La práctica de la medicina conlleva el riesgo de provocar daños, incluso en las mejores circunstancias y con los mayores cuidados. La adopción literal del primum non nocere, uno de los imperativos ancestrales, conduce tan sólo a una parálisis operativa, pues admitiendo que la obligación primaria es no dañar se puede llegar al extremo de noactuar. Muchos médicos se han retirado de la profesión precisamente porque les intimida el riesgo de producir daños involuntarios –en los que el médico es la segunda víctima– y el de las consecuentes demandas y reclamaciones.
Un cierto daño es el precio que se tiene que pagar por el intento de generar beneficios a los enfermos, y el trueque razonable es el de causar mínimos daños a cambio de grandes beneficios. Considerar a la inocuidad como la cualidad suprema ha propiciado que nos llenemos de remedios ciertamente inofensivos, pero también ineficaces. La frase si no te hace bien, tampoco te hace mal se ha convertido en una autorización tácita para utilizar tratamientos con valor dudoso, que sustentan hoy en día, por ejemplo, a las medicinas alternativas. La terapéutica científica propone que si bien te puede generar algunas pequeñas molestias o daños, te va a ocasionar grandes beneficios, con lo cual se admite la posibilidad de dañar, pero se ofrece una alta probabilidad de brindar mejoría. Más aún, por andar buscando obsesivamente la inocuidad absoluta, lo que se ha hecho es impedir el logro de metas alcanzables de seguridad para los pacientes, (1) en lo que se ha llamado la paradoja de la seguridad (the safety paradox).
Pero este escrito se refiere a los errores, y no todos los daños producidos por los médicos son consecuencia de errores; están aquellos derivados de los inconvenientes inherentes a los procedimientos diagnósticos y terapéuticos y otros más que son accidentales. El error es acaso una acción equivocada atribuible a un mal juicio, ignorancia, falta de atención, negligencia o impericia. En la práctica médica el error puede ocurrir en tres condiciones: por la realización de acciones innecesarias, por la ejecución inadecuada de maniobras útiles y necesarias o por la omisión de intervenciones benéficas,2 lo que se ha denominado sobreutilización, mala utilización y subutilización (overuse, misuse, underuse).3 Aquí se incluyen los errores de comisión y los de omisión. Se discute si la justificación de los errores de comisión es evitar los de omisión; por ejemplo, se dice que son menos gravosas las complicaciones por el uso de anticoagulantes que las que resultan de su falta de uso en casos en los que está justificado.
Errar es humano
Aunque la sociedad exige de los médicos las cualidades de humanitarismo, compasión, empatía, solidaridad y otras, no suele concederles la condición de seres humanos si ésta implica imperfecciones. Aspira a que todos sean omnisapientes, benevolentes, dispuestos al apostolado y al sacrificio, mesurados y capaces de liberarse totalmente de los afectos y demás estorbos subjetivos. Lo que la sociedad no reconoce ni acepta es que los médicos somos humanos y, por lo tanto, tenemos sentimientos, intereses, actitudes, apreciaciones, valores, emociones, temores y deseos; somos capaces de sentir compasión, lástima, amor y odio, de ser sensibles, reactivos, afectivos y de experimentar ambiciones y pasiones;4 podemos ser presa, como cualquier persona, de distracciones y descuidos. Solemos trabajar cansados, frecuentemente estamos abrumados por el trabajo y sufrimos las influencias de nuestros deseos y temores.
Por supuesto que sería deseable que las debilidades humanas no influyeran en la labor técnica del médico. Una tendencia en la educación médica, por ejemplo, es la de orientar a los estudiantes a no involucrarse afectivamente en los problemas de sus pacientes para no perder objetividad en las decisiones y para no sufrir con ellos; sin embargo, esto no sólo es totalmente imposible sino que probablemente ni siquiera sea conveniente, pues el médico tiene que permanecer sensible a lo que afecta a sus enfermos. La práctica médica no puede concebirse como una actividad técnica en la que el paciente es sólo un objeto de trabajo. Involucrarse sin sobreinvolucrarse parece ser la fórmula, reconociendo la necesidad de tomar decisiones objetivas pero sin renunciar a considerar las subjetividades de médico y paciente.
La incertidumbre en las decisiones médicas
Muchas personas tienen la idea de que con sólo ajustarse a ciertas reglas los errores no debieran ocurrir. Incluso, la visión a partir de las ciencias duras percibe pocas probabilidades de equívocos; la mayoría de los pacientes dedicados a la física o las matemáticas no puede entender que las prescripciones no sean el resultado de ecuaciones y que la medicina no sea una ciencia exacta. En la práctica médica las decisiones se toman en condiciones de incertidumbre o, en el mejor de los casos, de riesgo. Reconocer la incertidumbre en las decisiones médicas no significa justificar los errores, pero sí explicar que, aun en circunstancias favorables, a lo más que se puede aspirar es a una estimación probabilística de los desenlaces. Esta incertidumbre deriva de la gran cantidad de variables que participan en un cierto desenlace, muchas de las cuales se encuentran fuera del control de quien decide.5 Tanto el diagnóstico como el tratamiento se manejan en términos de probabilidades, 6 y si bien seguir las reglas puede justificar la conducta de los médicos, de ninguna manera garantiza los resultados.
Los errores pueden valorarse en términos del apego a las reglas (perspectiva deontológica) o de las consecuencias (perspectiva teleológica); en el primer caso se hace abstracción de los desenlaces y en el segundo, del proceso. Probablemente ninguno de los dos hace justicia a la complejidad del problema, pero se suele recomendar que el médico se comprometa ante el paciente sólo con el proceso y no con los resultados.
Epidemiología de los errores médicos
La verdadera incidencia de los errores médicos es muy difícil de conocer por varias razones. En primer lugar, hay una tendencia natural por parte de los médicos al ocultamiento, no sólo por el temor –cada día más vigente– a las demandas y reclamaciones, sino porque se requiere una cierta madurez para admitir, aun en la intimidad, los errores propios y más para sacar provecho de ellos.(7)
A pesar de que en una encuesta realizada en Estados Unidos 62% de los no médicos consideró que los errores médicos debieran ser difundidos para que el público se alerte, 86% de los médicos prefirió que los errores se manejen de manera confidencial8 tanto por preservar el prestigio profesional como por una razón más práctica que tiene que ver con el efecto terapéutico de la confianza en el médico. La revelación de los errores, por otro lado, puede aumentar las demandas y reclamaciones, mismas que no siempre son de buena fe.