Cette liberté que garde l’expérimentateur est, ainsi que je l’ai dit, fondée sur le doute philosophique (1)
Así como en los albores de la era Cristiana la Medicina tuvimos un Claudio forjador de antojadizos laberintos fisiopatológicos, el siglo XIX nos legó una suerte de compensación en la persona de Claude Bernard (1813-1878), un fisiólogo de fuste nacido en Saint Julien (Rhône), en el seno de una familia de vinicultores.
Tras su iniciación en los estudios de latín con el sacerdote del lugar, ingresó a la escuela jesuítica de Villefranche, y concluyó su educación secundaria en Thoissey; para luego desempeñarse como asistente de un boticario en Lyon.
Impregnado del floreciente romanticismo, sentía una particular atracción por la literatura que lo llevó a escribir una comedia La Rose du Rhône (obra no conservada) y posteriormente una tragedia en 5 actos Arthrur de Bretagne.
Vuelto a su hogar en 1833, un año después marchó a Paris munido de dicho manuscrito para entrevistarse con el crítico Saint-Marc Girardin, quien no obstante de advertir sus méritos literarios, le aconsejó estudiar medicina como un medio más seguro de subsistencia.
Asistido por la firma decisión de forjarse un destino decoroso se inscribe en la Facultad de Medicina. Allí tomó contacto con renombrados profesores entre ellos François Magendie, en el Hôtel-Dieu y en el Collège de France; el cual al advertir su talento señaló sin tapujos "Eres mejor que yo" y lo contrató como asistente de investigación.
Su primera publicación versó sobre la chorda tympani y una disertación acerca de la función del jugo gástrico en la nutrición. Estos primeros pasos fueron anticipatorios, de lo que serían sus sagaces estudios sobre temas del sistema nervioso y el metabolismo. Cumplido los 31 años y con dificultades para seguir subsistiendo como becario, renunció a esa posición para dedicarse a la práctica médica.
Un amigo, de los que nunca faltan, se encargó de organizar una boda por conveniencia con Marie-Françoise Martin, hija de un médico de París muy acaudalado; que gracias a la dote le permitió volver al laboratorio. Del matrimonio non ne parliamo.
En 1847, Bernard se convirtió en colaborador de Magendie en el Collège de France. Este período estuvo marcado por una serie de valiosísimos aportes. Entre ellos demostró que la digestión gástrica era sólo un acto preparatorio, puesto que el grueso del proceso tenía lugar en los intestinos donde gracias a los jugos pancreáticos los alimentos grasos, eran emulsionados y separados en ácidos grasos y glicerina; como así también la conversión del almidón en azúcar y la solubilización de las proteínas no disueltas por el estómago.
En trabajos publicados entre 1848-1857 da a conocer su hallazgo sobre la función glucogénica del hígado. Utiliza una expresión de lo que después sería el leitmotiv endocrinológico: "secreción interna", para designar la cesión de glucosa a la sangre; en oposición a la externa referida a la liberación de la bilis al tracto digestivo.
Por su parte, en 1856, expone sobre el glucógeno, una sustancia almidonada blanca presente en el hígado elaborada a partir de azúcar, que constituía una reserva de carbohidratos capaces de descomponerse en la sustancia original de ser necesario, y así preservar un nivel constante en sangre. Con ello deja en claro que este sistema no sólo descomponía las moléculas complejas en simples, sino que también hacía lo contrario.
Igualmente importante fue su observación de 1849, donde la punción (piqûre) del cuarto ventrículo del cerebro, en perros, producía una diabetes temporaria.
Cual máquina generadora de conocimiento, también aparecen sus contribuciones en torno al mecanismo vasomotor en la regulación del flujo sanguíneo (1851-1853); a partir de una publicación donde se demostraba la existencia de células de músculo liso en las arterias más pequeñas.
Al seccionar el nervio simpático cervical del conejo, Bernard observó un aumento térmico y de la vascularización de la oreja, lo cual sumado a experimentos donde aplicaba estímulos a nivel neural le permitieron descubrir que los nervios vasomotores controlaban la dilatación y la constricción de los vasos sanguíneos en respuesta a los cambios de temperatura ambiental.
Por tanto, en climas fríos, los vasos sanguíneos de la piel se contraían para preservar el calor, mientras que ante altas temperaturas hacían lo contrario a fin de disipar lo que ahora se tornaba excesivo. En definitiva, el cuerpo trataba de mantener un “ambiente interno” estable ante condiciones externas cambiantes, que Cannon llamará homeostasis.
Además, llevó a cabo investigaciones sobre el monóxido de carbono donde comprobó que el mismo desplazaba al oxígeno en la hemoglobina en los glóbulos rojos (1853-1858). En paralelo y trabajando con curare (1850-1856) demostró que este veneno causaba parálisis y muerte por afectación de los nervios motores, sin efecto sobre los sensoriales. Dicha herramienta experimental sirvió incluso para diferenciar los mecanismos puramente neuromusculares y la excitabilidad independiente del músculo.
The Lesson of Claude Bernard (1813-78) or, Session at the Vivisection Laboratory de Leon Augustin Lhermite
Con esa socarronería que nunca falta, el Bernard de los primeros años había sido tildado de animoso vivisector del reino animal, lo cual le valió no pocos dolores de cabeza mitigados en parte por una amistad con un comisionado de la policía.
Su propia familia, inclusive, no se sentía muy a gusto con su trabajo y Marie-Françoise no disimulaba cierto descontento por el hecho de no haberse convertido en un médico exitoso. Por suerte, su reputación fue in crescendo y tras la obtención en 1853 del título de doctor en ciencias naturales (el tribunal contó con la presencia de Alexandre Dumas), pasó a enseñar fisiología general en la Sorbona a la vez que sucedió a Magendie como profesor titular en el Collège de France, en 1855.
En la década de 1860 comenzaron a presentarse algunos problemas de salud aparentemente una enteritis crónica, con repercusión pancreática y hepática. Eso lo llevó a pasar más tiempo en Saint-Julien, lo cual le permitió desarrollar una actividad enrolada en cuestiones científico-filosóficas. Bernard se abocó a discurrir sobre el método de estudio cuyos resultados pasaron a constituir hitos de la medicina. Tales reflexiones se plasmaron en lo que se convertiría en un libro muy sonado en la historia de la ciencia, donde ambas disciplinas entablan diálogos mutuamente enriquecedores: Introduction à l'étude de la médicine expérimentale.
Para 1864 sobrevino su acercamiento con Napoleón III, quien le facilitó dos excelentes laboratorios uno en la Sorbona y otro en el Museo Historia Natural, amén de convertirlo en miembro del senado imperial en 1869. Un año antes había sido admitido en la Academia Francesa; mientras que, en 1876, recibía la Medalla Copley otorgada por la Real Sociedad de Londres como reconocimiento a su labor y trayectoria científica.
En el otoño de 1877, aquel hombre amable e imponente con un semblante que traslucía la profundidad de pensamiento comenzó a experimentar un deterioro bastante rápido en su salud. Para el Año Nuevo de 1878 contrajo un resfriado y, poco después, presentó una complicación renal que lo llevaría a su muerte, acaecida el 10 de febrero. Sus funerales fueron organizados por el gobierno, como una muestra palmaria del reconocimiento a sus contribuciones.
Basados en observaciones hasta casi fortuitas Bernard consiguió logros impensables para su época, fruto de una ideación eximia y habilidades laboratoriales poco frecuentes.
Llegó a decirse que era la fisiología misma, a la par del creador de la medicina experimental y las pruebas de concepto. Para él este abordaje comprendía cuatro momentos. Al principio la confrontación del investigador con un hecho de su entorno; disparador de una explicación sobre la posible causa y/o motivo del suceso.
Esta hipótesis se contrastaba mediante la experimentación, que requería una lógica interrogativa, y el diseño de los ensayos correspondientes. Posteriormente se llevaba a cabo la prueba y finalmente una contraprueba la cual garantizaba la existencia de un nexo causal entre dos fenómenos y no de una mera coincidencia.
Como hombre comprometido con su tiempo, existe otra faceta de este CLAUDIO MAGNO digna de destacar, y que brinda un dato más de su afán en pos de una medicina superada.
La época de Bernard estuvo caracterizada por la aparición de una intensa práctica hospitalaria dominada por innumerables exámenes clínicos y otras tantas autopsias, propicios para determinar si a partir de ese cuerpo de observaciones surgían algunos patrones de utilidad en la clínica.
Entre los pioneros de esta medicina apoyada en datos se destacaron Philippe Pinel (1745-1826), propulsor de un procedimiento para la recopilación y tabulación de dicha información y Pierre Charles Alexandre Louis (1787-1872), creador del "método numérico".
Muchos de sus contemporáneos consideraron, sin embargo, que este abordaje poblacional colisionaba con la dinámica de la profesión, en el sentido de cuán relevante podrían ser las cifras generales para un paciente en particular.
Más aun, cómo era posible que el juicio médico tuviera en cuenta probabilidades, o que la estadística pudiera predecir lo que ocurriría con tal o cual paciente, atento a lo singular de cada caso. Un profesor de Montpellier, Benigno Juan Isidoro Risueño d’Amador (1802-1849) señaló, incluso, que la medicina era el arte de curar pacientes de a uno, por lo que su ejercicio debía basarse esencialmente en tacto e intuición.
En medio de las disputas la voz de Bernard se hizo sentir. Para él, la posición de d´Amador encarnaba el escalón más bajo de la labor profesional, zona apropiada para charlatanes de turno a quienes reprobaba firmemente. La medicina "empírica" constituía una etapa intermedia donde los estudios comparativos y datos estadísticos podían efectuar algún aporte; mientras que la más avanzada, o "medicina científica", se basaba en el descubrimiento de "leyes de los fenómenos naturales".
Terreno no apto para tanto cálculo atento al riesgo de volverse potencialmente engañoso. No obstante, y a pesar de sus reservas por la mala interpretación y utilización del análisis estadístico, Bernard avaló su uso para evaluar la eficacia de los tratamientos médicos.
Le asistía la íntima convicción que una medicina plenamente científica y determinista basada en la experimentación llegaría a brindar un conocimiento exacto de los mecanismos fisiopatológicos subyacentes. Al lograrse dicho objetivo, ya no habría espacio para especulaciones probabilísticas: “con los fenómenos cuya causa está definida, las estadísticas no tienen nada que aportar; incluso serían absurdas".
Al tratarse de fenómenos tan complejos, vislumbraba, sin embargo, que la elucidación in toto de los procesos resultantes en patología demandaría mucho tiempo. Y dado que la responsabilidad de asistir enfermos y escoger tratamientos, seguía tan vigente como siempre; en ausencia de un basamento mecanístico preciso, el componente especulativo era ineludible.
Esta medicina “conjetural o empírica", nutrida de la comparación entre grupos y el enfoque probabilístico "nunca desaparecería totalmente de ciencia alguna". Consecuentemente, la consigna era amalgamar empirismo y experimentación. Lo que no equivalía a perder de vista, que un promedio no puede desplazar el buen criterio clínico para una situación en particular.
Bernard apoyaba los estudios comparativos, incluso creía que contribuirían al descubrimiento de relaciones deterministas y su tiempo fue testigo de comparaciones sumamente célebres; como las de John Snow respecto del cólera o Ignaz Semmelweis en cuanto a la desinfección de las manos antes del parto para la prevención de la fiebre puerperal. Estudios, dicho sea de paso, que el establishment recibió con bastante escepticismo.
Por supuesto, que, a la hora de tomar partido, ponía el acento sobre el potencial de la experimentación como herramienta esclarecedora por excelencia, y por ende posibilitadora de curas exitosísimas para así propender al desarrollo de una medicina exacta, hoy denominada de precisión.
Este espíritu característico de la ciencia del siglo XIX tambaleó ante los avistamientos de la centuria venidera, que, con un dejo de desencanto, permitieron entrever esa suerte de concubinato entre quimera y determinismo conforme, a una omnipresente aleatoriedad capaz de aguar hasta la fiesta mejor organizada. Nos enfrentamos a redes causales de gran complejidad, y nuestras intervenciones apuntan más bien a trabajar sobre algún elemento trascendente de la trama, lo cual no es poco.
A 150 años de aquellos debates, las categorías de médicos científicos, empíricos e irracionales, no ha perdido vigencia, pero se nos ocurre que las proporciones no son las mismas. Además de la evidencia disponible a través de estudios observacionales y ensayos clínicos, estamos a las puertas de una serie de herramientas nunca vista.
A los consabidos estudios complementarios, y de la mano del high-throughput screening, entre otras aproximaciones tecnológicas, los médicos dispondrán de datos epigenéticos, farmacogenómicos, bio-rúbricas, y “scopías morfomoleculares”. Todo lo cual requerirá un detenido adiestramiento para ponderar el justo significado de estos recursos; que, de no ser en mandarín, podría sonar como personalized machine-learning, o criterion-reinforcing metaknowledge; ya que estamos de anglicismos.
El desafío es enorme, los encantadores de serpientes seguirán pululando y en un terreno tantas veces escabroso, por supuesto que nadie prescindirá de ese intuítio sumamente bienvenido, cada vez que se presente. Efectuar predicciones ancladas en el mundo real no es tarea fácil y seguiremos siendo humanos.
Aunque la búsqueda del Santo Grial continúe siendo infructuosa, este TAROT CIENTIFICO de aleatoriedades buceador y producto a futuro de las en boga maquinaciones traslacionales, hará las delicias de aquella utopía Bernardiana. Será a la vez un merecido homenaje para un protagonista con mayúsculas de la investigación médica no sólo por sus descubrimientos sino también por la formidable innovación conceptual y metodológica.
(1)Esta libertad que el experimentador mantiene está, como lo dije, fundada en la duda filosófica; Claude Bernard.
Autor: Dr. Oscar Bottasso
Médico, investigador superior del CONICET y del Consejo de Investigaciones de la Universidad Nacional de Rosario, Argentina.
IntraMed agradece al Dr. Bottasso su generosa colaboración.