La apasionante historia de la lucha contra la viruela

El Osado de Gloucestershire

Historia, ciencia, creencia y prejuicio en una gesta que libró al mundo de una peste trágica

Autor/a: Dr. Oscar Bottasso

Dr. Oscar Bottasso, Instituto de Inmunología Clínica y Experimental de Rosario, CONICET-UNR, Rosario, Argentina

"La calunnia è un venticello,
un'auretta assai gentile
che insensibile, sottile,
leggermente, dolcemente
incomincia a sussurrar". 

A la hora de batallar contra las enfermedades son pocos los casos donde la Medicina puede exhibir una suerte de victoria a lo Pirro. Entre los hechos que fueron abriendo espacios para esa senda apretada de éxitos rimbombantes existe uno que tuvo a lugar hacia finales de siglo XVIII y su protagonista fue Edward Jenner, el hijo de un clérigo de Gloucestershire. 

Por aquellos lares circulaba la idea que los encargados de ordeñar vacas y con antecedentes de haber padecido la viruela bovina (Cowpox) no desarrollarían esa otra enfermedad eruptiva presente en los seres humanos. Era frecuente que los ordeñadores de Gloucestershire contrajeran una afección localizada en las ubres de las vacas. Los afectados presentaban lesiones en sus manos, junto con síntomas leves de una enfermedad más generalizada. La pura observación, hasta si se quiere anecdótica, apuntaba a un rol protector de esta dolencia sobre la viruela en el hombre. 

Nutrido de aquellas historias y con apenas 13 años, el joven Eduardo (1749-1823) se enlistó como aprendiz de médico y finalmente se graduó en la escuela de Saint Andrews, para ejercer su profesión en el ámbito rural. A pesar de describírselo como moderado en su ambición profesional e inteligencia, su mente era lo suficientemente vivaz lo cual le permitió ganarse una amistad de por vida con el distinguido anatomista John Hunter. Así, cuando Jenner empezó a tomar en serio las creencias populares del terruño acerca de la relación entre viruela del hombre y la bovina solicitó la opinión del maestro sobre el supuesto que la inoculación con viruela vacuna pudiese proteger de la temida enfermedad humana. Hunter le sugirió no especular sino llevar a cabo el experimento, con la paciencia y rigurosidad debida. Jenner venía ocupándose del tema y unos años antes, concretamente en 1793, había preparado un trabajo sobre ''Investigación sobre la historia natural de una enfermedad conocida en Gloucestershire con el nombre de la viruela bovina'', que la Royal Society no vio con demasiado interés. En dicho trabajo discurría acerca de las causas y efectos de la variolae vaccinae (por las designaciones en latín de Smallpox y vaca). 

Seguramente la sociedad Europea del Siglo XVIII estaba mucho más preocupada por la viruela y la posibilidad de contar con algo capaz de mitigarla. En su Ensayo sobre Fiebres de 1750, John Huxham señaló la gran variabilidad de esta enfermedad tanto en forma como gravedad y dejó en claro que algunas personas visitaban a los enfermos con el fin de adquirir la dolencia en un momento propicio de su salud como para escapar de las graves consecuencias de la misma. En la Inglaterra de aquellos años, alrededor de un tercio de los niños moría de la afección en la primera infancia. Así no era infrecuente que en muchos casos los padres procuraran proteger a sus hijos al exponerlos deliberadamente a un paciente con una variedad más bien leve con la esperanza que contrajeran una forma menos severa del mal. Incluso en la milenaria China, los chicos también eran confrontados al agente transmisor vía de la inhalación de un polvo obtenido de las costras.

Como ya veremos esta práctica de exposición previa también se había arraigado en Inglaterra desde varias décadas atrás. Enancado en esa tradición de estratagemas preventivas, Jenner da el salto cualitativo y con una dosis no despreciable de audacia el 14 de Mayo de 1796 lleva a cabo un experimento crucial. Inocula a un lugareño James Phipps con material extraído del brazo de Sarah Nelmes, quien había contraído Cowpox en razón de su trabajo como ordeñadora. Una semana más tarde, el niño se quejó de un leve malestar generalizado, aunque tras un par de días se había recuperado por completo. Alrededor de 45 días después, Jenner desafía al joven con pus tomado de un paciente con viruela y “Thanks Goodness” James se había vuelto inmune a la enfermedad. Para 1798 había inmunizado a otras 23 personas. 

Después de una serie de ensayos exitosos, Edward concluyó que quien hubiese estado previamente expuesto a la viruela bovina se hallaría a salvo del temible Smallpox. Con el impulso que traía no dudó en inocular a su propio hijo con secreciones de Cowpox y luego probó su inmunidad hacia la viruela humana.

Sus observaciones calan rápidamente en Europa y en América. En 1802 y 1807 el mismo parlamento lo subsidia para que pueda proseguir con sus investigaciones. La difusión del método de Jenner a toda Europa y las Américas a inicios del siglo XIX fue tan notable como las recompensas y honores que acumuló aquel modesto médico rural. 

El atrevimiento de nuestro personaje hunde sus raíces en el anecdotario folklórico, que constituía un buen punto de partida. Jenner amalgama el conocimiento popular surgido de los hechos recabados en los ordeñadores con el precedente de la “variolación” y por medio de un trabajo ordenado consigue que tales datos desembocaran en un principio profiláctico, la bendita “vacuna” atento a las vacas. Aún así, en nuestros días un comité de revisión habría planteado unas cuantas objeciones como para poner un cono de sombra en torno a la validez de sus hallazgos, no obstante lo alentadores que aparecían. Pero si nos situamos en el Siglo XVIII y desde la clásica postura médica de intentar algo capaz de beneficiar a los sufrientes, el atrevimiento Jenneriano es claramente entendible y justificado.  

En líneas generales, la viruela se transmitía de persona a persona, o bien por ropas o mantas contaminadas con secreciones o costras. Tras un período de incubación de unas dos semanas, aparecían síntomas similares a la gripe. Unos días después, se presentaban vesículas rojas planas, primero en la boca, luego en la cara y finalmente, en los brazos, las piernas, las palmas y las plantas. Estas lesiones se ocupaban de secreciones, que finalmente se secaban dando lugar a costras. Al decir de Osler, algunos pacientes podían convertirse en una masa irreconocible de pus goteante, sumidos en un delirio a raíz de la fiebre alta y por supuesto el olor pútrido tan típico.  

A contrapelo de las historias entre ordeñadores, la adopción de la práctica de exposición previa o variolación surgió en los círculos de la élite Inglesa y desde allí se difundió a la sociedad. La impulsora habría sido Lady Mary Wortley Montagu. En 1718, esta mujer acompañó a su esposo a la Corte turca en Constantinopla, quien iba a desempeñarse como Embajador Extraordinario. Entre las costumbres del país, Lady Mary observó la costumbre de variolación, donde un idóneo que portaba una cáscara de nuez repleta de material de viruela, traspasaba parte del contenido al receptor por medio de rasguños o punturas en la piel. Unos ocho días después, los inoculados presentaban fiebre y se quedaban en cama durante varios días. Convencida de la práctica, Lady Mary dispuso que su hijo de seis años de edad fuera sometido al mismo procedimiento. Charles Maitland, el médico del embajador, y Emanuel Timoni, el cirujano de la Embajada estaban presentes cuando al niño se le practicó la variolación a cargo de una anciana, aguja de por medio. 

Seguramente la posibilidad de lograr una cierta prevención de la viruela fue uno de los logros médicos más salientes de aquella época. Emanuel Timoni publicó un reporte del método turco en Philosophical Transactions de la Royal Society (1714). La publicación de Timoni sobre la adquisición de la viruela por incisión o inoculación, aparecida en la revista proporciona un ejemplo perfecto sobre investigaciones de las costumbres populares. Otra descripción del procedimiento también fue publicada por Giacomo Pylarini en el mismo volumen de la revista. Ambos refieren que el inoculador tomaba pus de un paciente afectado de una forma benigna de la enfermedad mediante la apertura de una pústula con la aguja. El material era colocado en un recipiente de vidrio limpio próximo a la axila o el pecho del operador para mantener el calor. Se hacían pequeñas heridas en la piel del sujeto sano y se dejaba fluir un poco de sangre. El pus se mezclaba con la sangre y la incisión era cubierta con la mitad de una cáscara de nuez. Como aditamento religioso se podían inocular varios sitios procurando reproducir la silueta de una cruz.

Siete años después y durante la epidemia de viruela desatada en Inglaterra en 1721, Lady Mary, ya de regreso en Londres, solicita que inoculen a su pequeña de cuatro años. Maitland exigió la presencia de varios médicos como testigos. Según Lady Mary, los galenos espectadores eran muy hostiles a punto tal que temía dejar a su hija  sola con ellos. Producido el brote de viruela, la niña salió ilesa por lo que Maitland decidió inocular el único hijo que le quedaba, puesto que a los demás se los había llevado la viruela. 

Coincidentemente con esto, también tuvieron a lugar una serie de ensayos con la colaboración de la Real Sociedad y el Colegio de Médicos, para evaluar la seguridad de la inoculación. Seis delincuentes, que se habían ofrecido a participar en un experimento (con un cambio de pena o indulto si sobrevivían), fueron inoculados por Maitland el 9 de agosto 1721, en presencia de al menos 25 testigos. El 6 de septiembre, el estudio se consideró un éxito y los presos fueron puestos en libertad. También, se inocularon los huérfanos de la parroquia de St. James, lo cual fue seguido muy de cerca por el Príncipe y la Princesa de Gales (tiempo después el rey Jorge II y la reina Carolina), quienes en función de los resultados favorables, acordaron en aplicarlo a dos de sus hijas.

Aún así aquel “renuevo entusiástico” no lo tendría tan fácil. Los clérigos y médicos lanzaron una avalancha de opúsculos y sermones condenando el método turco. Llegó a decirse que la inoculación era una práctica peligrosa, atea, maliciosa y pecaminosa inventada por el diablo. Y que las enfermedades eran una forma de escarmiento oportuno enviado por Dios para poner a prueba nuestra fe y retomar el camino extraviado. Felizmente no se llegó a encender la hoguera. 

Como contraataque a las embestidas hacia la variolación, Lady Mary publicó ''Un relato simple de la  inoculación de la viruela'' para que las personas comunes y corrientes, objeto de abuso y engaño médicos, pudieran interiorizarse de los métodos practicados en Constantinopla. También sostuvo que los profesionales de la salud consideraban el método proveniente de Turquía como un plan terrible de reducción de ingresos.
Al igual que en tantas situaciones, ocurrieron fracasos, muy ventilados y utilizados beligerantemente en los sermones religiosos. Más allá que el procedimiento tuvo un impacto limitado en la incidencia global de la viruela, la intervención allanó la senda para lo que Jenner pergeñaría 70 años después: una estrategia racional cuyo derrotero era el logro de la vacuna antivariólica a la par de sembrar esperanzas para el control de otras epidemias.

Aún así tampoco Edward estuvo libre de los arrimadores de escollos. Sus críticos insistieron que la transmisión deliberada de enfermedades de animales a los seres humanos era un acto repugnante, inmoral y aventurado. La experiencia, sin embargo, justificaba la afirmación de su propulsor en el sentido que la vacunación era sencilla, segura, barata y eficaz. Con una relación riesgo/beneficio claramente favorable, la práctica fue ganando terreno no obstante las objeciones religiosas, sociales, y científicas o pseudocientíficas. En la medida que se iba afianzando el procedimiento, los médicos, cirujanos, boticarios y oportunistas lidiaban por el control de la vacunación. Competencia a la cual se sumaban los “donantes” de vacunas quienes solían utilizar sus propias vesículas para aplicar a familiares y amigos. Pato o gallareta, en una década los galenos más emprendedores habían esparcido la práctica en todo el mundo. En 1802, Carlos IV ordenó al Consejo de Indias estudiar modos de llevar la vacunación a la América española. Rápidamente se organizó una expedición dirigida por Francisco Xavier de Balmis. A medida que el barco español navegaba alrededor del mundo, de Balmis establecía grupos de vacunación en América del Sur, Filipinas y China. Para mantener el principio activo en estos largos viajes, de Balmis seleccionó unas dos docenas de huérfanos y realizó el paso de brazo a brazo cada 9 o 10 días. Cuando era necesario, se reponía el “equipo” de niños no vacunados y así continuaba con su cometido. 

La agenda de los debates sobre la seguridad y eficacia de las vacunas es una cuestión abierta aunque con menos rispideces gracias a las compresas frías aplicadas oportunamente por la microbiología e inmunología. Muchos argumentos esgrimidos por aquellos años fueron más emocionales que científicos en buena medida por la declarada inmoralidad de cualquier interferencia con la naturaleza o voluntad de Dios. Otros críticos avanzaron aún más hasta oponerse a la promulgación de leyes de vacunación obligatoria por considerarlas una violación de la libertad personal. El filósofo británico Herbert Spencer incluso llegó a manifestar que detestaba la vacunación obligatoria y desaprobaba la voluntaria. 

Felizmente existieron unos cuantos más lúcidos que consideraron al procedimiento como uno de los descubrimientos más sustantivos de la Medicina, lo cual consiguió atemperar las tantísimas descalificaciones descargadas sobre la persona de aquel médico de Gloucestershire: fraudulento, charlatán y arrojado.  

Dentro de los pecados capitales la envidia pareciera ser el menos jugoso de todos. Dudoso placer en eso de apalear al otro, digamos más bien un intento insulso y hasta desesperado por desmerecer al receptor para así abajarlo a las miserias de nuestra levedad.