Acerca del libro:
ENCUENTROS CON MARIO BUNGE
Serroni Copello, Raúl / Editorial: ADIP / Isbn: 9789509272088
Este libro contiene las ocho conversaciones que Raúl Serroni Copello tuvo con Mario Bunge en Montreal durante la primavera canadiense de 1988. Hoy, después de tantos años, son un testimonio más del interés vigente ya por aquel entonces entre muchos psicólogos argentinos por la investigación científica y por su filosofía para el desarrollo de la disciplina. El lector encontrará aquí las respuestas que Bunge da a preguntas sobre la ciencia en general y sobre la Psicología en particular: ¿cuáles son los problemas gnoseológicos, lógicos, ontológicos, metodológicos, semánticos, axiológicos, éticos y estéticos que debe resolver la Epistemología de la Psicología?, ¿cuál es la relación entre psicotecnología y psicofármacos?, ¿qué poder tiene la palabra como herramienta en los vínculos terapéuticos de la clínica en salud mental?, ¿cómo debe formarse un psicólogo en la Argentina?, etcétera. Y también encontrará varios comentarios autobiográficos o alusiones a personalidades como Sigmund Freud, Jacques Lacan, Karl Popper, Paul Feyerabend, Imre Lakatos, Carl Hempel, Thomas Kuhn, Guido Beck, Manuel Sadosky, Juan Domingo Perón, Ernesto Sabato y tantos otros. A la riqueza expositiva de Bunge se suma aquí la calidad intelectual de Serroni Copello, un interlocutor sobrio y profundo capaz de mantener vivo el valor de estos diálogos. Esta segunda edición de Encuentros con Mario Bunge forma parte de la Colección Entrevistas que dirige Alicia Noto y fue patrocinada por la Sociedad Argentina de Epistemología de la Psicología.
Dr. Raúl Serroni Copello (datos biográficos)
Doctor en Psicología Clínica. Investigador y profesor de filosofía de la ciencia en el postgrado de la Facultad de Ciencias de la Universidad de Palermo. Miembro destacado de sociedades científicas argentinas y extranjeras. Fundó en 1971 la Asociación Argentina de Investigaciones Psicológicas. Autor de numerosos ensayos y editor de conocidas publicaciones.
Epílogo (Por Mario Bunge)
El Dr. Serroni Copello me sometió a un hábil interrogatorio. Tan hábil, que me arrancó algunas confesiones que ni siquiera el Comisario Lombilla o el Teniente Astiz me habrían hecho cantar al compás de la picana eléctrica. Si yo fuese naturalmente cauto, o hubiese tenido siempre presente que mi interrogador es un psicólogo, no habría caído en algunas de las trampas que me tendió y, por consiguiente, no habría dicho algunas cosas que pueden haber ofendido a personas que estimo.
Ésa es la virtud del interrogatorio: que le toma a uno desprevenido y provoca respuestas espontáneas a preguntas que uno mismo no se hubiera formulado. También es su defecto: que le pone a uno a merced del interrogador, quien busca satisfacer su propia curiosidad. Tiene éste la ventaja de todo organizador: es él quien redacta la orden del día a la que se ajustan los demás. (Dicho sea de paso, el control de la orden del día será siempre, incluso en la más amplia de las democracias, un privilegio que coarta la libertad de los demás.)
Cuando el Dr. Serroni Copello me preguntó quiénes habían influido más sobre mi formación intelectual, sólo pensé en mi padre, en mis profesores, y en algunos de los autores que leí voraz e indiscriminadamente en mi adolescencia. De momento olvidé a algunos amigos que, aunque me llevaban pocos años de edad, ejercieron influencias decisivas sobre mi formación. Aprovecho esta oportunidad para reparar la injusticia que implica esa omisión.
Mi mentor en mis años decisivos, entre los 17 y los 22, fue Manuel Sadosky. Manuel fue un maestro obsesivo y casi nato, un optimista incorregible como el Candide de Voltaire, y una dínamo capaz de mover a un burócrata. Hijo de un zapatero remendón y hermano de cuatro profesionales, Manuel se ganó la vida dando clases de matemática desde los diez años. A esa edad yo no pensaba en otras cosas que hacer deportes, leer novelas de Salgari, jugar con mis amigos y mis perros, y comer frutas en cantidades industriales.
Fue Manuel quien, al advertir la pasión por la física que me había despertado la lectura de algunos libros de divulgación, me recomendó que estudiase física. Me dio este consejo una tarde de la primavera de 1937, cuando nos encontramos accidentalmente en la Plaza San Martín mientras asistíamos a un acto político en apoyo del presidente Ortiz. Ése no fue sino el primero de una larga secuencia de consejos, casi todos buenos, que me dio Manuel.
Desde entonces, en el curso de medio siglo volvimos a encontrarnos muchísimas veces en cuatro países. Un par de veces fui (mediocre) alumno suyo en la Facultad de Ciencias Fisicomatemáticas de La Plata. Él y su mujer, Cora Ratto, fueron los testigos de mi primer casamiento. Hombre de enorme curiosidad y vasta cultura intelectual, Manuel me recomendó la lectura de muchos libros, entre ellos los del epistemólogo francés Émile Meyerson, así como de manuales de matemática.
Aunque paciente y bonachón, Manuel sabía ser firme y severo cuando era preciso. Conmigo lo fue dos veces. La primera cuando, en una reunión, me acusó de dirigir la Universidad Obrera Argentina de manera dictatorial. Creo que este reproche, aunque seguramente justificado, fue ineficaz: aun en mis épocas de fervor socialista siempre me he comportado como un individualista. La segunda vez Manuel criticó el primer artículo que escribí sobre el concepto de probabilidad, mostrándome que yo no había comprendido la formulación axiomática que elogiaba, e instándome a que estudiase la fuente original. Esta vez el coscorrón fue eficaz. Dejo para otra ocasión el recordar episodios más importantes de la vida fructífera y azarosa del más generoso de los hombres que he conocido.
Otro amigo íntimo de mi adolescencia y primera juventud fue Guillermo Cavazza, secretario y amigo de mi padre. Guillermo había sido compositor de tangos, varios de los cuales habían sido grabados, y antes de hacerse cargo de la oficina de mi padre se había ganado la vida tocando el piano en orquestas y en cinematógrafos. Me trataba afectuosamente como a un sobrino, teníamos largas conversaciones y me daba consejos, casi siempre desacertados. Además, me enseñó a escribir a máquina, me acompañaba en largas caminatas por el barrio y jugábamos al truco. Fue mi confesor laico y nunca me impuso penitencias. Tenía un sentido del humor muy agudo pero algo extraño. En una ocasión, mientras conversábamos, me sentí desfalleciente: tenía sólo 35 pulsaciones por minuto. Guillermo se echó a reír. Tuve que insistirle que me buscase un cordial.
Otro amigo que me influyó fuertemente fue Luis Bertolino, guardabarreras, gran amante de la música clásica y del buen vestir, pero por lo demás asceta. Mientras yo hacía mis tareas escolares, leía libros fuera de programa, o escribía ensayos literarios. Luis tocaba alguno de los dos mil discos de mi padre, y los escuchaba en reverente silencio. Siempre hambriento, solía quedarse a comer y conversaba eruditamente sobre música con mi padre, también melómano, quien, haciendo una excepción, le perdonaba a Luis sus errores gramaticales.
No sé de dónde había sacado su refinamiento musical y sartoril ese hombre que vivía en una choza y no alternaba sino con otros obreros. (Yo era su único amigo pituco.) El hecho es que Luis me llevó a muchos conciertos y me presentó al jefe de claque del teatro Colón. Los miembros de la claque sólo pagábamos 50 centavos de entrada. Yo duré poco porque me negaba a aplaudir a los artistas que, como Alfred Cortot o Arthur Rubinstein, no me entusiasmaban. (Por ese entonces el público musical y teatral porteño era muy exigente.)
En el verano de 1938 viajamos con Luis a Bariloche, sentados en duros bancos de segunda clase, y en compañía de un pelotón de reclutas que no conocían la ducha. Acampamos en mi carpa durante dos semanas a orillas del lago Mascardi, frente al glaciar del cerro Tronador. En aquella época, anterior a la irrupción del turismo, uno podía bañarse desnudo en los gélidos lagos patagónicos, y pasearse durante horas por bosques de árboles inmensos sin toparse con nadie. Sólo una vez llegó un grupo de turistas, por cierto en un momento inoportuno: cuando estábamos enjabonándonos. Tuvimos que meternos en el agua proveniente del glaciar, al tiempo que les gritábamos a los turistas, la mitad de ellos mujeres: «Go away!». Obviamente, los turistas no podían comprender por qué habrían de interrumpir su contemplación de la naturaleza. Pasado el trance, Luis y yo tardamos bastante tiempo en entrar en calor.
David Jakovsky, hijo de un colchonero y estudiante de química, era un muchacho muy simpático que me presentó a sus numerosos amigos y amigas, con quienes solíamos ir al teatro y a cenar. (Uno de nuestros restoranes favoritos se llamaba “La corneta del cazador” y servía una deliciosa ternera al horno con espinacas por 40 centavos.) David me introdujo de contrabando en el laboratorio de química general e inorgánica de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales, donde hice mis primeros experimentos. Junto con David presentamos nuestra solicitud de admisión en un club náutico para practicar el remo, uno de mis deportes favoritos. Nuestra solicitud fue rechazada. Sospecho que la junta directiva del club era antisemita. En aquella época el antisemitismo era de rigor en el país.
Finalmente, no puedo dejar de recordar a René Corti, un muchacho muy culto y afable, estudiante de odontología, con quien hablábamos sobre mil asuntos. Solíamos viajar juntos en tren de Florida a Retiro. También solíamos encontrarnos en la tertulia de nuestro común amigo Leonardo, un canillita extraordinario que voceaba los diarios de la tarde en la estación Retiro de los Ferrocarriles del Estado. El padre de René era un solemne profesor de literatura italiana en la Facultad de Filosofía y Letras. Era el carcelero de sus hijos, y su severidad había causado el suicidio del hermano mayor de René, un pelirrojo muy simpático que se había enredado con una chica del barrio. Entusiasta admirador de Mussolini, el profesor Corti le había contagiado el virus fascista a su hijo. Esto me obligó a leer bastante literatura fascista y antifascista. Necesitaba estas lecturas para poder responder las largas cartas polémicas de mi amigo.
¡Qué tiempos aquellos, en que se podía ser amigo de un fascista y discutir con él de manera civilizada! (También es cierto que el fascismo de René era puramente verbal. Si hubiese militado en la Legión Cívica o en algún grupo similar, ni él ni yo habríamos sido tolerantes para con el otro.) La guerra y el peronismo terminaron con esa tolerancia, al menos en lo que a mí respecta. Sólo en años recientes he podido anudar amistad con otro fascista (que no sabe que lo es), el Dr. Frank Forman, economista y filósofo político norteamericano. Nos une el interés por la metafísica exacta. Dedica un capítulo de su The Metaphysics of Liberty (Kluwer, 1989) a mi filosofía. Pero advierto que he empezado a divagar, señal de que debo poner punto final, al menos por el momento.
Prof. Mario Bunge