Bioética I

El rostro de la muerte propia

La filosofía, la ética y las transformaciones sobre la idea de muerte. Primero de una serie de artículos del último libro de la Dra. Diana Cohen Agrest.

Autor/a: Dra. Diana Cohen Agrest

La Dra Diana Cohen Agrest es doctora en Filosofía (UBA), especializada en temas de ética. Magister en Bioética por la Monash University de Australia, investigadora de FLACSO. 

 “Señores Jueces, negar la propiedad privada de nuestro propio ser es la más grande de las mentiras culturales. Para una cultura que sacraliza la propiedad privada de las cosas entre ellas la tierra y el agua es una aberración negar la propiedad más privada de todas, nuestra Patria y Reino personal. Nuestro cuerpo, vida y conciencia.
Nuestro Universo”.
Testamento de Ramón Sampedro

Se suele decir que, además de los seres humanos, existen muchas cosas en la naturaleza que parecen responder a cierto principio interno de autodestrucción. En «El Biathanatos», Borges nos recuerda que así lo hacen las abejas que “se dan muerte cuando han contravenido a las leyes de su rey” y según el testimonio más antiguo legado por Luciano, el ave fénix es un pájaro de la India que cuando ha alcanzado una vejez avanzada, muere echándose a las llamas. Un ejemplo ciertamente más doméstico es el de los perros, quienes pueden llegar a suicidarse por diversas razones: se ahogan o rechazan el alimento ya porque han sido echados de la casa, ya porque sienten tristeza o remordimiento. Asimismo, según el testimonio de los lugareños del Noroeste, tras la muerte de su pareja, el cóndor se quita la vida: vuela hasta lo alto, cierra las alas y se deja caer verticalmente. Lo mismo puede pensarse del escorpión quien, en estado de tensión, se clava su propio aguijón. Y hasta del ciclo de las estrellas, que se transforman en gigantes rojas, luego en enanas blancas, devienen agujeros negros hasta que, finalmente, colapsan.

No obstante, los suicidios de animales tal vez no sean sino mitos o hasta proyecciones antropocéntricas; y el suicidio aplicado a los modelos astronómicos parece ser más una metáfora que una descripción científica de la evolución estelar. Aun cuando se admitan estas conductas autodestructivas en el mundo animal (no humano), aun cuando se crea en un místico espíritu del mundo o en cierta conciencia cósmica de una definitiva y última destrucción, lo cierto es que únicamente el hombre parece ser capaz de reflexionar sobre su propia existencia y tomar la decisión de prolongarla o de ponerle un punto final. Parecería entonces que si hay un problema específicamente humano, es el problema de la muerte voluntaria.

Es en la terrible simplicidad de la pregunta que se formula a sí mismo el Hamlet de Shakespeare, es en ese ‘¿Ser o no ser?’ donde uno descubre la posibilidad de decidir por sí mismo el acto –último e irreversible–, que se torna así la condición de cualquier otro acto posible. Su carácter oculto pero ineludible es expresado por Goethe cuando declara que “el suicidio es un acontecimiento que forma parte de la naturaleza humana. Por mucho que se haya hablado o hecho sobre la muerte voluntaria en el pasado, cada persona debe confrontarse con su posibilidad, por sí misma y una vez más, y cada época debe llegar a un acuerdo en sus propios términos”.


La condena

El origen de la condena absoluta de los actos suicidas es tan curioso como insospechado: en la Roma tardía del siglo IV, a las vírgenes cristianas que habían sido violadas por los invasores bárbaros se les solía reprochar que no decidieran terminar voluntariamente con sus vidas. San Agustín respondería a estas acusaciones declarando que la castidad no se reduce a un estado del cuerpo, puesto que es, esencialmente, una condición moral: se la puede perder moralmente sin perderla físicamente. En contrapartida, cuando una mujer pierde en su cuerpo la castidad, sin consentimiento de su voluntad –como fueron, en particular, los casos de esas mujeres violadas por los bárbaros en la toma de Roma–,no la ha perdido moralmente, pues sigue siendo inocente y no ha de vivir deshonrada. Al amparo de la religión, completó su piadosa estrategia extendiendo el ‘No matarás’ del Decálogo a la propia vida. Este hecho, por decirlo de algún modo, coyuntural, que asentaría las bases de la concepción cristiana de la libertad humana asociada a la prohibición de quitarse a sí mismo la vida, sería fantásticamente condensado por P.L. Landsberg en la idea de que el hombre “es aquel ser que puede matarse y que no debe hacerlo”.

Pero el morir cambió. Ya no alcanza con reflexionar sobre cómo vivir. Se debe pensar, además, sobre cómo morir. Es cierto que, sólo unos pocos años atrás, discutir sobre el modo de morir era casi un sin sentido. Hoy ya no lo es. Y frente a la arrolladora irrupción de las nuevas tecnologías en la práctica médica, advertimos cada vez más que si nos confinamos en un confiado silencio, tal vez algún día nos descubramos desamparados, pues “de la misma forma que la moral ordena: ‘No matarás’, hoy ordena ‘No morirás’, en todo caso no de cualquier forma, y solamente si la ley y la medicina te lo permiten”, según la lúcida expresión de J. Baudrillard.

Es indiscutible que ya comenzó a resquebrajarse el mito de la muerte diferida a cualquier precio. Porque más que un don, la prolongación artificial de la vida o el deber de conservarla cuando, personal y auténticamente, se juzga que ya no vale la pena de ser vivida, aparece finalmente como una amenaza latente. En un principio se creía que estas posibilidades tecnológicas al servicio de las ‘batallas contra la muerte’ coronaban los esfuerzos invertidos en el progreso científico. Pronto se advertiría que el triunfo de la ciencia no siempre era el triunfo del hombre. Y que –como todo triunfo– tenía un costo y, en el caso de la alta tecnología como instrumento de la medicina, el hombre era inmolado.


La compasión

Stewart Alsop fue un respetable periodista fallecido en 1975 de una extraña enfermedad. Antes de morir, expresó en palabras conmovedoras sus experiencias como paciente terminal. Pese a que nunca antes había pensado demasiado acerca de la posibilidad de terminar con la propia vida solicitando un acto de eutanasia, llegó a aprobar esta práctica tras compartir la habitación del hospital con alguien a quien apodaría ‘Jack’:

“… El cáncer había comenzado pocos meses antes con la aparición de un pequeño tumor en el hombro izquierdo. Los médicos planeaban remover el tumor, pero sabían que Jack moriría pronto. El cáncer había hecho metástasis y se había extendido fuera de todo control. Jack era buen mozo, de unos 28 años, y tenía coraje. Sufría dolores constantemente, y el médico le había prescripto una inyección intravenosa de una droga sintética, un analgésico, cada cuatro horas.… A la hora indicada, la enfermera le inyectaba el analgésico, que controlaría el dolor durante un par de horas. Transcurrido ese breve lapso, Jack comenzaba a gemir. O se quejaba casi en un susurro, como si no quisiera despertarme. Luego empezaba a aullar, como los perros. Cuando esto sucedía, él o yo llamábamos a la enfermera y le pedíamos el analgésico. La enfermera le daba por boca una dosis de codeína o algo parecido, que no le hacía nada, pues era como darle media aspirina a alguien que se rompió el brazo. Ella intentaba explicarle que no faltaba mucho para la inyección intravenosa: ‘Sólo cincuenta minutos’, trataba de alentarlo. Invariablemente, los quejidos y aullidos de Jack se volvían cada vez más frecuentes y más fuertes hasta que llegaba el bendito alivio.
La tercera noche se me ocurrió un pensamiento terrible. ‘Si Jack fuera un perro’, pensé, ‘¿qué se haría con él?’ La respuesta era obvia: encerrarlo y darle cloroformo. Ningún ser humano con una chispa de piedad dejaría que algo vivo sufra tanto…”.

La compasión, al fin de cuentas, es una virtud básica, tal vez la virtud más primaria. Sin la capacidad de pensar empáticamente en el otro, no comprendemos nada, absolutamente nada, de la vida moral.

F. Nietzsche, en su desafiante irreverencia, proclamaría que “tenemos derecho a quitarle la vida a un hombre, pero no a quitarle la muerte: esto es pura crueldad”. Si al decir de Nietzsche, ‘Dios ha muerto’ (y con él todos los valores trasmundanos que nos someten a otra vida en un más allá), somos amos de nuestra propia vida. Y si Dios aún subsiste, apuesto a que –a diferencia del hombre– debe de ser infinitamente misericordioso.


* Inteligencia ética para la vida cotidiana, Cohen Agrest Diana 

ISBN 9500727692
Temática filosófica 
Editorial Sudamericana 
Género: Ensayo 
Páginas: 256

 

 

 

 

 

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