El auge de los caros alimentos orgánicos obedece principalmente a motivos de sostenibilidad y salud. Estos alimentos, producidos sin pesticidas, fertilizantes artificiales y técnicas de manipulación genética, son más respetuosos con el medio ambiente; y, en principio, parecen también más beneficiosos para la salud. La Agencia Internacional de Investigación del Cáncer (IARC) de la OMS ha incluido tres pesticidas habituales en el grupo de sustancias “probablemente carcinogénicas para el ser humano” (grupo 2A), el mismo grupo en el que por cierto también está la carne roja. Muchos pesticidas son además disruptores hormonales, que pueden causar cáncer. En buena lógica, el consumo habitual de alimentos biológicos, ya sean vegetales, lácteos o cárnicos, podría prevenir el desarrollo de algunos cánceres. Sin embargo, esto está lejos de ser confirmado. Y probarlo, además, no es tarea fácil.
La asociación entre consumo de alimentos orgánicos y riesgo de cáncer apenas ha sido estudiada. Pero el pasado 22 de octubre, la revista JAMA publicó un estudio francés de cohorte que mostraba que quienes consumían más alimentos orgánicos tenían un riesgo de sufrir algunos cánceres un 25% menor que quienes apenas los consumían. La investigación tiene sin duda interés científico y mediático, y por eso su eco en la prensa ha sido notable. Al tratarse de un estudio observacional y además solo el segundo de este tipo (en 2014 se publicó un estudio similar en el Reino Unido), algunos periódicos han realizado una cobertura rigurosa y prudente, como The New York Times o El Universal. Otros, sin embargo, han difundido mensajes sensacionalistas desde sus titulares, como The Independent (Eating organic food lowers risk of certain cancers, study suggests) o la CNN (You can cut your cancer risk by eating organic, a new study says).
No es lo mismo decir que entre los consumidores de alimentos orgánicos se han observado menos cánceres que entre los no consumidores, que proclamar que el consumo de estos alimentos “reduce” el riego de cáncer o lo “previene”.
Este estudio francés tiene como puntos fuertes el tamaño del grupo (68.946 participantes), su diseño prospectivo y su financiación completa con fondos públicos. Sin embargo, entre otras limitaciones, la cohorte está formada por voluntarios preocupados por su salud y no es representativa de la población general francesa; el consumo se ha medido mediante un cuestionario, lo que podría no reflejar el consumo real, y el seguimiento es de menos de cinco años. Además, algunos hallazgos (el riesgo de cáncer de mama, por ejemplo) son contradictorios con los del estudio británico. Todo esto obliga a ser cautelosos en la interpretación.
No es lo mismo decir que entre los consumidores de alimentos orgánicos se han observado menos cánceres que entre los no consumidores, que proclamar que el consumo de estos alimentos “reduce” el riego de cáncer o lo “previene”. Y mucho menos, como hace la CNN, individualizar el mensaje con un directo y persuasivo “Tú puedes recortar tu riesgo de cáncer con comida orgánica”, obviando todas las posibles diferencias entre el receptor del mensaje y los participantes en el estudio. La avalancha de mensajes de este tipo, que circulan y recirculan por las redes, crea falsas expectativas y confusión, a la vez que dificulta la visibilidad de la información rigurosa y no deja crecer la semilla del pensamiento crítico, tan necesario para tomar decisiones informadas que afectan a la salud.
En general, no somos del todo conscientes de la carga de causalidad contenida en formas verbales como “reduce”, “recorta” o “previene”, y de las sutiles diferencias entre “puede” y “podría”, o entre “plausible”, “posible” y “probable”. Pero con leves y acumulativos deslizamientos en el lenguaje, a menudo involuntarios, se va creando una realidad paralela o ampliada respecto a la que perfila la investigación. La conclusión de los autores del estudio, bien visible en el frontispicio del resumen, reza: “Promover la comida orgánica en la población general podría ser una prometedora estrategia de prevención del cáncer”. ¿Es esta una conclusión prematura y acaso el primer eslabón de una cadena de exageraciones? El profesor Tom Sanders considera que la conclusión es exagerada, y los epidemiólogos Tim Spector y Tim Key reconocen que el asunto merece más investigación. En buena lógica científica, estos estudios llegarán, aunque no tanto en forma de costosos y prácticamente inviables ensayos clínicos como de estudios observacionales que incluyan, entre otras mejoras, medidas más exactas sobre el consumo de alimentos y la presencia de pesticidas en el organismo. Y para entonces, igual que ahora, el problema seguirá siendo el mismo: ajustar el lenguaje a la realidad de las pruebas.
Gonzalo Casino (Vigo, España, 1961) es periodista y pintor. Su curiosidad se enfoca hacia las confluencias del arte y la ciencia, el lenguaje y la salud, la neurobiología y la imaginación, la imagen y la palabra. Licenciado en Medicina, con postgrados en edición y bioestadística, trabaja en Barcelona como periodista científico e investigador y docente de comunicación biomédica, además de realizar proyectos individuales y colectivos como artista visual. Ha sido coordinador de las páginas de salud del diario El País y director editorial de Ediciones Doyma (después Elsevier), donde ha escrito desde 1999 y durante 11 años la columna semanal Escepticemia, con el lema “la medicina vista desde Internet y pasada por el saludable filtro del escepticismo”. Ahora ha reanudado esta mirada sobre la salud y sus intersecciones con la biomedicina, la ciencia, el arte, el lenguaje y otros artefactos en Escepticemia.com y en el portal IntraMed.