La inspiración existe, pero tiene que encontrarte trabajando.
Pablo Picasso
Un hecho saliente de la medicina del siglo XIX fue la iniciativa de relacionar los datos clínicos del paciente con los estudios anatomopatológicos post-mortem para así avanzar en el logro de pautas diagnósticas. La idea, incluso, de contar con un procedimiento que anticipara lo que estaba ocurriendo in vivo, desvelaba a muchas mentes inquietas ávidas de intentar alguna medida de control y salirse de esa suerte de resignación al dixit de la disección.
Lento, pero inexorablemente aquella práctica del naciente ottocento heredera de la mirada Hipocrática estaba atravesando el umbral de lo que constituiría un cambio radical y sin retorno. En los principales hospitales de Francia, Alemania, Gran Bretaña y lo que posteriormente sería Italia, la asistencia de tantísimos casos sumado a la realización de las correspondientes autopsias posibilitaron el desarrollo de prestigiosos centros de estudios. La tríada material clínico, examen físico y la mesa de disecciones estaba desplazando al clásico acto médico basado en la información aportada por el propio paciente y las observaciones surgidas de la consulta, donde el examen físico era bastante escueto.
En honor a la verdad, cierto es que el siglo precedente también había aportado lo suyo. El año 1761 en el cual Morgagni publicó su monumental obra De Sedibus et Causis Morborum por Anatomen Indagatis Libri Quinque, también fue testigo de la aparición de otro gran clásico en la historia de la medicina el Inventum Novum por parte del médico vienés Leopold Auenbrugger.
En un texto bastante breve, Auenbrugger presenta un método diagnóstico denominado percusión del tórax, por el cual el clínico podría obtener información ad intra mediante la evaluación cuidadosa de los sonidos producidos al percutir el pecho o la espalda del paciente. Claro está que ello demandaba un gran entrenamiento a fin de poder distinguir cuándo los sonidos de un individuo sano comenzaban a ser reemplazados por aquellos propios de otro enfermo.
Aunque la auscultación inmediata y la percusión constituían valiosas ayudas para el diagnóstico de lo que Nicolas Corvisart des Marest denominaría “medicina interna", muchos médicos se mostraron reacios a llevar adelante estas prácticas. Dada la abundante presencia de pulgas y piojos en muchos pacientes, y el descuido general de la higiene personal, los clínicos eran bastante renuentes a poner la oreja sobre el pecho del enfermo.
La ocasión no podía ser más propicia para una innovación como pocas. Y los hados apuntaron a un Bretón, nacido en 1781; quien a raíz de la muerte de su madre por tuberculosis cuando apenas contaba con 5 años fue encomendado al cuidado de un tío abuelo que ejercería una influencia capital en su vida. A la edad de 12 años aquel niño versado en la cultura clásica, griego y latín marchó a la Facultad de Medicina de Nantes où son oncle le docteur Guillaume L. era Decano. Con apenas 14 años René Theophile Hyacinthe Laënnec ayudaba en el cuidado de los enfermos y heridos en el Hôtel Dieu de la ciudad Nantes. Hacia 1800, se traslada a París y allí consigue estudiar con grandes profesores como Guillaume Dupuytren, Gaspard Laurent Bayle, Marie Francois Xavier Bichat, Jean-Jacques Leroux de Tillets y el mismo Corvisart.
Al parecer Laënnec era bastante tímido y sentía vergüenza de acercar su oído al pecho de las pacientes
Un año después de ingresar a la École Pratique, Laënnec obtuvo el primer premio en medicina y cirugía. En 1804, se gradúa de médico y tras unos meses pasa a ser miembro de la Société de l'École de Médecine. Por esa misma época publicó una serie de artículos sobre temas como peritonitis, amenorrea y enfermedad hepática. Pero el logro más apreciado sobrevendría varios años después, concretamente en 1816 cuando a través de la creación de un adminículo de aquellos da a conocer su trabajo publicado en 1819 De l’auscultation médiate ou Traité du Diagnostic des Maladies des Poumon et du Coeur.
Al parecer Laënnec era bastante tímido y sentía vergüenza de acercar su oído al pecho de las pacientes. Se dice que un día del otoño parisino de 1816, es requerido para una visita domiciliaria a una paciente con un problema cardíaco. Durante el examen, en presencia del esposo y su madre, Laënnec, practicó una percusión la cual no reveló demasiada información, probablemente porque la enferma era bastante robusta y tampoco tenía deseos de proseguir con la auscultación directa al advertir un marcado recato en ella.
En un brote de inspiración analógica, el colega apeló a un cuaderno de notas que llevaba en su maletín para registrar datos de sus pacientes. Se valió de una(s) hoja(s), que enrolló en forma de tubo, para emplazar un extremo del cilindro sobre el pecho de la enferma, mientras que acercaba su oreja al otro. Con ello consiguió oír con bastante nitidez los latidos de aquel corazón endeble. Ese mismo día manda a confeccionar un instrumento de madera, en forma de cilindro.
Según su propia referencia la idea surgió a raíz de haber observado a dos niños que jugaban alrededor de un árbol caído en el patio del Palacio del Louvre; uno de ellos rasguñaba un extremo del tronco, mientras que desde la punta opuesta el otro chico recibía un sonido amplificado…” Se me ocurrió que esta propiedad física podría servir un propósito útil en el caso que me estaba ocupando. Entonces armé un rollo de papel, un extremo del cual apliqué sobre el precordio y mi oreja en el otro. Estaba sorprendido y eufórico de poder escuchar los latidos de su corazón con mucha más claridad de la que hubiera tenido con la aplicación directa de mi oreja. Inmediatamente advertí que esto podría convertirse en un método indispensable para estudiar, no sólo los latidos del corazón, sino todos los movimientos capaces de producir sonido en la caja torácica”.
Atento a las bondades de la auscultación mediata, Laënnec pasó los 3 años siguientes probando varios tipos de materiales para confeccionar tubos, perfeccionando su diseño y al mismo tiempo examinar los hallazgos en pacientes con patología torácica. Tras sobradas pruebas optó por un tubo hueco de madera, 3.5 cm de diámetro y 25 cm de largo. Este estetoscopio (del griego stéthos -pecho- y skopeîn -ver), constituyó el puntapié inicial para anatomizar el cuerpo vivo y lograr una anticipación morfológica de lo que estaba absolutamente reservado a la investigación cadavérica. Su creador también recalcó de no descuidar los métodos de Auenbrugger, habida cuenta de utilizar todas las herramientas posibles a la hora de diagnosticar como así también de la insoslayable necesidad de practicar en profundidad para utilizarlo correctamente. El anecdotario señala, asimismo, que muy pocos médicos pudieron igualar la extraordinaria habilidad de Laënnec para la auscultación.
Sir John Forbes, quien en 1821 tradujo el tratado de Laënnec de novecientas páginas al inglés, señaló que el estetoscopio era extremadamente valioso, pero dudaba que alguna vez el procedimiento llegara a imponerse. A su entender demandaba demasiado tiempo y no encajaba con los usos de la isla. Presagios que no se cumplieron ya que a poco de andar el mismo se convirtió en un elemento indispensable del arsenal médico británico; con todo lo que ello implicaba en términos de propagación de la nueva modalidad.
Durante su corta vida, sus compañeros generalmente lo trataron con indiferencia y hostilidad.
Los años venideros estuvieron signados por una serie de contratiempos como la muerte de su tío también víctima de la tisis, la ruptura con Dupuytren y dificultades financieras que afectaron su actividad laboral a la par de quebrantar su salud. Tras recobrar fuerzas en su amada Bretaña, retorna a París, donde ocupa el puesto de editor del Journal de Médecine y posteriormente consigue dos posiciones muy anheladas, la catedra de clínica médica en el Hospital Charité y un cargo en el Hospital Necker. El trabajo de Laënnec se centró mayoritariamente en enfermedades del tórax básicamente la interrelación entre sus observaciones y los hallazgos post-mortem. Tal ejercicio le permitió establecer el correlato acústico para enfermedades respiratorias de jerarquía como la tuberculosis, neumonía, bronquiectasias, pleuresía, enfisema, neumotórax, y otras patologías pulmonares. Su invención del estetoscopio lo convertiría en uno de los ejemplos más célebres de la medicina francesa, aunque durante su corta vida, sus compañeros generalmente lo trataron con indiferencia y hostilidad.
Más temprano que tarde, la impronta tuberculosa familiar se hizo presente. La salud del maestro se fue deteriorando progresivamente, y la “consunción” que de algún modo intentaba disimular o negar era harto evidente. Para mayo de 1826, la fiebre, la tos productiva y la disnea se agravaron ostensiblemente. Dejó París en busca de su terruño que le aportaría una mejoría apenas transitoria. Le cupo a su sobrino Mériadec satisfacer la petición de ser auscultado para que le describiera lo percibido. Para alguien tan avezado en esos menesteres, el relato de los hallazgos fue tan alarmante como acostumbrado. Una cruel burla del destino que, valiéndose de su propia invención, le devuelve impiadosamente el lúgubre escenario de una tuberculosis terminal. En su testamento, Laënnec cedió a Mériadec los escritos médicos, el reloj, su anillo, y "por, sobre todo, mi estetoscopio, que es la mejor parte de mi legado". Partió de este mundo el 13 de agosto de 1826 cuando apenas contaba 45 años, en Kerlouanec, allí donde el Canal de la Mancha se pierde en el Atlántico.
El desarrollo gradual de tecnologías diagnósticas es un hecho trascendental de la medicina de estos últimos doscientos años. Más allá de su aporte específico, la aparatología ha calado profundamente en la relación médico-paciente, la formación profesional, la demarcación entre áreas de especialización, su práctica y la estructura de los servicios de salud.
Dentro de sus precursores el personaje que hoy nos ocupa, cuyo nombre viene de puntillas puesto que René significa “renacido” o “vuelto a nacer” representa un reverdecer en el arte de explorar y arriesgar diagnósticos. Fruto de una mente brillante que al toparse con la “semejanza crucial” hundió sus manos en el barro del empirismo para legarnos una cerámica de eximia calidad. De pie, con el sombrero entre las manos y el más profundo de mis respetos, MUCHAS GRACIAS MAESTRO.
Autor: Dr. Oscar Bottasso
Médico, investigador superior del CONICET, Universidad Nacional de Rosario, Argentina
IntraMed agradece al Dr. Bottasso su generosa colaboración.