sicilianos se rebelaron contra Guillermo I, y en el transcurso de los tumultos saquearon el palacio, preparando una gran pira, en la cual se quemaron registros gubernamentales, libros y muchos documentos, entre ellos una versión en latín del Libro de Ruggero que Al-Idrisi había regalado al joven heredero. El planisferio también desapareció. Algunas referencias históricas señalan que en 1161, el estudioso habría realizado una segunda edición del Libro, pero todas sus copias se perdieron.

 

La crítica situación en Sicilia determinó que Al-Idrisi huyera al Norte de África donde moriría seis años más tarde, probablemente en Marruecos. Por suerte llevó consigo el texto en árabe de esta gran obra, la cual pasó a constituir un instrumente muy valioso durante siglos, para geógrafos e historiadores del mundo musulmán. Varias centurias después (1562) esta versión en árabe fue publicada en Roma y al siglo siguiente estuvo disponible otra en latín.

 

Los vericuetos de la historia hicieron que Cristóbal Colón tuviera que basarse en otras fuentes de información a la hora de pergeñar su travesía. Recurrió a un globo preparado por el cartógrafo alemán Martin Behaim quien a su vez se había basado en los cálculos erróneos de Ptolomeo. Ergo también lo era la conclusión, de que navegando hacia el oeste la distancia desde España para llegar a Japón o la India no sería mucho mayor a 4.000 millas. Nunca sabremos si el marino se habría atrevido a emprender tamaño viaje de contar con estimaciones más acertadas de la distancia real, según los cálculos de Al-Idrisi. Pero en el medio existía una sorpresa continental que contrarrestó tamaña adversidad.

 

Disquisición aparte, la obra de Al-Idrisi y su mentor Ruggero II, fue uno de los productos más granados de la Edad Media, que lo situó como un verdadero adelantado a su época, animado de una inquietud científica, que la modernidad luego haría suya. Su perspectiva acerca de la gravedad y la redondez de la tierra eran totalmente impensables para su tiempo.

 

Quienes vinieron después aportaron piezas confirmatorias de tal presunción al punto de lograr reales pruebas, que en sentido estricto tienen una connotación superior a la evidencia. Y cuando todo parecía que se trataba de un asunto perfectamente zanjado los terraplanistas volvieron a cobrar bríos reavivando planteos muy bien acogidos en las filas de la posverdad.

 

La cuestión de las creencias tiene, sin embargo, algunas asperezas que no se deben pasar por alto. Si bien su elaboración acarrea el lícito deseo de establecer una especie de paralelismo entre pensamiento y eso intitulado realidad, lejos está de alcanzar la categoría de conocimiento. Para que la creencia entrañe una fuerte probabilidad de certeza, deberá hallarse científicamente justificada, y recién allí podremos validar ese recurrente empeño de ubicar las cosas en su sitio justo e incrementar nuestro acervo de aquellas que podemos rotular de “epistemológicamente verdaderas”.

 

Empero, en este embravecido mar de todos contra todos frecuentemente advertimos que las argucias tienen un rédito indebido, ojalá transitorio.

 


[1] ¡Oh patria, amada patria, al fin te veo! El desterrado te saluda después de tan larga ausencia; tu floreciente suelo beso, y lleno de amor, te ofrezco en juramento mi brazo y mi corazón

 Autor: Dr. Oscar Bottasso. 

Médico, investigador superior del CONICET y del Consejo de  Investigaciones de la Universidad Nacional de Rosario, Argentina.

 

*IntraMed agradece al Dr. Oscar Bottasso su generosa colaboración.