Se despertó todo traspirado. El sudor lo había empapado por completo. Se sentó en la cama y se pasó la mano izquierda por la frente. Parpadeó varias veces para cerciorarse que estaba despierto, mientras trataba de hacer foco en un libro que tenía sobre la mesa de luz. Sentía que el corazón le salía por la boca, las palpitaciones en el cuello, en el pecho, en la cabeza.
Tardó unos segundos en recordar esos tres ruidos sordos como golpes de madera que venían, según le había parecido, de otra parte del departamento. Agarró el celular que estaba junto al libro sobre la mesa de luz y miró la hora. Eran las 3:00 de la madrugada.
Buscó con la vista unas alpargatas negras con suela de yute, que solía tener debajo de la cama, se la puso y fue chancleteando hasta el baño. Dio una vuelta por departamento, chequeó que la puerta estuviera cerrada y se volvió a dormir.
Pasaron un par de días y nuevamente, sintió tres golpes y se despertó exaltado. Los mismos síntomas, el mismo sudor, la misma angustia y el mismo desconcierto. Miró el reloj del celular y nuevamente eran las 03:00 de la madrugada. Repitió el ritual de recorrer el pequeño departamento de barrio Alberdi, pero ya con cierta intranquilidad. Nada. Esta vez, le costó volverse a dormir.
Una semana de normalidad, y los episodios volvieron. Cada vez con más intensidad, con más ahínco, con mayor angustia. No entendía por qué. Tres golpes, despertarse con miedo innato y genuino, tres de la madrugada. Y nada.
Luego de dos meses de repetirse los episodios, comenzaron a aparecer nuevos detalles. Una vez, luego de los tres golpes, a las tres de la madrugada, sintió correr agua. Se levantó, también chancleteando las alpargatas, y cuando fue al baño encontró la canilla del lavabo abierta.
A los dos o tres días, fue la de la bañera, a la semana, la de la cocina. Ya las explicaciones lógicas posibles se escapaban e irónicamente hacían agua por todos lados. No podía entender que a sus 24 años y con su pensamiento ortodoxo de estudiante de medicina, le pasaran este tipo de cosas y no pudiera explicarlas de forma lógica racional.
Habló con el mayor pilar en la vida, su abuela. Le recomendó que vaya a una Iglesia y charle del tema con algún sacerdote. Lo hizo. Según le dijo el cura, tenía que rezar y tirar agua bendita en ciertos puntos estratégicos de la casa. También lo hizo. Por un tiempo muy breve, no volvió a ocurrir nada raro. Como todas las cosas relacionadas con la religión, cada vez más creía que era producto de la casualidad que de la causalidad.
De repente, algunos episodios extraños, un tanto irreales o inexplicables ocurrían aisladamente. Sentía que tenía alguien a su lado la mayoría del tiempo siguiéndolo como una sombra, que se le sentaban en la cama, que le susurraban cosas inentendibles al oído.
Luego de cumplir los 33 años, prácticamente 10 años después de que comenzaran éste tipo de cosas, todo volvió, de golpe y con mayor fuerza como quien tira un boomerang y se olvida, hasta que recibe el impacto del retorno. De nuevo los tres golpes, las tres de la mañana, el miedo, la angustia, el sudor, las palpitaciones, la incertidumbre, el ruido del agua. Todo, absolutamente todo.
Por primera vez y dejando de lado sus prejuicios, se animó a consultar a una psicóloga. Al principio, explicaciones muy pocas. Con el transcurrir de las sesiones, fueron brotando algunas manchas del pasado, como brotan las manchas de humedad de una pared con un caño roto debajo.
Uno las pueda tapar, pintar, cubrir con revoque más o menos grueso, pero si no repara el caño ni bien aumenta la presión del agua, la mancha vuelve a brotar, con más fuerza, con más ímpetu. Pablo había intentado tapar sus manchas con trabajo rural en el campo de sus tíos, después escaparse un año a Rosario, después a Córdoba siguiendo su “vocación”.
Sin embargo, ahora sentía que estaba aumentando una presión interna que no lograba definir, y que algún “caño roto” le estaba filtrando algo: tres golpes a las tres de la mañana y el ruido del agua. En la búsqueda de esa presión y esa rotura, se tomó unos días de vacaciones, para no pensar, para desprenderse de todo. Acaba de perder lo que él creía una parte de su vida, su pareja, con quien había soñado formar una familia, envejecer.
Regresó a su ciudad natal, de la cual se había escapado hace años, y compartió con amigos y familia charlas interminables. No se imaginaba que su mente, su pasado, sus recuerdos bloqueados y su filtración de agua estaban a punto de emerger de manera abrupta, como lo hace un corcho cuando lo intentamos sumergir en la profundidad del agua y se nos escapa. Iba a saltar todo de golpe y salpicando para todos lados.
Durante esos días en Venado Tuerto, Luciano, uno de sus tres mejores amigos, lo invitó a cenar. Era lunes. Alrededor de las once de la noche, mientras le daban pelea mano a mano al asado sobre una tabla en el medio de la mesa, vinito de por medio, charlando un poco de todo, jugando con dos perros, relajados, cómplices, compañeros hasta en los silencios, todo emergió con una claridad que asustaba.
La verdad que asustaba. Un huracán de imágenes y sensaciones le vinieron al cuerpo. Los tres golpes, las tres de la madrugada, el ruido del agua. Estaba por encontrar, sin querer, el parche para el caño, la pintura para la mancha de humedad.
Lo vio, lo vio clarísimo como si presenciara la escena desde un Drone. Lo sentía en la piel, en los ojos, en el alma. La mente lo llevó a los 12 años, pleno conflicto entre sus padres. Divorcio violento. Sintió esos tres golpes apagados como el que hace una banqueta que golpea al caer en una alfombra.
Tres ruidos, claros. Se despertó. Vio a su hermano un año mayor durmiendo en la parte de arriba a la cucheta. Pablo buscó las alpargatitas negras que siempre usaba y tenía debajo de su cama, caminó chancleteándolas hasta el living y miró el reloj de madera en la pared. Eran las tres de la madrugada.
Se quedó parado unos segundos, parpadeando en la oscuridad, después giró a la izquierda y entró con pasos lentos a la cocina, casi arrastrando los pies. Miró a la derecha y vio una rendija de luz por debajo de la puerta que llevaba al garaje. Era una puerta de chapa color blanco que dejaba una rendija de unos 2 centímetros en la parte inferior.
Vio esa rendija de luz y se quedó como se queda una liebre en medio de la ruta encandilada por faroles de automóviles, esperando sin saber que la chocaran. Esa luz que lo iba a llevar a una oscuridad que su mente intentaría ocultarle por más de 20 años, hasta que un lunes, en pleno asado y con la guardia baja, decidiría devolverle el golpe sin previo aviso, como el auto que atropelló a la liebre cuando ésta menos se lo espera.
Vio que se acercó, aunque quisiera evitarlo, a la puerta del garaje como una rata se acerca hipnotizada a una serpiente venenosa inmóvil. Agarró el picaporte y cuando lo bajó, crujió con un chirrido como el que hace una bisagra oxidada. Alguien le trabó la puerta del otro lado.
Comenzó con desesperación a gritar y a patear esa puerta de chapa, hasta que del otro lado ese alguien cedió unos pocos centímetros y le permitió ver: era su papá. Estaba en cuero y en slip. Su conciencia de 12 años de entonces no le permitió entender, pero su visón actual de 33 años le dejó todo bien clarito. Esos pocos centímetros que le abrió, fueron suficientes para que Pablo pueda meter una mano y comenzar a empujar con la mayor fuerza el mundo.
No iba a saber que lo que estaba haciendo tendría el mismo efecto que empujar la piedra de Sísifo. A su padre no le quedó más remedio. O lo lastimaba físicamente y no lo dejaba pasar; o lo dejaba pasar y los destruía psíquica y afectivamente. Eligió la segunda opción, por cagón seguramente. Y la piedra de Sísifo rodó.
Pablo pasó, entró, giró la mirada a la derecha y vio a su mamá en el suelo, desnuda, con los pelos revueltos cubriéndole en parte la cara, la nariz sangrando y el ojo derecho tan hinchado que no lo podía abrir.
Ella lloraba, lloraba, lloraba. No de dolor, sino de vergüenza, de rabia, de impotencia y de culpa porque su hijo la viera así de vulnerable, débil y humillada en el suelo. Con la misma desesperación que se aferra un náufrago a un poste flotante, la mamá de Pablo se arrastró como pudo y se aferró a él. Con 12 años, sentía las lágrimas de su madre.
Ella lloraba de tal manera que Pablo podía oír correr las lágrimas de su mamá...pudo sentir que él también comenzaba a llorar y que las lágrimas de ambos se mezclaban, como dos ríos previos a llegar al mar. Ese mar en el que los dos, Pablo y su mamá, acaban de naufragar. Esa noche Pablo era el poste que la salvaría, pero años después ese rol se invertiría.
Todo cerró. Todo se aclaró. El hermano mayor de Pablo no dormía en la cucheta, sino que se hacía el que dormía, mintiéndose a sí mismo e imaginando seguramente que todo lo que estaba pasando era una pesadilla para no afrontar la desgarradora realidad.
Pablo entendió, ahora, 20 años después, que los tres golpes que lo despertaban eran seguramente los últimos tres golpes de su padre a su madre; que las tres de la madrugada era la hora a la que se despertó por primera vez a los 12 años; y que el ruido del agua corriendo eran sus lágrimas y las de su madre esparcidas por todo el garaje.
Entendió. Así se reveló, inesperado, el misterio y el insomnio de tres a las tres. Dolor, pero sanador. Ya no habría manchas de humedad en la pared ni manchas de dolor en sus sueños. Ahora sí, podría volver a dormir de corrido como los hacía antes de los 12 años.-
El autor |
Especialista en Medicina legal (UNC) |