“Mi mensaje es para tres públicos. Para la gente, que no deje de dudar, que tener un número de seguidores no equivale a haber pasado por la facultad, publicar trabajos científicos en revistas con revisiones de pares o poseer trayectoria. A los profesionales, que no lucren con dietas que ni nosotros podríamos seguir. Y a los gobiernos, que dejen la inercia política, que necesitamos iniciativas que perduren más allá de los períodos de mandato”. Esa fue la contundente conclusión final a la que la médica especialista en nutrición Mónica Katz arribó tras una extensa entrevista para IntraMed.
En esta segunda parte, Katz, quien es también directora de la diplomatura en Obesidad de la Universidad Favaloro, habló de cómo incorpora la salud mental a su enfoque terapéutico, las nuevas alternativas farmacológicas, su histórica denuncia de que el hambre no es la respuesta, las nuevas inquietudes que la llevaron a escribir su último libro ¡Eso no se come! (en conjunto con Valeria Sol Groisman) y qué puede hacer el consultante entre numerosos discursos, incluso cuando hay múltiples opiniones entre especialistas.
¿Qué papel juegan los factores emocionales y psicológicos en el manejo de la obesidad y cómo lintegra usted la salud mental en su enfoque terapéutico?
Para empezar, los humanos tenemos tres tipos de hambre hambres o ingesta. La ingesta homeostática tiene por objeto obtener calorías y nutrientes, mantener el equilibrio. Es la que más se enseña en la facultad, la que más conocen los profesionales de la salud. Sin embargo hay otras dos no tan conocidas o al menos no tan consideradas, por más que nuestros pacientes que no son pobres no comen por hambre homeostática. Son la ingesta hedónica oportunista, que está al servicio de obtener placer. Yo la llamo “vi luz y entré” y está asociada por con los ambientes obesogénicos y el amplio estímulo alimentario, con comer la masita que te traen con el café, con tener un kiosco en cada cuadra, cafeterías o puestitos callejeros. Por último está el hambre emocional, que está al servicio de calmarme, de no pensar, no decir, no sentir, no pelear, no llorar. Y nuestros pacientes suelen comer por eso, no porque tengan apetito.
Nosotros los entrenamos en cómo detectar el hambre homeostático, oportunista hedónico y emocional como parte del tratamiento. Pero aún los pacientes hacen lo que en metodología de la investigación se llama causalidad reversa, “como me calmé con comida –es decir, comí torta después de haber almorzado con plato principal y postre– debe haber sido hambre real, homeostático” Y esto es tremendo, porque se sabe que la neuroplasticidad, es decir, el aprendizaje asociativo constante hace un remodelado sináptico queda en el cerebro la huella profunda de que la manera de calmarme es comida, no hablar con una amiga, el abrazo de un nieto, salir a hacer deporte o hacerse las uñas. Las experiencias dejan rastros y por ello a la gente hay que entrenarla en eso. Porque si te calmaste con comida, el problema no son las calorías de hoy, sino la huella que eso dejó en tu cerebro: queda una heurística, un atajo mental y la próxima no van a buscar amigos u otros esparcimientos, sino comida.
Existen especialistas que adhieren a ciertas iniciativas de la industria (como la porción justa) quienes recomiendan solo consumir comida preparada en casa. ¿Pueden estos dos enfoques ser compatibles en el consultorio o las decisiones tanto de los profesionales como de los comensales están hoy polarizadas?
Yo creo que hay una gran polarización, lamentablemente hay un fanatismo alimentario. Se necesitaba el movimiento para hacerle frente al desastre que comíamos, pero se llegó a un extremo. Yo estoy convencida de que el mundo avanza sin extremistas (y con este término me refiero a gente que va al polo y pelea). Hay quienes creen que la pelea es la manera de tomar conciencia, pero al final del camino no nos sirve que muchos profesionales crean que si no es casero, mata. Como ejemplo, durante la pandemia mucha gente hizo pan de masa madre, pero hoy la mayoría de nosotros no tenemos tiempo de amasar, porque debemos compatibilizar la manera de alimentarnos con las horas de trabajo y también con los momentos que le dedicamos a la gente que queremos y a los hobbies. A quienes andan a las corridas, les digo: “Yo compro el pan de la mejor calidad que puedo, no lo amaso porque priorizo después de trabajar estar con mis afectos, escribir (que es uno de mis hobbies), ver películas, o hacer deporte. ¿Por qué está mal hacer eso si no me queda tiempo?”
En síntesis, me parece que son necesarias esas voces que denuncian valientemente el desastre de nuestra calidad dietaria actual, pero eso no es compatible con la mayor parte de los ciudadanos, que necesitan tener tiempo para ellos y para eso, por suerte, tenemos el mundo de la industria de alimentos y de catering que nos facilita la vida. Pero, por supuesto, tenemos que comer algo casero y natural. Yo siempre le digo a mis pacientes que compro fideos de trigo candeal, ricos, los como al dente y abro una lata de tomate. Obvio que cuando tengo tiempo hago una salsa casera con tomate y cebolla frescos, pero les aseguro que mi salud no se resiente por abrir una lata.
Existen avances farmacológicos recientes como el GLP-1 y el SGLT-2. ¿Cree que tendrán un mayor impacto en el manejo de la obesidad a corto plazo?
Sí, para mí son una bisagra científica. Tengo 43 años de médica y 40 como especialista en Nutrición y nunca tuve en mis manos herramientas tan maravillosas que no solo permiten que el paciente con obesidad tenga más saciedad, sino que además combaten la adiposopatía en términos de beneficio renal, cardiometabólico y cerebral. Los análogos GLP-1 previenen el Alzheimer, disminuyen los ACV y los infartos no fatales, además de estabilizar la placa aterosclerótica.
Pensar que cuando me formé se recetaban anfetaminas, que yo creo que usé dos veces en mi vida cuando era muy joven y cuando la segunda paciente tuvo una descompensación psiquiátrica me dije “nunca más”, por más que mis maestros las usaran. Era la época de la “polifarmacia” con diuréticos, laxante, diazepam, cáscara sagrada, anfetaminas y hasta hormona tiroidea para bajar de peso. Así veías a gente adicta a las anfetaminas primero y deprimida después. Y parece mentira que los “parientes” de las anfetaminas todavía circulan hoy. Hay moléculas como el dietilpropión, el masindol (que está permitido en Argentina), la fentermina a grandes dosis, que yo no uso.
Entonces, al encontrarme con estos nuevos fármacos, que son seguros y encima tienen beneficio cardiovascular, cerebral y renal, me siento una privilegiada. No solamente yo como médica, sino que los pacientes que hoy viven con obesidad son una bisagra, ya que lo que se viene es fascinante. Hoy están los análogos GLP-1 de primera generación en Argentina como la liraglutida o el exenatide, en Argentina ya están también los de segunda, como la semaglutida. Pero ya en Estados Unidos y en Europa está la tirzepatida, que es un análogo dual, GLP-1 gip, dos incretinas, ¿Por qué? Porque el farmacóforo, es decir, el pedacito de la molécula del fármaco que se une al receptor, está diseñado maravillosamente para que haya dos farmacóforos que se unan con una sola molécula a los receptores de dos incretinas o hormonas. La tirzepatida que va a estar en Argentina el año que viene. Y se viene la retatrutida, que es un agonista triple (gip, GLP-1 y glucagón) que además de tener muchos menos efectos gastrointestinales (no causa náusea, diarrea o constipación) incrementa el gasto calórico además de dar saciedad. Y se aproxima también algo maravilloso para asociar: un anticuerpo monoclonal, el bimagrumab, que aumenta masa magra, músculo y baja grasa. Ya se presentó este año en Venecia (Italia) con muy buenos resultados para asociar a estas incretinas inyectables u orales. Imaginate el futuro: tendremos un fármaco que le permite al paciente tener más saciedad, con beneficios cardiovasculares y renales, que además va a mejorarle la masa muscular si tiene sarcopenia.
Es decir, el horizonte es muy promisorio, pero siempre debe ir acompañado con un cambio de estilo de vida, porque para perder peso se necesita gestionar las emociones y estos remedios no impactan sobre ellas. Es vital entrenarse en gestión del estrés y resiliencia emocional, ya que los remedios no llevan a andar en bicicleta o al gimnasio, solo actúan sobre el comportamiento alimentario.
En su último libro ¡Eso no se come!, escrito en conjunto con Valeria Sol Groisman, habla de la restricción de alimentos, muchas veces autoimpuestas por el propio comensal ¿Cómo repercuten esas restricciones en el sobrepeso, la obesidad y la salud en general?
Hace poco me entrevistó el periodista Carlos Ares, quien me dijo sobre ¡Eso no se come!: “Se nota que escribieron desde la protesta, desde el enojo”. Le contesté que era increíble que se haya notado, aunque en general, cuando escribo estoy protestando, denunciando. Cuando lancé mi primer libro No Dieta, en 2006, yo estaba protestando contra la hegemonía de las dietas que nadie cuestionaba, esas en las que había que privarse de todo. Y yo tenía que explicar la evidencia (en contra). De hecho, hay un capítulo dedicado a la historia del hambre, en donde no solo cuento la experiencia del experimento Minnesota (que es el único estudio que existe en el mundo de inanición humana voluntaria) para ver qué le pasaba al cuerpo cuando no se comía, sino que busqué datos del gueto de Varsovia. Hallé el único documento sobre inanición no voluntaria en el que los alemanes no les daban de comer a los judíos que estaban allí y los médicos y psicólogos del gueto documentaron qué pasaba en el cuerpo y en el psiquismo de todas esas personas cuando no estaban comiendo hasta el momento en que morían. Indagué en todas las historias del hambre para denunciar que el hambre no podía ser un tratamiento.
Hoy por suerte muchos piensan parecido, pero en ese entonces era la única (al menos en Argentina) que cuestionaba las dietas canónicas como herramienta. Por suerte eso que decía entonces dejó de ser contracultural. Por supuesto que yo creo en comer menos calorías y alimentarse mejor. Lo que no creo es en el hambre, porque es una deuda social, ha sido una herramienta y exterminio y no puede usarse como terapia. Además ha sido una herramienta de guerra, exterminio. Pero lamentablemente el mercado de la dieta es muy rentable. Entonces el ayuno y la keto, vienen muy bien.
En ¡Eso no se come!, había que denunciar otra cosa. Valeria notó que en el entorno de gente joven de entre 30 y 40 años, la gente reemplazó la leche por las bebidas de avena, arroz u almendras, abandonó las harinas sin ser celíacos y hasta hay casas en donde no entra el azúcar (cuando está bien combatir el exceso de golosinas, pero darle a un hijo una porción torta casera, con azúcar, no hay problema). Hay padres que no usan sal y bebés de un año que no la comen. Entonces cuando esos padres se deciden ponerle un poco de sal al pollito y ven que de golpe los chicos comen más, se asombran. Pienso: “Mirá, descubriste que si la comida es rica, el bebé aprende la transición entre la teta y los otros alimentos”.
Entonces compilamos toda la evidencia posible, hablando fácil, porque vimos que se ha convertido el acto de comer en ilícito: dudamos del huevo si no es de gallina liberada, cuando no hay posibilidad de abastecer el mundo si no son de gallina de corral; no habría manera de comer salmón o trucha si no es de criadero porque no hay suficiente (la OMS, en un informe, reveló que sin piscicultura, los mares estarían siendo devastados). Vuelvo a repetir: hoy el azúcar es mala palabra, hay padres que creen que si le dan a sus chicos un helado no van a poder dormir, cuando el helado artesanal es una golosina maravillosa (casi la mitad es aire por su método de fabricación, con lo cual el chiquito come mucho volumen pero no tanto de densidad calórica). Y todos hemos dormido divino después de comer un helado.
Todo lo que dije hasta ahora es la ciencia, pero ahora voy a decir una opinión personal de la cual me hago cargo. Yo creo que están pasando dos cosas. Ante la dificultad de los múltiples rostros que muestra la cultura, y en un mundo dominado por la imagen, a mucha gente joven con chiquitos alrededor le cuesta armar una identidad sólida. Y la alimentación o la nutrición pasó a ser un recurso identitario (antes no armabas tu identidad alrededor de lo que comías, sino de tu ideología política, tu concepción de cómo vivir en familia, tus aspiraciones vocacionales). Y el segundo problema, gravísimo, es que estamos en un mundo con niveles de incertidumbre tremendos, para mí inéditos, porque hoy te enterás de todo lo que pasa a nivel mundial y ni siquiera tenés que esperar al noticiero nocturno sino que lo sabés al instante por X. Por ende, ante esta constante percepción de incertidumbre sumado al estrés que eso conlleva, surge una “nostalgia del absoluto”, nostalgia de certezas.
Entonces me parece que lamentablemente el peso en la balanza, el decálogo de la dieta keto, o la idea de que el azúcar y el procesado mata se están convirtiendo en una metarreligión ¿Por qué uso esta palabra? Porque a la religión no la cuestionás, no necesitas ver a Dios para creer en él. La fe no requiere evidencia, pero cuando estamos interviniendo en salud pública —como no darle azúcar a los hijos y no colocar al alimento en el lugar del placer que debe tener— hay mucho riesgos. Estos papás necesitan armar estos decálgos frente a la caída de las grandes religiones. Y las metarreligiones no contienen frente a la incertidumbre, entonces no reemplazan para nada a otras espiritualidades genuinas.
* Dra. Mónica Katz. Médica especialista en Nutrición. Expresidenta de la Sociedad Argentina de Nutrición. Presidenta del Congreso Argentino de Nutrición 2025. Profesora titular y directora de la diplomatura de obesidad de la Universidad Favaloro.