“Lado B”, por Celina Abud

La edad de la inocencia: ¿por qué creemos que no hay errores que se cometen sin querer?

Cuando le damos jerarquía a un argumento por quién lo dice, nos cuesta creer que la persona pueda errar sin segundas intenciones y buscamos una causalidad. ¿Por qué?

Autor/a: Celina Abud

“¿Sabes qué es lo más curioso en la vida? Que alguien pueda ser profesor de una cosa y ser tan intensamente estúpido en todas las demás”. La frase pertenece a la novela de Zadie Smith Sobre la belleza. Lo que en el libro se califica como curioso, en la vida real puede llegar a parecernos absurdo al punto de negarlo por completo. En especial si le damos entidad a un relato por quién lo cuenta. Ejemplos mediáticos sobran: no faltaron especialistas por fuera de la infectología que esbozaron hipótesis, muchas veces erradas, sobre la evolución de la pandemia de Covid-19. Pero esto no solo sucede con médicos, sino también con intelectuales, escritores, actores o mismo investigadores que opinan como ciudadanos comunes sobre temas que no dominan y se pueden equivocar.

Sin embargo, cuesta en el imaginario popular justificar un error con la inocencia, sobre todo si la figura es de autoridad. Más bien solemos atribuir a los equívocos intencionalidad y causalidad. “Responde a intereses”; “ya todo sabemos quién le paga”; “es obvio que es su color político el que habla” son algunas de las hipótesis que se escuchan frente a un equívoco de alguien que reconocemos extremadamente bueno en un oficio. Pensamos que “la edad de la inocencia” quedó atrás para la persona, pero no siempre ese atributo tiene que ver con los años. Por otra parte, nuestra especie per se necesita darle un sentido a todo. ¿Por qué nos cuesta tanto aceptar el error involuntario?

Recordemos el corto creado en 1944 por los psicólogos Fritz Heider y Marianne Simmel, en el que se muestran movimientos de figuras geométricas y se les pide a los pacientes que narren lo que ven, es decir, que interpreten bajo su punto de vista qué es lo que están haciendo esas figuras. En el video adjunto, la consigna fue dada a siete comediantes, que crearon historias desopilantes como “los triángulos se trenzan en una pelea”, que “uno de los triángulos tiene un affaire con el círculo, entonces el círculo se esconde en la caja para no ser descubierto” o “el triángulo quiere estar solo en su casa porque es una mujer independiente”.

Pero por fuera de la comedia, el test se usa para diversos estudios científicos. Uno de ellos buscaba probar el efecto de esos estímulos visuales en personas con autismo y síndrome de Asperger. Al consultarles sobre qué era lo que veían, solo 3 de 114 participantes dieron una explicación racional (es decir, figuras geométricas que se mueven aleatoriamente). El resto atribuyó agencia, intencionalidad y causalidad, lo que les permitió crear historias basadas en lo que habían visto. Y siempre las creencias y los valores morales modifican la ficción.

Es que contarnos historias es algo propio del ser humano. El profesor en neurociencias y escritor español Óscar Vilarroya, plantea en su libro Somos lo que nos contamos que más que homo sapiens, nuestra especie debería ser llamada homo narrator, porque para saber primero tenemos que explicarnos lo que sucede, darle un sentido, y la narración es nuestra herramienta por excelencia.

Vilarroya sostiene que cualquier relato complejo siempre parte de un relato primordial, que es la estructura mínima que existe en la que hay un agente, un paciente y una estructura causal. (Es decir una cosa, persona o animal, que modifica a otra por una causa específica). A partir de esa unidad, el relato se puede sofisticar, pueden aparecer más nexos causales, más agentes y más pacientes, pero todo puede reducirse a un conjunto de relatos primordiales. Y propone que, para desarmar un relato complejo (por ejemplo una ideología), se deben revisar los argumentos de los relatos primordiales que la componen.

El video con el experimento de Heidel y Simmel desembocó en una serie de relatos complejos y sesgados. Complejos, porque los participantes les dan múltiples causas al movimiento de figuras geométricas. Y sesgados porque cada comediante asume que fue llamado para contar una historia graciosa, es decir, hace lo que se espera que haga.

Pero cuando un referente dice algo que no esperamos y percibimos como equivocado, comienza a operar en nosotros el concepto de disonancia cognitiva, que se define como la tensión o desarmonía interna entre el sistema de ideas, creencias y emociones. Y a la disonancia la justificamos con causalidad.

Sin embargo, es algo que puede suceder sin segundas intenciones. Lo que decía Zadie Smith de manera literaria y brutal, fue descripto con lenguaje académico por Hugo Mercier y Dan Sperber en el libro The Enigma of Reason. Este fenómeno recibe el nombre de cognición modular o modularidad y refiere a que los mecanismos expertos de pensamiento son muy eficientes en su dominio específico de competencia, mientras que sobre temas que no pertenecen a su domino propio, su desempeño puede ser pobre o resultar en “ilusiones cognitivas”.

En síntesis, si a un físico o a un actor de prestigio se le estimula a responder sobre debates políticos o de bioética, opinará como un ciudadano más y la sapiencia en su campo no se trasladará a otros temas. Es decir, incentivado a contestar, es hasta más susceptible a equivocarse (y a que su respuesta se amplifique).

Pero como el contexto siempre es compatible con una variedad de interpretaciones (pensemos en que el contexto somos nosotros mismos, con nuestros sesgos) nos costará creer que ese referente pueda ser capaz de haber dicho algo que nos provoque semejante disonancia cognitiva. Sin ser del todo conscientes de ello, elegimos la causalidad y ni siquiera consideramos la inocencia como una opción.

Desarmar nuestros preconceptos es todo un desafío. Ellos también son el resultado de un conjunto enorme de relatos primordiales que escuchamos desde la niñez. Abrirnos al error ajeno (tal vez hasta con buenas intenciones) no es tarea fácil. Quizá porque perdonar es divino, buscamos borrar de nuestra mente la idea de que “errar es humano”.


Referencias

Klin A, Attributing social meaning to ambiguous visual stimuli in higher-functioning autism and Asperger syndrome: The Social Attribution Task, J Child Psychol Psychiatry; 2000 Oct;41(7):831-46.

• Mercier, Hugo y Sperber, Dan. The enigma of reason, Penguin, 2017.

• Tavris, Carol y Aronson, Elliot. Mistakes were made (but not  by me), Harcourt, 2007.

• Vilarroya, Óscar. Somos lo que nos contamos, Ariel, 2019.